Camila Sosa: “El trabajo es el peor invento del mundo, ahora mismo podríamos estar bañándonos en la playa”
La argentina que arrasó con ‘Las malas’ publica ‘Soy una tonta por quererte’, una antología de cuentos para escapar de cualquier encasillamiento
A Camila Sosa (La Falda, Argentina, 40 años) se le congeló la sonrisa en noviembre. “Estaba en la Feria del Libro de Guadalajara en México y un periodista me dijo en directo en televisión: ‘Bueno, ya te podés morir tranquila. Ya escribiste Las malas y no creo que vuelvas a escribir algo tan maravilloso’... ¡Y me lo dijo a la cara!”, rememora con los ojos bien abiertos, casi rota de la risa, todavía sin creer la audacia de aquel elogio envenenado.
Sosa, que habla de sí misma como “travesti” y no como “trans” porque así se las llamaba en su época en Argentina y por reivindicar el desarraigo social que conllevó serlo, sabe que su escritura es mucho más que aquella novela debut con la que cortocircuitó el panorama de la autoficción. Aunque ya había publicado poesía (La novia de Sandro), ensayo autobiográfico (El viaje inútil) y había despegado como actriz y creadora de teatro en Argentina —donde gestó otro pelotazo testimonial que llevó al público a falsificar entradas para verla desnudarse en el espectáculo Carnes Tolendas—, fue con Las malas (Tusquets, 2019), esa con la que le dicen que ya se puede morir tranquila, con la que todo cambió en su vida.
Traducida al alemán, al francés, al noruego y al croata, Las malas trata sobre un fascinante grupo de travestis que se prostituyen en el Parque Sarmiento y deciden criar en comunidad —y en secreto― a un bebé abandonado entre la maleza de su lugar de trabajo. Mezcla de experiencia personal (Sosa se prostituyó mientras estudiaba Comunicación Audiovisual) y de puro realismo mágico que no terminó de entenderse como tal (la autora confirma que todavía le preguntan qué pasó con la Tia Encarna, una travesti que saca chorros de aceite de avión de sus pechos y tiene más de 170 años), la novela que escribió sobre la fiesta y la violencia que subyace en la vida de las “yermas, agrias, secas, malas, ladinas, brujas, infértiles cuerpos de tierra” pulverizó récords. Se alzó en 2021 con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, el Premio de Narrativa en Castellano que organiza la librería Finestres de Barcelona y el Grand Prix de l’Héroïne. Un seísmo que contrasta con quienes quieren arrinconar su carrera.
“Las malas me ha dado dinero, muchísimo. He visto mundo, he ganado cintura social y hasta puede que confianza en mí misma, algo de lo que no puedo presumir porque suelo desconfiar bastante de mí”, dice, recién llegada de la Feria del Libro de Madrid, tras pasar un día de relax tomando el sol en la playa de la Barceloneta —“no me bañé porque no quería dejar mi móvil en la arena”— y “llorando como una boba”, conmovida por la impresión de ver en foto al auténtico amante de Marguerite Duras en la retrospectiva que dedica La Virreina. La autora pasó por la capital catalana provocando suspiros, agotándolo todo a su paso, desde la presentación de su nuevo libro con Marc Giró a una charla sobre el poder de la nana en el Primavera Sound. Ella, que presume de estar “siempre alerta”, parece ignorar el halo de fascinación que despierta. Desconocía que una comisaria cultural, Nuria Gómez Gabriel, ha ideado una exposición en La Casa Encendida de Madrid, Las malas, inspirada y conmovida por la lectura de su novela. “Yo entiendo que mi historia es muy atractiva porque es la de una persona que ha vuelto de la guerra sana y salva, porque responde a esa hambre de tragedia y de héroes. Pero no me voy a quedar ahí”, vaticina, renegando de etiquetas.
Contra la escritura de los márgenes
Si algo angustia a esta mordaz y reflexiva creadora es acabar castigada en la estantería reservada a las desviadas de la heteronorma, como si por nacer pobre y travesti no le perteneciera ocupar el centro de la Historia. “Me atemoriza muchísimo que digan: ‘Bueno, ahí está la autora de los márgenes, la de las travestis”, lamenta. “Muchos periodistas hablan de mi escritura como marginal, como si mis personajes estuvieran por fuera de la sociedad. ¿Cuánta pasión por la ignorancia hay para pensar que no son centrales, verdad? Mi vida está protagonizada por esa gente. Más allá de las travestis y de los homosexuales, mis abuelos eran analfabetos, yo fui a un colegio rural y viví en la pobreza, sin acceso a la luz eléctrica. Esos personajes son centrales en la vida de muchísima gente”, reivindica, politizada hasta la médula, rechazando el premio de orbitar como un brillante satélite del universo cultural.
Quizá como respuesta “a esa élite que se resiste a mantener la producción cultural dentro de una única clase” y frente a quienes buscan lanzarla a ese nicho travesti que suena a tumba, Sosa publica ahora Soy una tonta por quererte (Tusquets, 2022), una antología de cuentos en los que por supuesto que hay ladronas, travas, abuelas racistas y tintes de autoficción —el primer cuento, sobre la leyenda de la Difunta Correa, funciona a modo de prólogo y bisagra respecto a Las malas—. Pero aquí también hay monjas que se llaman Shakira y pertenecen a sectas delirantemente terroríficas, distopías sobre el odio y el asco a lo distinto que tampoco suenan tan remotas, novias de alquiler y hasta relatos que se acercan al magnetismo y leyenda de Billie Holiday. “Existe una transfobia que piensa que nosotras no podemos hacer lenguaje. Visité un centro comunitario trans en Bogotá y las chicas me contaron que en los talleres de escritura siempre les pedían que contaran su historia. Eso es un error. Lo que tienen que hacer es inventar: las travestis siempre hemos sido fabuladoras y todo el tiempo hemos magnificado nuestra riqueza, nuestra pobreza, disfrazamos una vida muy miserable. No entiendo cómo puede ser que no se nos permita hacer ficción”, zanja.
Se da por sentado que no hay nada peor que la prostitución. No sé si es peor estar casada por la iglesia con un golpeador o con un violento que está todo el rato desprestigiándote”
Y para poder imaginar hay que cobrar. Todavía revive el sonrojo que sintió cuando descubrió que autores argentinos de renombre “traficaban” con PDF de novelas (entre ellos, el de Las malas), y cómo se excusaron menospreciando el valor de aquellos textos. “Son los que te dicen que ‘escribir no es un trabajo, es poner vacunas’, ¿sabés? Casualmente son los mismos que luego nos consideran menos escritoras porque vendemos más que el resto. Como si la gente que escribe no tuviera necesidades económicas. Como si todas tuviéramos el tiempo suficiente para sentarnos a escribir y nos diera lo mismo si se vende o no se vende. Además, no hay nada más feo que robar a una travesti”, denuncia. Y le molesta, especialmente, que se ignore la clase social de las suyas. Como el afiladísimo retrato que hace de las travestis ricas, a las que apoda “las cuervas” en Las malas, aquellas que se paseaban con chaneles auténticos por su parque, con pelucas de pelo fino y manicuras perfectas, y se prostituían sin cobrar “porque jugaban a vivir una vida que no era propia”. El origen del dinero, en casa de Sosa, siempre sobre la mesa. “Es que nunca se habló de lo empobrecidas que estábamos y del trabajo que hacía la sociedad para empobrecernos, para dejarnos acorraladas en la prostitución o ahora como activistas. Incluso nosotras lo llegamos a asumir, sin tener fe en que somos capaces de ocupar otros lugares en la producción cultural, sin tener que estar relacionado con el vedetismo, la peluquería o con la bondad. Porque esta es otra, nos piden constantemente que seamos buenas. A mí me acusan de no ser humilde, dicen que tengo una actitud de comerme el mundo. Pero yo vivo una vida modesta, no soy ostentosa. En realidad, lo que quieren es verme caer”, desafía.
Viene entrenada en la defensa preventiva. Como ese instinto de las travestis que trepaban raudas y ágiles los árboles en el parque para esconderse de las redadas policiales o llevaban “tremendos anillos para atacar en caso de emergencia con un cliente”. Rechaza la condescendencia con la que se trata a la prostitución. “Se da por sentado que no hay nada peor. Y no sé si no hay nada peor que eso. No sé si es peor estar casada por la iglesia con un golpeador o con un violento que está todo el rato desprestigiándote, en la intimidad y en la calle”, reflexiona. Y alude a Maria, la protagonista de Según venga el juego, una de las novelas de Joan Didion que justo acaba de leer. “Mira, a esa mujer la obligan a abortar, a sonreír, a no poder decir lo que le pasa por dentro. Leo esto y pienso: ‘Pues no sé si era mejor estar en el parque con ellas”. No niega que en sus textos también busque “vengarse” de los episodios turbios y salvajes sobre las que trabajan el sexo, pero también abre una vía ambivalente a su propia experiencia: “Hay un espíritu violento, pero también había noches maravillosas, alucinantes. Clientes que eran bellísimos, que además de tratarte bien, además de hacerte el amor, te pagaban. Entonces, vos decís: ‘Bueno, realmente, ¿es peor o no? Y te pones a desmenuzarlo, porque yo también limpié casas e inodoros o bidets llenos de mierda y ahí pensaba: ‘Bueno, definitivamente esto es peor que acostarse con un tipo con plata”. No encuentra diferencias con la lógica del empleo supuestamente decente. “El sistema es prostitutivo y el trabajo es el peor invento del mundo. Ahora mismo podríamos estar bañándonos en la playa”.
“Una vieja por dentro de una cuarentona”
Impecable con su aspecto, se siente “como una vieja por dentro de una cuarentona”. El tiempo en la vida travesti cobra otra dimensión. “Se envejece aceleradamente, como envejecen las perras y las lobas: un año nuestro equivale a siete años humanos”, escribe en Las malas. Y lo confirma en persona: “Estoy muy cansada físicamente. Piensa que he sido receptora de mucha agresividad, de insultos. Eso te agota muchísimo porque no bajar la guardia nunca es muy cansado. Y con todas las travestis que hablo siempre repetimos lo mismo: ‘Estoy tan cansada’. La energía, además, la sacábamos de la droga, y eso envejece mucho”.
Sigue atrapada en esa tiranía del para estar guapa hay que sufrir. “Hay algo en la interpretación de la belleza que tiene que ver con el dolor”, confirma quién en su juventud se pasaba hora y media al día arrancándose los pelos de su barbilla con pinzas de las cejas, uno a uno, frente a un espejo de aumento. El año pasado volvió a pasar por algo parecido cuando se operó los pechos. “Cuando me puse las tetas estuve dos meses sin poder hacer fuerza, ¿entendés? Llevaba una faja, un corpiño que me oprimía durmiendo boca arriba. No había forma de dormir de otra manera y cuando salía a la calle lo vivía con auténtico terror. Temía chocarme con alguien”, rememora, para ejemplificar hasta qué punto esto, por mucho que lo frivolicen algunos, “no es un tema menor”. Le molesta la hipocresía con la que tratamos la realidad de los cuerpos. “Es como el meme que dice: ‘¿Quién dice que el dinero no importa? La gente rica. ¿Quién dice que la belleza no importa? La gente linda’. Ahora puede haber muchas chicas que no se depilen, pero también hay muchísimas que se gastan fortunas en uñas postizas”.
Y no solo duele el canon físico, asegura que “el deseo produce sufrimiento”, desde el romántico hasta el carnal. “Me tomé un frasco de pastillas por un desengaño. Dediqué muchas horas a pensar en hombres que no me querían o que no sabían quererme. Hay una complejidad en la relación de los tipos con las travestis. Existe un aparato social que está diciendo: ‘A esas no, a esas no las podés querer’. Pero a la vez Argentina es ese país en el que se vocea: ‘¡Quién no se comió a una travesti alguna vez!’. Yo recuerdo en los boliches gais, en los afters, que venían los chicos más guapos de la ciudad, de los barrios más lujosos, a buscarnos. Ya dediqué mucho tiempo y energía a llorar por esos hombres, por ese tipo de hombres. Esos son amores perdidos y yo ya no sufro más”, aclara.
Aunque percibe un avance, está convencida de que la masculinidad se cimenta sobre algo muy frágil. “Mi padre hizo un cambio muy grande. ¡Ahora hasta lava los platos! No sé qué fue. Igual porque no le quedaba otra conmigo. Supongo que pensó: ‘O esto, o envejezco sin una de mis hijas’. Eso está bien, lo de quedarse sin opciones”. Algo que también le ha pasado con su actual pareja. “Él es un poco así también. Lo conozco desde hace 16 años y le ha costado muchísimo abrirse conmigo: hablar a sus amigos sobre mí, salir conmigo por la calle. Es un proceso largo”, reflexiona. Cree que en la vida, la clave, son las elipsis de diez años: “Si lo piensas, todo se reduce a eso: la carrera de una escritora, la de una actriz, un amor, una reconciliación, sanarse. Todo en la vida es, siempre y como mínimo, una década”. Tiene sentido, en la lógica travesti, eso son 70 años. “Tal como envejecen las perras”.
Babelia
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