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Distopías, autoritarismos, amenaza tecnológica... ¿Se acabó el progreso?

Pensábamos que el mundo iría siempre a mejor. Que alcanzaríamos mayores cotas de bienestar y de felicidad, y que lo natural es que los hijos vivan mejor que sus padres. Pero, tras décadas de avances, afrontamos tiempos de gran incertidumbre: resulta difícil imaginar un futuro en un contexto de guerras, populismos y desastres naturales. ¿Qué es hoy el progreso? ¿Aún es posible?

Progreso
Bea Crespo
Sergio C. Fanjul

El mundo siempre va a mejor. A mayores cotas de bienestar, de respeto, de felicidad. Esta idea, la idea de progreso, ha parecido natural al ser humano durante los últimos tres siglos. Está incardinada en nuestra psique y tenemos una forma cotidiana de pensar en ella: los hijos siempre vivirán mejor que sus padres. Pero la idea de un progreso lineal y ascendente ni ha existido siempre, ni tiene beneficios indiscutibles, ni parece sostenerse en tiempos de futuro abolido, cuando la civilización se da de bruces contra un muro. Los hijos, descubrimos con sorpresa, vivirán peor que sus padres. El menú de apocalipsis cotidianos nunca pareció tan nutrido en un momento en el que Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca encabezando una ola de populismos de extrema derecha que amenazan la democracia, continúan los conflictos bélicos en Ucrania y Gaza, y sobre el futuro se ciernen las sombras de la crisis climática o la tecnología desbocada. Es difícil imaginar un futuro. Y más difícil imaginar un futuro apetecible. ¿Tiene sentido pensar hoy en el progreso?

Hubo un tiempo en el que el mundo parecía estático. La gente nacía y moría, no se movía del terruño, no sabía lo que pasaba en el resto del planeta y todo permanecía más o menos igual. Los cambios sucedían lentamente y predominaba la idea de un tiempo circular, según explicaba Mircea Eliade, el historiador de las religiones de origen rumano, en El mito del eterno retorno (Alianza Editorial). En el pensamiento arcaico, los sucesos de la vida eran solo repeticiones de otros sucesos que ocurrieron en un tiempo mítico, de ahí el carácter sagrado de actividades como la caza, la pesca, el sexo y la veneración de los ancestros. Todo era repetición, igual que se repiten los días y las estaciones. A pesar de que el cristianismo puso un inicio y un fin a la historia (la Creación y el Juicio Final), en las gentes del común persistió arraigada esa sensación de circularidad.

El tiempo lineal, y con él la idea de progreso, llega con la Modernidad, fruto de la Ilustración, las revoluciones científica e industrial y sus consecuencias sociopolíticas: el capitalismo y la democracia liberal. El mundo empieza a marchar a velocidad creciente al hilván de los pensadores ilustrados y su tríada razón-progreso-bienestar. Es la época de las luces que vencen a la oscuridad medieval (una oscuridad que hoy se pone en solfa) y que conducen a nuestro mundo de avances y prodigios. Emerge la actual idea de futuro: un futuro glorioso al que nos dirigimos casi por necesidad.

“La idea de progreso creó el mundo moderno”, explica por correo electrónico Johan Norberg, autor de libros como Progreso: 10 razones para mirar al futuro con optimismo (Deusto, 2018) o Abierto: la historia del progreso humano (Deusto, 2021). Pone ejemplos de sus beneficios: la disminución de la pobreza extrema global, el aumento de la esperanza de vida o la reducción de la mortalidad infantil. “Esto ocurrió gracias a la riqueza y la tecnología, pero las personas no habrían trabajado arduamente para invertir, innovar y crear si no creyeran que sus esfuerzos podrían funcionar. Necesitamos una cultura de esperanza y posibilidad si queremos que el progreso humano continúe”, dice el historiador sueco, considerado parte de los nuevos optimistas, corriente a la que también se asocia, entre otros, al psicólogo Steven Pinker.

Críticas al sentido de la historia

Pero la luminosa idea de progreso ha cosechado fuertes críticas. Los románticos del XIX consideraban el progreso industrial como el motivo de la desconexión con el medio ambiente y la deshumanización, reduciendo a las personas a meras piezas del proceso productivo. Ya en el siglo XX, miembros destacados de la Escuela de Frankfurt, como Adorno y Horkheimer (en su Dialéctica de la ilustración), consideraron el afán de progreso, a través de la razón instrumental, como un camino hacia la dominación de la naturaleza y la alienación del ser humano; una línea que siguieron los pensadores posmodernos, críticos con los grandes metarrelatos (en palabras de Jean-François Lyotard), entre los cuales se incluía la idea de progreso (junto con el cristianismo o el marxismo). La historia no se encaminaba en línea recta hacia un futuro mejor, sino que era un tejido de procesos más complejos e impredecibles.

El área de producción de volantes en la fábrica de Ford de Highland Park, en Michigan (EE UU), en 1914.
El área de producción de volantes en la fábrica de Ford de Highland Park, en Michigan (EE UU), en 1914. Hulton Archive (Getty Images)

En suma: la civilización capitalista occidental se presentó como progreso, mientras que otras culturas eran consideradas incivilizadas y atrasadas. “Aunque el mito de la modernidad retrató la expansión occidental como una misión benevolente, en realidad estuvo relacionada con grandes atrocidades: desde la colonización genocida y la esclavización del mundo extraeuropeo hasta una cadena interminable de guerras cada vez más devastadoras o el ecocidio planetario que enfrentamos”, dice por correo electrónico el historiador alemán Fabian Scheidler, autor de El fin de la megamáquina. Historia de una civilización en vías de colapso (Icaria), donde recorre 5.000 años de historia para explicar cómo la civilización, empujada por la militarización, la expansión del capital y el control ideológico, ha llegado al borde del colapso.

El mundo actual se funda sobre las injusticias y destrozos de esa visión del hombre ilustrado que excluía, deshumanizaba y dominaba a todo lo demás, armado con las armas de la razón y la ciencia. El fin palpable del progreso, para sus críticos, son las bombas atómicas, los campos de exterminio, la destrucción del planeta. En el siglo XX, pues, la idea de progreso entra en crisis y Scheidler señala una ironía: quienes han luchado contra este tipo de progreso son los que hoy llamamos progresistas.

Porque, como señala Scheidler, no hay una única forma de entender el término: por un lado, está el progreso económico y tecnológico que persigue una mayor producción y dominio; por otro, el progreso en la manera que lo entiende el progresismo: el alcance de mayores cotas de justicia social y bienestar común. Son visiones muchas veces contradictorias. “El progreso en el sentido de desarrollo económico ya se acabó, hemos entrado en una época en la que toda expansión económica implica un deterioro de las condiciones ecológicas. Lo que necesitamos es una redistribución de la riqueza sin expansión ecodestructiva. Pero sabemos que eso no puede acontecer porque el paradigma de la acumulación y del provecho lo impide”, reflexiona por correo electrónico el pensador italiano Franco Bifo Berardi, autor de libros como Futurismos (Caja Negra). Es un callejón sin salida: Bifo no ve posible ninguna de las dos caras del progreso, ni la que promete la abundancia del crecimiento, ni la que promete una vida mejor.

“La idea moderna de progreso nació unida al propósito de caminar hacia la libertad”, apunta por correo electrónico la filósofa madrileña Clara Ramas, autora del ensayo El tiempo perdido (Arpa), donde explora la melancolía y la nostalgia asociadas a una Edad Dorada que tal vez no existió y solo imaginamos. “Pero los cimientos de la mansión de la libertad moderna fueron el petróleo y los combustibles fósiles. Hoy surge la pregunta de si esa idea de libertad es compatible con los límites de la Tierra. Mientras tanto, los millonarios hipertech siguen con su particular idea de progreso: abandonar el planeta y superar los límites fisiológicos de nuestra especie [mediante el transhumanismo]. ¿Debemos conformarnos con impugnar esa idea?”, añade Ramas.

Se extiende poco a poco una reivindicación del modelo de los cazadores-recolectores: quizás todo se estropeó hace 7.000 años, cuando, en el Neolítico, la especie humana desarrolló la agricultura y se hizo sedentaria. Es la que muestra el ensayista estadounidense Christopher Ryan en Civilizados hasta la muerte (Capitán Swing), donde pelea contra la idea neohobbesiana que considera el estado previo a esta civilización como una lucha caótica de todos contra todos. Reivindica aquellas sociedades arcaicas (todavía se dan en tribus no contactadas) más integradas en el ecosistema, más igualitarias, en las que, además, se trabajaba menos aprovechando los dones de la naturaleza. En el Neolítico no fue el ser humano quien dominó la naturaleza mediante la agricultura, sino al contrario: nos domesticó el trigo, según expone el ensayista best seller Yuval Noah Harari en Sapiens. La transición de una vida nómada con pocas horas de trabajo en tribus cazadoras-recolectoras a una vida sedentaria y ardua ligada a la agricultura llevó a la esclavitud y al control sobre la tierra. La agricultura rompió el nomadismo, generó excedentes, y, con ellos, la riqueza, la propiedad y las relaciones de poder que todavía se mantienen.

Incertidumbre y distopías

Hoy la idea de progreso se tambalea en la profusión de futuros distópicos en novelas, ensayos o productos audiovisuales. Elige tu propia aventura: guerra nuclear, cambio climático, reto migratorio, desigualdad creciente, amenaza tecnológica, crisis de la democracia, auge del autoritarismo y un largo etcétera de posibilidades en las que las cosas pueden salir fatal. En 2017, un libro colectivo publicado en España por Seix Barral, con aportaciones de figuras como Bruno Latour, Nancy Fraser, Eva Illouz, César Rendueles, Marina Garcés, Zygmunt Bauman, Slavoj Zizek o Santiago Alba Rico, ponía un nombre muy gráfico a la coyuntura: El gran retroceso.

El curso de las cosas, según este concepto, no va hacia delante, sino que se ha estancado, o, peor, va hacia detrás. “Nuestro mayor reto es que parece haberse cancelado la idea de futuro —dice Ramas—. Creo que un sentido rescatable de progreso es imaginar los futuros que se han hecho imposibles, que existieron como intentos fallidos y han quedado sepultados en el capitalismo dominante”. Pone como ejemplo, siguiendo a la pensadora feminista británica Helen Hester, los intentos en los años veinte del siglo pasado (en Viena, en Nueva York, en Moscú) de organizar el trabajo doméstico y de cuidados colectivamente. Ramas apunta: “Lo interesante no es tanto repetir el pasado tal y como ocurrió (lo que por otra parte es imposible, dada la dimensión de los retos que enfrentamos), sino apelar a lo que no pudo ser como programa de futuro”. Otras alternativas al progreso entendido como crecimiento económico ilimitado surgen en corrientes como el decrecentismo abanderado por Serge Latouche, que propone abandonar la obsesión por el PIB creciente (un índice que ignora muchas facetas de la realidad) y disminuir la actividad económica de forma sostenible, por ejemplo, reduciendo la fiebre consumista y potenciando la economía circular.

Algunas ideas de progreso actuales están vinculadas a la tecnología y a los idearios tecnoutópicos difundidos desde Silicon Valley, muchas veces mezclando injustificadamente la noción de innovación tecnológica con la de progreso social. Raymond Kurzweil, exingeniero de Google, propuso el Camino de la Singularidad: el crecimiento exponencial del desarrollo tecnológico, especialmente la inteligencia artificial, nos llevará a mediados de este siglo a ese punto de singularidad en el que lo humano dará paso a lo poshumano. Una visión deslumbrante para algunos, pero preocupante para otros, concernidos por las futuras desigualdades en el acceso a las mejoras, la pérdida de las esencias humanas o la dominación de la humanidad por formas de vida poshumanas, para las que seremos banales e inservibles.

“Lo que queda de la idea de progreso está muy vinculado a la tecnología, pero me preocupa qué tipo de individuos crea una sociedad que no puede ver su futuro”, dice al teléfono Albert J. Ribes, autor de Luz, terror, esperanza. La idea de progreso (1800-1968), publicado por Catarata. Cuando este sociólogo pregunta a sus estudiantes en la Universidad Complutense de Madrid, comprueba cómo, año tras año, se reduce el número de aquellos que creen en el progreso mientras que crece el número de los que piensan que no puede haber un futuro mejor. Es decir, que las cosas solo pueden ir a peor. “Veo muy preocupante el abandono de cualquier proyecto colectivo. Íbamos a hacer un mundo mejor, y lo íbamos a hacer entre todos. Ahora vivimos en un presente perpetuo, aislados, sin capacidad de acción colectiva. Estaría bien que pudiéramos hablar del futuro. No de un progreso automático, como el que se pensaba en el siglo XIX, pero sí de un proyecto ilusionante que realizar”, opina Ribes.

La idea de progreso, pues, tiene su defensa. “Si el progreso sucediera automáticamente, podríamos simplemente sentarnos a ver Netflix todo el día”, dice Norberg. Opina que son precisamente las dificultades señaladas las que hacen necesaria la convicción de que las cosas pueden mejorar, incluso cuando algunos de los problemas actuales, como el cambio climático, fueron provocados por soluciones previas. “Necesitamos pensar que existe una manera de avanzar e invertir en el trabajo y las innovaciones que pueden ayudarnos a enfrentar estos problemas, como las alternativas no basadas en combustibles fósiles. Si abandonamos la idea de progreso simplemente nos rendiremos, y entonces los problemas prevalecerán y nuestra civilización estará condenada”, añade. Sin olvidar que el verdadero progreso no consiste solo en avanzar ciegamente, sino también en pensar adónde queremos llegar.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.
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