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Las palabras se gastan

Durante mucho tiempo pensé que lo que no se decía se mantenía intacto. Si una conservaba un sentimiento en silencio, lo salvaba de la erosión a la que podía someterlo el mundo

Autorretrato de Claude Cahun, de 1929.
Autorretrato de Claude Cahun, de 1929.Musée des Beaux Artes de Nantes /RMN / Gérard Blot

“Soy un hombre”, afirma con contundencia Ursula K. Le Guin. Soy un hombre, dice, y añade que, si pensamos que está intentando engañarnos, estamos muy equivocadas. Cuando nació, solo existían hombres, la gente se componía de hombres. Todo el mundo “respondía al mismo pronombre, el masculino”. Por lo tanto, ella, masculino genérico, era también un hombre. Hace unos días, mi marido entró en la cocina y leyó un fragmento de Contar es escuchar en el que Le Guin, pasados los 60, verbalizaba un pensamiento que hacía años que amasaba: la pérdida de respeto hacia Tolstói. “Lo que no se dice tiende a fortalecerse y a enriquecerse con los años, como un vino sin descorchar”, afirmaba. Tomé prestado Contar es escuchar de la mesilla de noche de mi marido y hoy mismo he encargado otro ejemplar porque el suyo, ahora, parece más grueso, más viejo, y más sucio.

Durante mucho tiempo pensé que lo que no se decía se mantenía intacto. Si una conservaba un sentimiento en silencio, lo salvaba de la erosión a la que podía someterlo el mundo. Con solo salir de la boca, las babas y el mal aliento lo podían humedecer, y los dientes podían rasgarlo hasta convertirlo en serrín. Tuve un profesor que colocó ese pensamiento dentro de mí, en una zona de tierra joven y fértil, y lo regó con tesón. “No me digas te quiero, Paulita, que las palabras se gastan”. Crecí con esa idea en la cabeza, y durante mucho tiempo escatimé su uso. Le Guin afirma que algunos pensamientos que hemos mantenido durante largo tiempo en fermentación pueden acabar provocando una explosión de astillas asesinas, y yo pienso firmemente que eso es lo que me ha acabado pasando: he explotado. Y llevo varios años arrancándome astillas de un cuerpo cuya tierra empieza a secarse.

El día en que mi marido me leía, llegaron dos libros para la biblioteca de mi taller, un espacio frecuentado por mujeres jóvenes y fértiles. Su autora es la crítica de arte Victoria Combalía, y presenta un listado de artistas que empieza con María Blanchard y acaba con Francesca Woodman. La propia autora afirma que se trata de un libro que habría sido incapaz de escribir en los ochenta porque entonces habría pensado que escribir solo sobre artistas mujeres era discriminación. Joanna Russ ya nos avisó: la historia oficial se niega a contarnos de dónde venimos; tenemos que ser nosotras las que iluminemos el camino. Abrí el primer tomo y me topé de inmediato con Claude Cahun, que me devolvió a la velocidad de la luz a un aula de la Facultad de Bellas Artes de Valencia, a la época en la que aprendí a callarme los te quiero. Recordé el día en que vi por primera vez su autorretrato frente a un espejo y en qué fue lo primero que pensé: ¿se trataba de un hombre o de una mujer? ¿Quién era aquel ser que me incomodaba desde su ambigüedad? Me molestaba más su androginia que llevar cuatro años en una universidad en la que apenas se citaba artistas que no fueran hombres.

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El profesor de proyectos traía a clase fotos y pinturas de pollas de artistas hombres y estaba muy preocupado por las enfermedades de transmisión sexual. De él aprendí la teoría de que tenía que follar siempre con condón. Al mismo tiempo, el profesor que me había explicado que las palabras se gastan, no me permitía llevar a cabo las enseñanzas del primero. “No presiones la base de la flauta, y llévala con dulzura hasta la boca”, canturreaba citando a Guillermo Carnero. También nos enseñaba a ver los falos erectos que había en la obra más famosa del flamenco Joachim Patinir (los cipreses de la laguna Estigia) y los que estaban camuflados en los textos. Mi libro favorito empezaba así: “El hombre-pintor dio su primer paso hacia los procedimientos al interesarse por unas tierras de colores distintos”. En este mundo que mira, piensa y premia en masculino, también yo fui un hombre. Muchas veces siento que lo sigo siendo. Como diría Le Guin, soy un hombre de segunda. “Pintas como un hombre”, me dijo otro profesor, y me puso un nueve y medio.

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