Francesca Woodman: la otra cara de la fotógrafa que saltó al vacío
Un libro reúne material inédito que contribuye a desmantelar el cliché de artista torturada con el que se ha identificado a la icónica autora
Es prácticamente imposible encontrar un artículo sobre Francesca Woodman (Denver, 1958-1981) en el que no se haga mención a su trágico final. A aquel 19 de enero en el que, con 22 años, la enigmática artista, víctima de una depresión, se lanzó al vació desde el tejado de un edificio cercano a su estudio en el East Side neoyorquino. Fue entonces cuando se fraguó su leyenda. Trascendió su aura de artista romántica y maldita plasmada en más de 800 imágenes, con frecuencia interpretadas dentro del contexto de su desgracia.
No aparece el episodio del suicidio en el monográfico Francesca Woodman: Portrait of a Reputation. Publicado por Rizzoli Electa, reúne el material que el fotógrafo George Lange, compañero de estudios e íntimo amigo de la artista, atesoró en una caja. La cerró meses después de la muerte de Francesca y hasta 2017 no pudo volver a abrirla. Encerraba seis años de una entrañable amistad: inocentes cartas, anotaciones casuales y una invitación a tomar el té; también docenas de impresiones en papel que la joven artista dejó atrás cuando decidió trasladarse a Nueva York, así como hojas de contacto, que instintivamente su compañero acertó a recoger y a guardar; unas 45 fotografías que él mismo tomó y que recogen el día a día de la artista, así como una postal escrita desde la librería Maldoror —especializada en la obra del movimiento surrealista—, donde la autora mostró la primera de sus dos únicas exposiciones. “Fue la primera artista, verdadera, que conocí”, admitía el fotógrafo en una charla organizada por el Museo de Arte Contemporáneo de Denver, donde la semana pasada se clausuró una exposición celebrada en paralelo al lanzamiento del libro y con el mismo título.
Lange conoció a Woodman en 1976, en el Rhode Island School of Design (RISD). “Era auténtica. Vivía su arte. Se asemejaba a su arte. Expresaba el vocabulario del arte”, escribe el fotógrafo. “Francesca era esa frágil amiga a la que uno no puede negarse a ayudar, y era también una de esas amigas de las que se tienen pocas. Podía ser problemática. Su apartamento en Maine Street no tenía cocina, ni bañera o ducha. Era el habitáculo que se ve en sus fotografías. Yo vivía en la colina, a dos bloques de su apartamento, y compartía habitación con Sloan Rankin, su mejor amiga. Cuidábamos de Francesca; no por caridad, sino simplemente invitándola a usar la ducha, alimentándola, y con nuestra amistad. Francesca se metía en el cuarto de baño y dejaba correr el agua caliente hasta agotarse, mientras el vapor escapaba por debajo de la puerta. Luego salía en ropa interior, envuelto su cabello en una gran toalla, lista para un festín de atún”.
En su conjunto, el monográfico supone una revisión crítica de los años de estudiante de la fotógrafa (entre 1975 y 1978) durante los cuales, prematuramente, encontró su voz. Conviene destacar que gran parte de su obra corresponde a estos años, de manera que la póstuma apreciación crítica de su trayectoria —entonces prácticamente desconocida—, y el subsecuente estatus artístico que adquirió, es realmente sorprendente. Sitúa a la autora como una rara avis dentro de la fotografía, donde no abundan los reconocimientos prematuros. Pero fundamentalmente el libro supone un acercamiento a la artista, “como persona más que como mito”, tal y como apunta Nora Burnett Abrams, comisaria de la exposición y autora de uno de los textos incluidos en el libro. “Es el reflejo de una personalidad brillante e inmensamente creativa y determinada, pero también de una joven muy dulce, sensible y divertida”.
Trabajaba de forma obsesiva. “Apenas había diferencia entre su vida y su arte, en el sentido de que el arte era su forma de experimentar la vida. El material que reúne el libro es prueba de ello”, destaca Abrams. Fueron sus padres, George y Betty Woodman, él pintor y ella escultora y ceramista, quienes la inculcaron ese concepto del arte como una religión. Desde muy pequeña se mostró independiente y segura de sí misma. Comenzó a practicar la fotografía a los 13 años. Su padre le regaló una cámara. Pronto comenzaría a adiestrar su notoria capacidad compositiva, y una imaginación encendida por su fascinación por la literatura gótica. Pasó a convertirse en el principal motivo de una obra, fundamentalmente realizada en blanco y negro, donde a través de una delicada y misteriosa puesta en escena se aprecia también la influencia del surrealismo. Los limites corporales tienden a difuminarse en su fotografía, donde Woodman parece estar tan presente, físicamente, como ausente. “Su fotografía es enigmática, inconclusa, invita a muchas preguntas, pero no ofrece respuestas. Estaba siempre ideando distintos escenarios, tanto dentro de su estudio como en el exterior, donde llevar a cabo sus performances. Había un intento por su parte de incorporar el movimiento dentro de un medio esencialmente estático, otorgándole una dimensión más activa”, añade la comisaria.
A pesar de que era dada a la escritura, murió sin dejar apenas declaraciones escritas sobre su obra, de ahí que “su trágico final haya influido mucho en la manera en que la gente responde a su obra”, destaca Abrams. “Mucha gente tiende a descifrar su salud mental o su muerte a través de lo que observan en su obra. Algunos tienden a ver una intensidad emocional, una oscuridad o una complejidad en Francesca simplemente derivada de la forma en la que murió. Creo que se trata de una suposición equivocada. Uno no puede llegar a conocer a otra persona basándose en su obra artística y, muchísimo menos, pretender observarla como un reflejo de su estado mental. El propósito de Woodman en cuanto a su obra es en parte desconocido. Pero esa falta de claridad o de certezas no conduce necesariamente a concluir que era confusa en sus planteamientos o inestable emocionalmente. Personalmente pienso que estaba muy segura de sí misma y que era extremadamente ambiciosa, pero no considero apropiado ver un reflejo autobiográfico en su obra”.
“Es cuestión de conveniencia. Yo siempre estoy disponible”, ironizaba la artista en su diario. Así, son pocas en comparación las imágenes en las que hace uso de otros modelos. “Se servía de ella misma como un objeto”, matiza Abrams. “Soy reacia a calificar estas imágenes como autorretratos. Sin imágenes donde podemos observar su cara y su cuerpo, pero no parecen evidenciar ninguna intención de autoescrutinio. Creo que estaba interesada en el cuerpo, en cómo manipularlo delante de una cámara, pero no necesariamente en explorar su propio cuerpo. Buscaba un efecto más amplio dentro de su propio sentido de la performance”.
“Lo que resulta refrescante de este proyecto es que muestra a una joven llena de vida y vitalidad, con gran sentido del humor y personalidad. No trata de su muerte, sino que celebra su vida”, concluye la comisaria. Vemos a Woodman poniendo en práctica sus ideas, puliendo conceptos, compartiendo vivencias y creencias con sus compañeros. Así, de la misma manera que lo hace el libro, este articulo evita también detenerse en la parte más indescifrable de la vida de la autora, no sin hacer referencia al documental The Woodmans. Dirigido por C. Scott Willis, y a través del testimonio de sus padres y hermano, así como de algunos de sus amigos más cercanos, se perfila una psique frágil y sensible aderezada por la imparable ambición de un ego creador. Algo a lo que George Woodman se refiere como “el riesgo físico de ser una artista”.
“Mis recuerdos de Francesca son ligeros y divertidos”, escribe Lange. “La veo flotando por encima del suelo (o tal vez rozándolo con sus zapatillas chinas) en vez de pisando fuerte, como hacemos el resto. Su voz era muy aguda, así como silenciosa, pero dulce. Aún la oigo”.
Francesca Woodman: Portrait of a Reputation. Publicado por Rizzoli Electa. 176 páginas. 50,30 euros.
Aquí se puede ver la fotogalería 'Francesca Woodman: retrato de una reputación'
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