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Empacho de civilización: las trampas del progreso por el progreso

Christopher Ryan apunta en un ensayo que el avance de la civilización desde el Neolítico es la historia de nuestro autoconfinamiento

César Rendueles
Escenas de cosecha, apicultura y caza, en un manuscrito del siglo XI de un texto de Opiano de Apamea.
Escenas de cosecha, apicultura y caza, en un manuscrito del siglo XI de un texto de Opiano de Apamea.LEEMAGE / GETTY IMAGES

Ian Morris contaba una anécdota que a muchos profesores de cursos básicos de sociología nos resulta familiar. A nuestros estudiantes, la forma de vida de las sociedades agrarias que existían hasta hace muy poco les resulta incomprensible, lejana y patética. En cambio, los valores de los cazadores-recolectores de hace 10.000 años les parecen atractivos, interesantes y cercanos. “Los cazadores-recolectores”, escribía Morris en Cazadores, campesinos y carbón, “se parecen al tipo de personas que podríamos cruzarnos en el bar, mientras que los protagonistas del poema épico del siglo XI El cantar de Roldán se nos antojan visitantes de otro planeta”. En las últimas décadas esa especie de sesgo nostálgico se ha ampliado a los animales no humanos. Mucha gente parece más dispuesta a aceptar su parentesco cultural con los bonobos que con los agricultores occitanos del siglo XVII.

Según el autor, somos física, social y psicológicamente propensos a sentirnos perdidos en estructuras sociales y entornos naturales alejados de los de las sociedades de cazadores-recolectores

Civilizados hasta la muerte se sumerge de lleno en esa corriente intelectual contemporánea por la que han transitado autores como Ronald ­Wright, Sebastian Junger o, hasta cierto punto, Jared Diamond. Christopher Ryan —coautor del superventas En el principio era el sexo— reúne información procedente de un amplio repertorio de disciplinas que en las últimas décadas han sacado a la luz la tensión entre nuestra historia evolutiva y las formas de organización social modernas. La revolución neolítica no fue una buena nueva, sino una reacción de emergencia a una situación demográfica catastrófica que inicialmente deterioró mucho la vida de los seres humanos: la dieta empeoró sustancialmente, las personas empezaron a convivir con animales domésticos, lo que disparó las enfermedades, se generalizaron formas de desigualdad que hasta entonces habían sido cuidadosamente evitadas…

Para Ryan lo que llamamos civilización es una huida hacia delante colectiva que trata de paliar el resultado histórico, ya irreversible, de ese giro calamitoso que se produjo hace unos 10.000 años. Desde su perspectiva, el resultado es mediocre: somos física, social y psicológicamente propensos a sentirnos perdidos en estructuras sociales y entornos naturales crecientemente alejados de los de las sociedades de cazadores-recolectores, que es la forma exclusiva en la que la especie humana se ha organizado durante más del 90% de su historia. Nuestros cuerpos y nuestras mentes fueron modelados a lo largo de miles de años para vivir en comunidades de iguales muy cohesionadas, sin apenas jerarquías, nómadas y con cargas de trabajo que harían suspirar de envidia a un aristócrata. Para Ryan el avance de la civilización desde el Neolítico es, en esencia, la historia de nuestro autoconfinamiento en zoológicos humanos en ruinas, en los que malvivimos con toda clase de malestares y sufrimientos sobrevenidos.

La argumentación de Ryan está muy marcada por las teorías con las que polemiza. En buena medida, es una respuesta a un batallón de progresólogos enfurecidos que, liderados por Steven Pinker y Matt Ridley, han cavado una trinchera intelectual desde la que defienden la vanguardia civilizatoria occidental, denostan el pasado como una época universalmente oscura, dolorosa y cruel y retratan a los escépticos de ese paradigma panglosiano como cascarrabias narcisistas. Al menos en ese sentido, el ensayo de Ryan es eficaz. No sólo señala las abundantes inexactitudes de autores como Pinker —en su caso es ya casi un rasgo estilístico— relativas, por ejemplo, a los niveles de violencia de las sociedades arcaicas. También pone sobre la mesa algunos dilemas de nuestra historia reciente que interpreta, de una manera sugerente, como el producto de un exceso de civilización: la fragilización de las relaciones sociales, la pandemia de enfermedades mentales, los efectos corrosivos de la desigualdad, la conflictividad adolescente o la represión sexual.

Las disputas sobre la relación, de avance o retroceso, de nuestro tiempo respecto al pasado son un elemento estructural de la modernidad al menos desde la Ilustración. Lo característico de la formulación contemporánea de esa vieja querella es que tiene un tono más empírico que filosófico: se discute cuántos pobres hay en el mundo, el aumento o la disminución de muertes violentas o los incrementos en la calidad de vida. En cierto sentido, supone una mejora respecto a los debates tradicionales puramente especulativos. Pero lo que se gana en exactitud tal vez se pierda en sofisticación argumentativa.

La crítica filosófica del ideal de progreso nunca se ha basado en la nostalgia de un mundo pasado o en la negación del avance tecnológico, económico o moral, sino, más bien, en el rechazo de la idea de direccionalidad e irreversibilidad histórica. Lo que discutían Nietzsche o Walter Benjamin era la existencia de una perspectiva general —ya sea la de Dios o la de la razón— que unifique los distintos avances parciales en un progreso histórico congruente. Ningún avance es absoluto, sino que depende del punto de vista concreto desde el que se observe: por ejemplo, un progreso tecnológico puede ser entendido como un retroceso moral o médico, y viceversa. El corolario de esta crítica es que la historia humana es un depósito de posibilidades que podemos actualizar y reformular. Para bien o para mal, no tenemos por qué dar nada por perdido.

De alguna manera, Ryan comete un error simétrico al de Pinker: realiza un juicio sumarísimo y vehemente sobre un problema inconmensurable. Las sociedades contemporáneas son complejas y muchas de las características que Ryan atribuye a la sobrecivilización son específicas de algunas versiones del capitalismo. Los niveles de cohesión social o desigualdad, por ejemplo, varían mucho de un país a otro. Tal vez por eso Ryan es extremadamente vago respecto a las vías para paliar nuestro supuesto déficit de naturaleza. En principio, no parece contemplar la posibilidad de que 7.000 millones de seres humanos se conviertan hoy en cazadores-recolectores. Se contenta con mejorar el zoológico humano aproximándolo a las condiciones en las que supuestamente la evolución nos ha preparado para vivir. Pero lo poco que dice de las medidas concretas que permitirían avanzar en esa dirección es sorprendentemente modesto.

Ryan apuesta por los sistemas de seguridad social europeos para evitar los efectos más destructivos de la desigualdad, la colaboración en las redes digitales para mejorar la cooperación… y el uso de drogas psicodélicas para aumentar nuestra paz espiritual. “¿Qué ocurriría”, se pregunta Ryan, “si en nuestras vidas modernas introdujéramos estratégicamente el pensamiento cazador-recolector, por ejemplo, y reemplazáramos las estructuras multinacionales jerárquicas por redes progresistas de pares y colectivos organizados horizontalmente?”. No parece que Wall Street y el FMI estén temblando de miedo ante esa amenaza troglodita. Y no está muy claro si relacionar algunos problemas de nuestras formas de vida con malestares milenarios es una buena manera de afrontar sus raíces o más bien es una excusa neohippy para evitar asumir los conflictos políticos de nuestro tiempo.

Autor: Christopher Ryan.


Traducción: Lucía Barahona.


Editorial: Capitán Swing, 2020.


Formato: tapa blanda (288 páginas, 20 euros) y ebook (9,49 euros).


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