Presupuestos y desigualdad
Las incertidumbres no deben impedir que las cuentas públicas reparen las brechas sociales, de edad y de género

La doble apuesta por consolidar la reactivación y hacerla más equitativa, aumentando buena parte del gasto social de los Presupuestos del Estado para 2022, sigue teniendo sentido, tras la brutal crisis pandémica y sus perversas secuelas sociales.
Los cálculos de organismos como el FMI de que el crecimiento económico sería este año inferior al previsto por el Gobierno —aunque superior al próximo ejercicio—, o la revisión de las cifras del INE, deben tenerse en cuenta. Sobre todo porque los Presupuestos proyectan una mejora vegetativa del déficit y la deuda, basada en el alza del PIB y no en el aumento de impuestos. Y a menor ritmo productivo, mejora menos intensa.
Atender esas advertencias no implica invalidar las proyecciones domésticas, pues el escenario para todas es tan volátil como la economía mundial. Pero aconseja afinar la prudencia. El trámite parlamentario no debe incrementar más el gasto, sino, acaso, redistribuirlo. Y sugiere la conveniencia de revisar formalmente la ejecución a medio camino: mejor en junio que precipitadamente (y sin rendición de cuentas) en septiembre, como se solía, congelando súbitamente inversiones o modificando créditos.
Pese a esos matices, el tremendismo de la retórica que, con frecuencia cotidiana, diagnostica y pronostica ruina y dolor, se compadece mal con la fuerte recuperación del PIB en lo que va de año. Y lo que es tan o más clave, con la recuperación del empleo. Insólitamente en comparación con el día después de otras recesiones, el nivel de empleo se está recobrando antes de que la economía vuelva a situarse en las cifras prepandemia.
Aunque no convenga tañer campanas de júbilo precipitado, porque sigue habiendo un considerable depósito de empleos congelados (415.000 entre registrados en ERTE y autónomos), eso no significa que estén destruidos. Con esa reserva, la secuencia de siete meses reduciendo el paro marca época desde el año 2000. Y los 19,5 millones de afiliados a la Seguridad Social en septiembre superan los de febrero de 2020. Salvo catástrofe imprevista, la reactivación es ya un dato, no una mera percepción.
Pero el retorno a la prosperidad social gravemente mellada desde la Gran Recesión de 2008/2011 no puede fiarse solo al PIB, al mercado y a la coyuntura mundial. Se necesitan aún ingentes (y eficaces) políticas contra la desigualdad, que se disparó en España en los primeros meses de la pandemia (con un aumento dramático de un 25% del índice de Gini, su termómetro global).
Otros indicadores apoyan también la apuesta social de la política económica española para recuperar su retraso acumulado: el esfuerzo en protección social era antes de la pandemia del 16,6% del PIB; frente a la media de la eurozona (20%), e incluso de Italia (20,9%) y ¡de Grecia! (19,4%). Es cierto que ya apuntan algunas mejoras. Por ejemplo en la estabilidad del empleo, con un salto mayor de sectores vulnerables (los jóvenes y las mujeres) en la contratación fija hasta septiembre. Pero globalmente la temporalidad, en torno al 27%, sigue casi duplicando la media europea.
También debe preocupar el retorno de los desahucios. Si bien han caído a menos de la mitad de octubre de 2020 a junio de 2021, su paso previo, las ejecuciones hipotecarias aumentaron a un ritmo cercano al doble de los trimestres anteriores. Y tendencias desde muchos ángulos positivas, como el aumento del teletrabajo, esconden, como indican datos de otros países, fenómenos de desigualdad derivada de los desniveles escolares: hace un año la mitad de los graduados de Estados Unidos podían acceder al trabajo remoto. Pero solo un 10% de quienes carecían de título.
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