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Ensayos de persuasión
Columna
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No hay que abusar de las analogías entre 1933 y hoy, pero existen

No es tiempo de utopías factibles, sino de distopías. Y las de Huxley y Orwell nos ayudan a entender dónde estamos

'1984', película dirigida por Michael Radford y basada en la novela de George Orwell
Una imagen de '1984', película dirigida por Michael Radford y basada en la novela de George OrwellUMBRELLA / ROSEMBLUM / VIRGIN FILMS (Album)
Joaquín Estefanía

Santos Juliá, como los grandes historiadores, era muy precavido con las analogías. Estaba contra la abundancia de su uso por parte de científicos de otras materias sociales y, a veces, de sus colegas. Cuando es preciso hacerlas hay que acompañarlas de una especie de columnas mentales con los aspectos en los que se parecen las situaciones y los tiempos, y los que las diferencian. Lo muestra con claridad en su último libro póstumo, recién aparecido (Nunca son inocentes las palabras, editado por Miguel Martorell y Javier Moreno Luzón, Galaxia Gutenberg), que recoge tribunas y columnas de opinión publicadas en EL PAÍS durante tantos años, debidamente editados y ordenados.

¿Cómo matizaría Santos Juliá las comparaciones entre la España republicana, abandonada a su suerte por las grandes potencias occidentales mientras los facciosos eran apoyados por nazis y fascistas, y la Ucrania actual de Zelenski, uno de cuyos principales apoyos militares y financieros se ha pasado al otro bando, nada más llegado Trump a la Casa Blanca? ¿Qué tendría que decir de la situación de los emigrantes pobres, tratados en todas partes como manteros, y los primeros decretos de Hitler contra los judíos (los inmigrantes de antaño)? ¿Qué tiene que ver el ambiente de normalidad que, pese a las primeras medidas belicistas (en uno u otro sentido) e imperialistas del nuevo presidente americano, se observa en nuestras ciudades con aquel que describen en su intercambio de correspondencia Joseph Roth y Stefan Zweig poco antes de que estallase la Segunda Guerra Mundial? Un ambiente de balneario, dice uno de ellos.

Las analogías son siempre un terreno resbaladizo, aunque sean utilizadas como herramientas para entender el mundo, en lo que se califica como primer borrador de la historia que son los medios de comunicación. En medicina se describe como “síndrome” a un conjunto de señales y síntomas que constituyen las causas de una enfermedad o un proceso degenerativo. ¿Se debe conjurar, por una especie de superstición, la vinculación entre el síndrome de los años treinta en Europa y el actual, el “síndrome 1933” y el “síndrome Trump” (que en justicia es anterior a Trump), como hace en su libro el corresponsal Siegmund Ginzberg (Síndrome 1933, Gatopardo)?

Hoy no parece tiempo de utopías factibles, sino de distopías. Se mezclan políticas tan contradictorias como la desregulación y el proteccionismo, la libertad de la zorra en el gallinero y los aranceles. Huxley y Orwell. Con ambos nos podríamos preguntar si es la política la que altera el lenguaje o es el lenguaje el que altera la política.

Aldous Huxley fue un escritor y filósofo británico que a principios de los años treinta (se comenzaba a conocer la profundidad de la Gran Depresión) escribió un libro titulado Un mundo feliz, en el que anticipaba el modo en que la tecnología despiadada transforma radicalmente a la sociedad. Los individuos se entregaban libremente a un sistema predeterminado por su casta social. No valía la ingeniería social: cada uno sabe y acepta su lugar en el engranaje. Existe un “Estado mundial” que gobierna ese mundo feliz, sin intervenciones. Más se conoce aquí a George Orwell, periodista y ensayista británico que combatió en la guerra de España, que al menos escribió dos libros, 1984 y Rebelión en la granja, que toquetearon los efectos del totalitarismo. En el primero, publicado una vez que había terminado la Segunda Guerra Mundial y se notaban los efectos iniciales de una recuperación mundial, criticaba las técnicas modernas de la vigilancia, la policía del pensamiento, o la neolengua de la que hablábamos al principio. Huxley y Orwell son una mixtura de mundo hedonista y mundo totalitario.

En el libro citado, Ginzberg recuerda a sus lectores que las crisis siempre se producen a cámara lenta; pueden durar años. Las catástrofes llegan de golpe, pillan desprevenidos. En 1933 todo sucedió deprisa, a un ritmo vertiginoso. Y advierte: si gritamos “¡que viene el lobo!” muy a menudo corremos el riesgo de que nadie preste atención cuando aparezca. Pero existe otro riesgo: que callemos ahora, fingiendo que no ocurre algo extraordinario en el peor sentido del término.

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