Lee aquí el primer capítulo del último libro de Ursula K. Le Guin
'Contar y escuchar', de la editorial Círculo de Tiza, es la última novela de la escritora de ciencia ficción que falleció este martes a los 88 años
Presentación
Escrito a principios de los años noventa para ser leído en voz alta como performance, leído un par de veces y ligeramente actualizado para este volumen.
Soy un hombre. Pensarán que he cometido un error de género sin querer, o quizá que intento engañarlos, porque mi nombre de pila acaba en a, y soy dueña de tres sujetadores, y he estado embarazada cinco veces, y otras cosas por el estilo que sin duda habrán notado, pequeños detalles. Pero los detalles no importan. Soy un hombre, y quiero que me crean y lo acepten como un hecho, tal y como lo acepté yo misma durante muchos años.
Verán, mientras crecía en tiempos de las guerras de los medos y los persas, y cuando iba a la universidad poco después de la guerra de los Cien Años y mientras criaba a mis hijos durante las guerras de Corea y Vietnam, no había mujeres. Las mujeres son una invención muy reciente. Precedo en varias décadas a la invención de las mujeres. De acuerdo, si son ustedes muy quisquillosos en cuanto a la precisión, las mujeres fueron inventadas varias veces en sitios sumamente distintos, pero lo cierto es que los inventores no supieron poner a la venta el producto. Emplearon técnicas de distribución rudimentarias y no hicieron ninguna investigación de mercado, de manera que por supuesto el concepto no cundió. Incluso con el respaldo de un genio un invento tiene que hallar su mercado, y al parecer durante mucho tiempo la idea de las mujeres no entró en el balance final. Los modelos como el Austen y el Brontë eran demasiado complicados, y la gente se reía del Sufragista, y el Woolf estaba demasiado adelantado a su tiempo.
De modo que cuando nací, en realidad solo había hombres. La gente se componía de hombres. Toda respondía al mismo pronombre, el masculino; he ahí quién soy, pues. Soy el masculino genérico, como cuando se dice: «Si un ciudadano necesita un aborto, tendrá que ir a otro estado», o: «El escritor sabe dónde aprieta el zapato». Ese soy yo, el escritor, él. Soy un hombre.
Tal vez no soy un hombre de primera categoría. Acepto de buen grado que quizá soy una especie de hombre de segunda o de imitación, un Él análogo. Como tal, soy al varón genuino lo que el palito de pescado cocido en horno microondas es al salmón real asado a la parrilla. Porque, vamos a ver: ¿puedo inseminar? ¿Puedo ser miembro del Bohemian Club? ¿Puedo dirigir la General Motors? En teoría puedo, pero ya saben adónde nos conduce la teoría. No a la cima de General Motors, y cuando una licenciada de Radcliffe sea presidenta de la Universidad de Harvard me despiertan y me lo cuentan, ¿vale? Aunque no será necesario, porque ya no quedan licenciadas de Radcliffe; fueron abolidas por considerarse innecesarias. Por lo demás, soy incapaz de escribir mi nombre meando en la nieve, o me costaría muchísimo trabajo hacerlo. No puedo matar de un tiro a mi esposa e hijo y a unos vecinos y después suicidarme. Lo cierto es que ni siquiera sé conducir. Nunca me saqué el permiso. Me daba miedo. Cojo el autobús. Es terrible. Lo admito, soy una imitación o sustituto muy flojo de hombre, y todo el mundo se dio cuenta cuando intenté ponerme esos excedentes del ejército que estaban de moda y parecía una gallina embutida en una funda para almohadas. No tengo la forma correcta. Se supone que la gente debe ser delgada. Nunca se es lo bastante delgado, dicen todos, en especial los anoréxicos. Se supone que hay que tener un cuerpo delgado y firme, porque así son en general los hombres, delgados y firmes, o en todo caso así son muchos hombres al comienzo, y algunos incluso así se quedan. Y los hombres son gente, la gente son hombres, como se ha demostrado, de manera que la gente, la gente de veras, la gente correcta, es delgada. Pero a mí se me da fatal lo de ser gente, porque no soy nada delgada sino más bien rellenita, con verdaderos depósitos de grasa. No soy firme. Y nunca he sido dura. La verdad es que soy más bien blanda y hasta tierna. Como un buen filete. O como un salmón real, que no es delgado y duro sino muy grasoso y tierno. Pero los salmones no son gente, o en todo caso hace poco nos han dicho que no lo son. Nos han dicho que solo hay una clase de gente, y que son los hombres. Y creo que es muy importante que nos lo creamos. Sin duda es importante para los hombres.
A fin de cuentas, supongo, la cosa es que no soy varonil. No en el sentido en el que Ernest Hemingway era varonil. La barba y las escopetas y las esposas y las oraciones cortitas. Tratar, trato. Tengo una cosa barboide que siempre intenta crecer, nueve o diez pelos en el mentón, a veces más. ¿Y qué hago con ellos? Me los depilo. ¿Lo haría un hombre? Los hombres se rasuran. O en todo caso los hombres blancos se rasuran, porque son peludos, y tengo menos elección en cuanto a ser blanca que en cuanto a ser hombre. Soy blanca me guste o no. Los médicos no pueden ayudarme. Pero supongo que hago todo lo posible por no ser un hombre blanco, en las presentes circunstancias, porque no me afeito. Me depilo. Pero eso no quiere decir nada, porque en realidad no tengo una barba de veras con entidad propia. Y no tengo una escopeta y no tengo siquiera una esposa y mis frases tienden a extenderse y a extenderse, con mucha sintaxis. Ernest Hemingway hubiera preferido caerse muerto a tener tanta sintaxis. O puntos y comas. Yo utilizo puntos y comas a lo tonto; ahí acaba de aparecer uno; un punto y coma después de «tonto», y otro después de «uno».
Y otra cosa. Ernest Hemingway hubiera preferido caerse muerto a envejecer. Y eso fue lo que hizo. Se pegó un tiro. Una oración corta. Cualquier cosa con tal de no escribir una oración larga (long sentence), una cadena perpetua (life sentence). Las sentencias de muerte (death sentences) son cortas y muy, muy varoniles. Las cadenas perpetuas no. Duran y duran, se llenan de sintaxis y cláusulas subordinadas y referencias confusas y envejecimiento. Y eso viene a cuento de la verdadera chapuza que he hecho con el asunto de ser un hombre: ni siquiera soy joven. Justo cuando por fin estaban inventando a las mujeres, empecé a envejecer. Y seguí haciéndolo. Descaradamente. Me he permitido envejecer y no he tomado medidas al respecto, con una escopeta ni nada.
A lo que voy: si tuviera un poco de amor propio, ¿no debería hacerme cuando menos un lifting o un poco de liposucción? Aunque la liposucción me suena muy parecido a lo que se ve tan a menudo en la tele cuando hay dos jóvenes o casi, nunca personas viejas, y una de ellas es un hombre y la otra una mujer, nunca una combinación distinta. Lo que hacen ese joven o casi y esa joven o casi es agarrarse y meterse mano y después practicar liposucción. Se supone que se debe mirar lo que hacen. Mueven la cabeza de aquí para allá y aplastan la boca y la nariz contra la boca y la nariz del otro y abren la boca de distintas maneras, y se supone que el espectador debe calentarse o humedecerse o algo así al quedarse mirando. A mí me parece que estoy mirando a dos personas practicar liposucción. ¿Para eso han inventado por fin a las mujeres? Seguro que no.
En realidad, creo que el sexo visto como un deporte para espectadores es más aburrido que todos los demás deportes para espectadores, incluido el béisbol. Si tengo que presenciar un deporte en vez de practicarlo, elijo el salto ecuestre. Los caballos son hermosos. Los jinetes son en su mayoría una especie de nazis, pero, como todos los nazis, solo son tan poderosos y exitosos como el caballo al que se suben, y al fin y al cabo es el caballo el que decide si ha de saltar la valla de cinco barras o frenar en seco y dejar que el nazi salga volando por encima de su cuello. Claro que en general el caballo no se acuerda de que dispone de esa opción. Los caballos no tienen muchas luces. Pero, en cualquier caso, el salto ecuestre y el sexo tienen bastante en común, aunque en la televisión estadounidense solo se puede ver salto ecuestre si se sintoniza un canal canadiense, cosa que no ocurre en cuanto al sexo. Si me dan a elegir, sin duda preferiría mirar el salto ecuestre y practicar el sexo. Nunca al revés. Pero ya estoy muy mayor para el salto ecuestre, y en cuanto al sexo, ¿quién sabe? Yo sí; ustedes no.
Por supuesto, hoy en día se supone que las doradas ancianitas deben saltar de cama en cama como saltan vallas de cinco barras los caballos, hala, hala, hala, pero buena parte de este asunto sobre el sexo a los setenta parece ser una cuestión puramente teórica, como la directora de General Motors y la presidenta de Harvard. La teoría se ha inventado sobre todo para tranquilizar a la gente de cuarenta y pico —es decir, a los hombres— que se preocupa. Por eso contamos con Karl Marx y seguimos contando con economistas, aunque al parecer hemos perdido a Karl Marx. En sí misma, la teoría es estupenda. En cuanto a la práctica, o la praxis como la llamaban los marxistas, al parecer porque les gustaban las x, esperen a tener sesenta o setenta años y ya me contarán sobre su práctica, o praxis, sexual, si es que quieren, aunque no me comprometo a escuchar, y si escucho lo más probable es que me aburra soberanamente y empiece a buscar un canal donde pongan salto ecuestre. En cualquier caso, no les contaré nada sobre mi práctica, o praxis, sexual, ni entonces, ni ahora ni nunca.
Pero, a fin de cuentas, aquí me tienen, vieja —cuando escribí estas líneas tenía sesenta años—, «un sonriente hombre público de sesenta años», como dijo Yeats, quien, claro, sí que era un hombre. Y ahora tengo más de setenta. Y es mi culpa. Nací antes de que inventaran a las mujeres, y he vivido los pasados decenios tratando de ser un buen hombre y me he olvidado de seguir joven, así que envejecí. Y se me mezclan los tiempos verbales. Soy joven y a las primeras de cambio tengo sesenta y quizá ochenta, ¿y después qué?
No mucho.
No dejo de pensar que un hombre de verdad habría podido hacer algo. Sin llegar a la escopeta, podría recurrir a algo más eficaz que el aceite de Olay. Pero fracasé. No hice nada. Fracasé rotundamente en el intento de conservarme joven. Y entonces vuelvo la vista sobre mis otros esfuerzos denodados, porque lo cierto es que lo intenté, me esforcé por ser un hombre, un buen hombre, y veo que fracasé también en ello. Como mucho, soy un mal hombre. Un él análogo y falso de segunda categoría con una barba de diez pelos y puntos y comas. Y me pregunto de qué ha servido. A veces pienso que lo mismo daría abandonar el asunto. A veces pienso que lo mismo daría ejercer mi derecho a elegir, frenar en seco delante de la valla de cinco barras y dejar que el nazi saliera volando de cabeza. Si no se me da bien lo de fingir ser un hombre ni se me da bien lo de ser joven, acaso podría empezar a fingir que soy una mujer mayor. No estoy segura de que ya se hayan inventado las mujeres mayores, pero merece la pena intentarlo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.