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Salah, el refugiado sirio en primera línea de rescate en el Mediterráneo

Su tarea es aproximarse a las pateras y tranquilizar a los migrantes para que no vuelquen

Belén Domínguez Cebrián
El mediador cultural Salah Dasuki ayuda a subir al dignity I a varios inmigrantes rescatados.
El mediador cultural Salah Dasuki ayuda a subir al dignity I a varios inmigrantes rescatados.CLAUDIO ÁLVAREZ

Aunque en el Dignity I, el buque de rescate de Médicos sin Fronteras (MSF) España, toda la tripulación es imprescindible, Salah Dasuki, de 31 años tiene una misión especial: es el primero en aproximarse a las pateras para tranquilizar en inglés, francés o árabe —idiomas que maneja a la perfección— a los cientos de migrantes que se dirigen hacia una muerte casi segura en el Mediterráneo. Se siente identificado con el drama de los refugiados; él también se jugó la vida al huir de su país, Siria, y también pagó miles de euros a las mafias para alcanzar Europa, “la oportunidad de oro para rehacer una vida”, como la describe. Pero él, en cambio, “volvería mañana por la mañana a Damasco. Haya guerra o no”, asegura con una gran tristeza camuflada de sonrisa.

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Alto, sonriente y extremadamente servicial, Salah es doblemente refugiado. Nació ya con ese estigma en el campo de Yarmouk —un barrio a las afueras de Damasco y que tanto ha sufrido las consecuencias de más de cinco años de guerra— y en 2013 consiguió el asilo en Noruega. “Tardaron solo un día [en darle el asilo] tras la entrevista con las autoridades”, recuerda sorprendido. Pero para eso pasó por un duro trayecto.

Estuvo encarcelado cuatro meses por el régimen de Bachar el Asad acusado de incitar al odio por unas imágenes de unas protestas que tenía grabadas en el móvil. Al ser liberado, gracias a los contactos de su tío, se escondió durante tres semanas en un lugar que aún mantiene en secreto para abandonar su amada Siria para siempre. “Mi madre me animó”, recuerda agradecido por el empujón. Era la primera vez que su familia lo prefería lejos.

Salah estaba a punto de ser llamado a filas: “O mataba o me mataban”. Pero él se negó sobre todas las cosas a quitarle la vida a nadie y a finales de 2012 llegó a Alepo con lo puesto y, bajo los enfrentamientos entre las diferentes facciones de la guerra, contactó a las mafias para que, por 500 dólares, le ayudaran a cruzar a Turquía, donde intentó dos veces dar el salto a Europa. Primero a Alemania: “Compré un pasaporte sueco por 1.500 dólares pero no me parecía en nada al hombre de la foto. Me sacaba 13 años y se notaba bastante”, ríe desde la cubierta del Dignity I, donde descansa tumbado bajo la sombra de un toldo improvisado. Fue devuelto a Siria y regresó a Turquía una vez más. Esta vez sí que pasó pues el pasaporte que compró —por 3.000 dólares— era de mejor calidad y le permitió volar de Estambul directamente a Oslo (Noruega).

Licenciado en Económicas y Administración de Empresas, ya estaba a salvo y mientras aprendía noruego se puso a buscar un trabajo que estuviera relacionado con lo que hacía en Siria: el trato con refugiados. Él pasó seis años con UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, y de pronto se topó con Médicos sin Fronteras. Iba a ser el rescatador de los cientos de miles de personas que comparten ahora el deseo que tuvo él años atrás: huir.

La ruta que él patrulla a bordo del Dignity I es “mucho más peligrosa” que la que atravesó su abuela Yousra, su madre Rosa, su padre Khalil y sus dos hermanos, Aghyad y Farah, en octubre de 2015. “Ellos cruzaron el Egeo y luego caminaron toda la ruta de los Balcanes hasta Alemania”, donde residen a salvo en un pueblo a las afueras de Berlín gracias a que fue allí donde les tomaron las huellas dactilares por primera vez. Su mujer, Lama, reside en Dubái.

Desde hace unas semanas, Salah aprende rescatando, confiesa. Y lo hace siguiendo escrupulosamente los preceptos que indica el Ramadán: no beber ni comer durante el día, entre otras cosas. Y cuando el calor asfixia, el único consuelo que encuentra el joven refugiado es el refresco de un bloque de hielo contra su piel.

Palestino de los pies a la cabeza sueña con visitar lo que considera su tierra: Haifa. De allí huyeron en 1948 sus abuelos, cuando Israel declaró su Estado independiente sobre lo que los judíos consideran su Tierra Prometida. “Lo único que quiero es oler el polvo de mi tierra”, llora.

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