París, la cima de María Blanchard
La pintora, ninguneada en España, perteneció a la vanguardia que trastocó la historia del arte
La gran dama del cubismo tenía joroba. Ya está dicho. Pero lo primero incumbe a la historia del arte y lo segundo solo le perturbó a ella. Una enfermedad como la cifoescoliosis hace muescas hondas en una biografía. Y acaso el dolor, con su pesadumbre física, no resulte la mayor de ellas. Hace un siglo, vivir en un cuerpo que se escapaba a la norma generaba un sinfín de cotos vedados. María Blanchard (Santander, 1881-París, 1932) se consumió entre la contradicción de encajonar su movilidad en un esqueleto desviado al tiempo que volaba sobre las convenciones artísticas gracias a su talento. “Durante mucho tiempo su pintura fue interpretada como una compensación de la vida amorosa que no tuvo”, apunta Carmen Bernárdez, profesora de Arte Contemporáneo en la Universidad Complutense y especialista en la pintora.
En París, Blanchard se olvidó de los españoles supersticiosos que le pasaban lotería por la chepa y de los niños crueles que se mofaban de su aspecto en Salamanca y Madrid. En París triunfó. Los artistas que pululaban por los cafés de Montparnasse la acogieron como quien era: otra creadora ávida de romper corsés. Una más. Una especial: ella acarició la cima. “Su paso por el cubismo produjo las mejores obras de este, aparte las de nuestro maestro Picasso”, dijo de ella Diego Rivera, el mexicano grandote con quien compartiría viajes y casa en el París burbujeante de los ismos.
Ceñirla solo a la condición de cubista —un suspiro hasta que la guerra propició el retorno a la figuración, al arte “como es debido”— sería enjaularla injustamente. “Ella figura entre los grandes, a la altura de Juan Gris. Fue una mujer privilegiada, que está en el corazón del arte, en primera línea. Había mucha gente que iba a París y no lo lograba, pero al mismo tiempo también es una mujer maltratada por la vida y por la historia”, explica Gloria Crespo, guionista y directora del único documental sobre la pintora, Rue du Depart 26. Érase una vez París, que sintetiza seis años de investigación. En él se aportan datos íntimos —su amor no correspondido por Diego Rivera—, algunas fotos desconocidas —huía de las cámaras por razones obvias— y tres cartas inéditas de André Lhote, pintor, crítico y amigo de Blanchard.
Aquella mujer que en 1916 participa en el mismo salón en el que irrumpen en escena Las señoritas de Aviñón de Picasso era la misma que un año antes, en Madrid, suscita burlas inclementes cuando expone en Los pintores íntegros, el salón de arte moderno organizado por Ramón Gómez de la Serna. En España abundaban los hostiles con las vanguardias y los insensibles con la deformidad. “París”, comparó Gómez de la Serna, “quizá porque siempre ha sido el tolerante centro de todo lo grande y de todo lo monstruoso, no la iba a mirar y la iba a dejar vivir indiferente a su forma física. Toulouse-Lautrec fue en hombre el pendant de ella en mujer y vivió admirado y querido por todos”.
María Blanchard había nacido en un hogar singular, descrito por Federico García Lorca en la conferencia que dio en el Ateneo en 1932, poco después de la muerte de la artista, en aquel Madrid que nada tenía que ver con la ciudad huraña que había padecido en vida la pintora. “El padre montaba a caballo y casi siempre volvía sin él, porque el caballo se había dormido y le daba lástima despertarlo. Organizaba grandes cacerías sin escopetas y se le borraba con frecuencia el nombre de su mujer”. “La madre, una señora refinada; de tanta fantasía que casi era prestidigitadora. Cuando era anciana iban unos niños amigos míos a hacerle compañía y ella, tendida en su lecho, sacaba uvas, peras y gorriones de debajo de la almohada”.
En aquel hogar liberal y culto de Santander —entre una madre distante y un padre cercano— alimentan las dotes artísticas de María Gutiérrez Blanchard, la pequeña de cuatro hijas. A los 22 años se traslada a Madrid, donde se forma en talleres hasta que logra ayudas institucionales para irse en 1909 a París, donde recibe clases de Anglada Camarasa, María Vassilieff y Kees van Dongen. “Su vida en París era verdaderamente heroica; recibía una pequeña pensión o beca de su pueblo natal, Santander; con eso compraba los colores, pagaba el taller Vitti, vivía en un cuartito y organizaba sus comidas de una manera muy especial”, recreó en sus Memorias Angelina Beloff, la artista rusa con la que conviviría y que acabaría emparejándose con Diego Rivera.
En la reconstrucción biográfica realizada en el catálogo de la exposición que le han dedicado recientemente el Museo Reina Sofía y la Fundación Botín, María José Salazar, pionera en la investigación de Blanchard y comisaria de la muestra, se alude a las presiones de la familia para que oposite a una cátedra de profesora de dibujo en las Escuelas Normales de Adultos, cuando regresa de su segunda estancia en París. En octubre de 1915 logra la plaza en Salamanca, a la que renuncia poco después. “¿Qué había pasado?”, se pregunta Gómez de la Serna. “En la ciudad, pura y llena de luz cumbral se había destacado María como una bruja simbólica para los niños que la seguían y la gritaban por las calles. El evidencismo crudo de lo español, que no deja pasar nada sin mote y que llega en su flaqueza a decirle la verdad al lucero del alba, se ensañó con la pobre artista”.
En 1915 retorna a París. Ya nunca hará el viaje de vuelta a España. Un año después renuncia al apellido paterno y comienza a firmar con el escueto María Blanchard. “Retoma la tertulia en la Rotonde y restablece los lazos de amistad con Juan Gris, Mtezinger y Lipchitz. Se intensifica su relación con Pablo Picasso que venía de años atrás, al compartir ambos la misma galería. El artista intentó, en vano, despertarle cierto sentido comercial: ‘Pobre María, crees que una carrera se hace solo a base de talento’, le decía”, según su biógrafa María José Salazar.
Malvive pero refulge. Tras una visita, Ramón Gómez de la Serna atestigua ambas circunstancias: “Vivía en estudios abandonados, de los que no habían vuelto los que desperdigó la guerra y comenzó a pintar pieles cubistas, pucheros, maquinillas de moler café, especieros, botes, anatomía de las cosas, mezcladas a la anatomía de los seres... Yo la fui a visitar a una de aquellas casas de otros, en las que las ropas colgadas en la desidia de no saber qué iba a pasar estaban colgadas fuera de los armarios”.
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André Salmon la selecciona para L’Art Moderne en France y “toma parte, como una más, del grupo de la vanguardia, en todo acontecimiento por nimio que fuera”, señala Salazar. Firma con el galerista y marchante Léonce Rosenberg y, en 1919, realiza su primera exposición individual. Su vida material mejora. Su pintura se aleja del cubismo al finalizar la Gran Guerra. En 1921, La comulgante, un cuadro original y angustioso que puede verse en el Reina Sofía (la única obra que exhiben de la artista), entusiasma a los críticos.
Su carrera despega. Pero los años gloriosos desembocan en una profunda depresión, agrandada por el fallecimiento de su amigo Juan Gris y el traslado de su familia a París para vivir con (y de) ella. Coincide con una fase mística —trató de ingresar en un convento— que la aleja de salones y que se prolonga hasta su muerte en 1932. Luego se desvaneció de la historia del arte: algunas de sus obras fueron incluso atribuidas a Juan Gris. “Gran parte de sus aportaciones artísticas cayeron en el olvido, pues tras su fallecimiento y pese a que María trabajaba entonces con importantes galerías de Francia y Bélgica, toda su producción fue retirada por su familia”, escribe Salazar.
Griselda Pollock, crítica de arte y profesora de la Universidad de Leeds, añade otra causa. Pese a que uno de los signos de la modernidad fue la “participación libre y activa en la cultura” de las mujeres, en las siguientes décadas, marcadas por el retroceso igualitario, los museos e historiadores “ocultaron la presencia, la participación, la obra y la memoria de aquellos artistas que eran mujeres, y solo porque eran mujeres”.
Babelia
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