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Trump afronta el cara a cara con el líder de Corea del Norte obviando las violaciones de derechos humanos

El fracaso de la reunión, que se producirá en "tres o cuatro semanas" según el presidente de EE UU, daría paso a otra escalada nuclear

Donald Trump camina en la Casa Blanca.Vídeo: SUSAN WALSH (AP)
Jan Martínez Ahrens

Estados Unidos ya tiene el camino libre. Terminada la histórica cumbre entre las dos Coreas, el presidente Donald Trump se apresta al crucial cara a cara con el Líder Supremo, Kim Jong-un. Una reunión en el filo de la navaja donde Washington se juega su prestigio, y el régimen de Pyongyang, su supervivencia. Prevista para principios de junio —"en las próximas tres o cuatro semana", ha dicho el propio Trump en un acto en Washington (Michigan)—, el objetivo de la Casa Blanca es lograr la desnuclearización de Corea del Norte. Para ello, Trump ha impuesto una estrategia de máxima presión, pero dejando atrás una cuestión clave: la violación de derechos humanos en un país sometido a una asfixiante tiranía hereditaria.

La democracia no es lo que importa. Ni la intervención militar en Siria buscó un sistema político más justo, ni el cerco a Pyongyang tiene como fin derrumbar a la tiranía más oscura del planeta. En el juego de Trump, prima el beneficio. Si el Líder Supremo, hijo y nieto de dictadores, ejecutor de su tío y envenenador de su medio hermano, garantiza la destrucción de todo su arsenal nuclear, el presidente de EE UU se consideraría victorioso.

“La falta de democracia en Corea del Norte no amenaza directamente a Estados Unidos. Ahora bien, que tenga armas nucleares, sí. El liderazgo es efectivo cuando prioriza y se enfrenta a las amenazas una a una”, explica Jonathan Schanzer, vicepresidente del think tank conservador Fundación para la Defensa de las Democracias.

Es la doctrina del América Primero aplicada a la política exterior. Se intervendrá por beneficio propio, no por ideología. “Para mí, América estará siempre en primer lugar. Pero no queremos imponer nuestra forma de vida; no buscamos la expansión territorial, no pretendemos que todos los países compartan las mismas vocaciones. […] Buscamos resultados, no ideología. Es realismo”, clamó el presidente en su primer discurso ante el plenario de la ONU.

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Este repliegue supone una garantía para sus rivales. Nadie ha de temer el choque con EE UU por una cuestión política. Tampoco Corea del Norte. Y eso le ofrece garantías de supervivencia si entrega las armas. “Para Washington, el sistema político norcoreano no es una amenaza ni hay riesgo de que se extienda. El peligro es su capacidad nuclear”, indica Jenny Town, experta del Instituto EE UU-Corea de la Universidad Johns Hopkins.

Bajo esa perspectiva, Trump se va a sentar en la mesa con Kim Jong-un con un único objetivo: la desnuclearización. El paso, sin embargo, tiene un efecto perverso. Legitima un régimen que él mismo ha satanizado.

Tensando el arco nuclear, el Líder Supremo ha pasado de ser un apestado de la escena internacional, un tirano que promueve un delirante culto a la personalidad, a un estadista que habla de tú a tú al presidente de la nación más poderosa del mundo. Que en las cárceles de Pyongyang mueran torturados los adversarios políticos o penen ciudadanos americanos ha dejado de importar. Si hace tres meses, en el discurso de la Unión, Kim era el dictador “más opresor y brutal” del orbe, ahora es un hombre “muy honorable”, como le calificó Trump el martes pasado.

La pirueta es arriesgada. Ni Bill Clinton ni George Bush hijo se atrevieron a pisar suelo norcoreano en sus fracasadas negociaciones. La repugnancia que generaban los antecesores de Kim Jong-un así como su escasísima fiabilidad lo evitaron. “Nada es fácil con Corea del Norte. Uno no puede olvidar que este régimen ha renegado en tres ocasiones de otros acuerdos. E incluso con este nuevo líder, la naturaleza del régimen ha cambiado poco”, explica Schanzer.

Para blindarse a las críticas, el cara a cara ha sido presentado por la Casa Blanca como una victoria estadounidense. El exitoso fruto de un pulso global. “Hago lo que deberían haber hecho otros presidentes”, se ha jactado Trump.

Nada más llegar al poder, el republicano puso en marcha una estrategia “de máxima presión”. Sanciones, maniobras militares, amenazas directas contra Corea del Norte. “Si nos vemos obligados a defendernos, no tendremos otra opción que destruir totalmente a Corea del Norte. El hombre cohete está en misión suicida consigo mismo”, afirmó el mandatario estadounidense ante la ONU en septiembre.

El enfrentamiento hizo temblar al planeta. Mientras el cerco se estrechaba, el Líder Supremo aceleró su programa atómico y balístico. Probó la bomba de hidrógeno y logró misiles capaces de alcanzar Washington. “Voy a domar con fuego al viejo chocho americano”, bramó Kim.

La carrera, pese a las soflamas, no iba a ser muy larga. En un país con un PIB per cápita casi cien veces menor que EE UU, no sólo el agotamiento económico hizo pronto mella, sino que Corea del Norte también perdió a su principal valedor. China, que absorbe el 90% de sus exportaciones, brindó su apoyo a Trump.

Exhausto y aislado, Kim sacó fuerzas de flaqueza y viró. Se definió como “Estado nuclear” y buscó la legitimidad por otra vía. Se acercó a Seúl, visitó Pekín, anunció la congelación del programa armamentístico, recibió al director de la CIA y este viernes cruzó por primera vez la frontera y se abrazó con el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, con la promesa de restaurar la paz en la península y desnuclearizarla.

Finalizada la cumbre surcoreana, ahora le llega el turno al cara a cara entre Trump y Kim. La Casa Blanca ha sugerido que la cita será a principios de junio, pero todavía no se ha concretado fecha ni lugar. Tampoco ha mostrado mucha euforia. La cautela sigue siendo alta.

Aunque se ha reducido la beligerancia verbal de EE UU, se mantienen las sanciones y las maniobras militares

“La cumbre surcoreana, aunque puede ayudar a reducir el escepticismo sobre Kim, no hace necesariamente más fáciles las negociaciones con Washington. Kim no se ha comprometido por escrito y quedan muchas dudas sobre cómo y cuándo será la desnuclearización”, explica Jenny Town, experta de la Universidad Johns Hopkins.

En este tramo final, la estrategia de la Casa Blanca pasa por no bajar la guardia. Aunque se ha reducido la beligerancia verbal, se mantienen las sanciones y las maniobras militares. La intención de los halcones es llegar a la mesa de negociación exhibiendo músculo. Tanto la operación militar en Siria como la presión contra el pacto nuclear con Irán han ayudado a este fin.

“Pero que nadie se equivoque, no hay forma de que Corea del Norte entregue sus bombas rápida y fácilmente. La cuestión es qué acuerdo provisional se va a aceptar, cómo lo vamos a verificar, qué tiene que entregar Pyongyang para ser creíble en la primera etapa”, afirma Michael O’Hanlon, experto Brookings Institution y antiguo asesor de la CIA.

Las incógnitas son muchas y Trump no ha contestado a casi ninguna. Esta opacidad alimenta los temores. La partida, por su propia altura, puede ser un precipicio político para ambos líderes. Un fracaso reabriría la escalada nuclear. Pero esta vez sin opción al diálogo.

El pacto con Irán, en la cuerda floja

En la Casa Blanca han anidado los halcones. Tras la derrota del ala moderada, tanto el nuevo secretario de Estado, Mike Pompeo, como el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, consideran que una ruptura del pacto nuclear con Irán tendría una alta rentabilidad política. No solo se daría cumplimiento a una promesa electoral sino que permitiría a Donald Trump llegar al cara a cara con Kim Jong-un con mayor fortaleza.

La decisión la tomará el presidente el 12 de mayo. Pero estos días no ha dejado de vapulearlo. Ante el presidente francés, Emmanuel Macron, lo ha calificado de “ridículo, demencial y ruinoso” y ante la canciller alemana, Angela Merkel, ha tachado de asesino al régimen de Teherán. Un lenguaje muy lejano al que ahora emplea con Corea del Norte. Y ello pese a que, como le recordó Macron, fue un acuerdo firmado por iniciativa estadounidense y que cuenta con la firma de Francia, Alemania, Reino Unido, China y Rusia.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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