Vivimos en la era de la revancha
El mundo se precipita a una época turbulenta. Resentimientos acumulados marcan el cambio en las relaciones de los distintos bloques políticos, escribe el periodista Andrea Rizzi en un libro del que ‘Ideas’ adelanta un extracto
El 9 de septiembre de 2024 el Gobierno alemán, con el socialdemócrata Olaf Scholz al frente, anunció su decisión de restablecer controles temporales en las fronteras invocando una excepción al régimen de libre circulación de personas de Schengen. La medida fue una respuesta al fuerte auge de la ultraderecha y al descalabro de la coalición gubernamental –con verdes y liberales– en unas elecciones regionales en el este del país, celebradas a su vez poco después de un ataque letal perpetrado con cuchillo por el cual se detuvo como presunto responsable a un solicitante de asilo sirio. El líder de los democristianos alemanes llegó a pedir en esos días el fin de la aceptación de refugiados sirios y afganos, dando razones a quienes piensan que Occidente cree en los derechos humanos solo cuando sirven para proteger a blancos cristianos. Una década después de la extraordinaria apertura de puertas de la Alemania de Angela Merkel a un millón de refugiados sirios que deambulaban desesperados por el corazón de Europa, la decisión de Scholz culminaba un rotundo giro político bajo la presión de las narrativas e ideologías nacionalpopulistas. Era el enésimo viraje de Alemania en la legislatura del Gobierno tripartito en medio de las aguas turbulentas de la era de la revancha. Antes, tras la invasión rusa de Ucrania, había anunciado un revolucionario cambio en la mentalidad militar e implementado un abrupto corte en el suministro energético ruso que alimentaba su economía desde hacía décadas.
Los cambios que con gran dificultad aborda Alemania son un destello iluminador de un tiempo de reconfiguración y fragmentación.
En la dimensión internacional vemos el rediseño de estrategias, alianzas, relaciones, como con la ampliación de la OTAN y de los BRICS, un acercamiento entre regímenes orientales o entre democracias del Atlántico y del Pacífico. Observamos el cambio de la globalización, que se reajusta por la voluntad de reducir riesgos de dependencia de adversarios imprevisibles. Asistimos al resurgir de fronteras, vallas, barreras arancelarias, y a un repunte del gasto militar. Contemplamos cómo algunas organizaciones internacionales se atrofian, y algunos tratados de control de armas colapsan. El multilateralismo no está muerto, como señalan los consensos alcanzados en el G20 y en la COP-29 de 2024. Pero el contenido nulo (G20) o mínimo (COP-29) de esos consensos alerta de que la enfermedad es grave, de que puede haber excepciones, pero la norma es la disfunción. Mientras, el centro de gravedad económico se desplaza desde el Atlántico Norte hacia el Indopacífico; el centro de gravedad político, desde un liberalismo globalizado hacia el nacionalpopulismo; el centro de gravedad del poder, desde instituciones públicas a gigantescas empresas tecnológicas privadas.
A la vez, asistimos a una democracia que parece seguir debilitándose, como indican muchos estudios y avalan datos esclarecedores. Un informe del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, por ejemplo, señala que entre mayo de 2020 y abril de 2024 una de cada cinco elecciones fue discutida con impugnaciones, boicots o violencia, cuando hace cuatro décadas el dato era de menos del 4%. En paralelo, la tasa de participación media bajó del 65% al 55% en los últimos quince años. Al cierre de 2024, un año electoral extraordinario con casi la mitad de la población mundial llamada a las urnas para elecciones presidenciales o legislativas en alrededor de setenta países, el balance tiene claroscuros, y las sombras son inquietantes. En países como la India y Sudáfrica se han registrado esperanzadores retrocesos de discutibles fuerzas en el poder, pero en muchas otras se detectan desarrollos siniestros. La victoria electoral de un delincuente condenado y manifiesto peligro democrático en EE UU es una señal demoledora. El asalto a la democracia ya no es solo el del Kremlin –con sus tanques en Ucrania y sus interferencias electorales en tantos países– o el de una turba de radicales contra el pacífico traspaso de poder en la principal potencia del mundo, sino también uno desde la Casa Blanca, cuidadosamente planificado y hasta anunciado en sombríos días de inicio de primavera.
El viejo orden se deshace, se despedaza. En el desorden, prospera la impunidad, que no es nueva pero prolifera gracias a la ruptura de equilibrios y la parálisis de instituciones. Prosperan también, gracias a la irrupción de las plataformas digitales, narrativas manipuladas, incendiarias, que dividen y enfrentan. La victoria de Trump promete dar un enorme impulso a todo eso: reconfiguración, fragmentación, erosión democrática, manipulación del debate público. Demagogos, tiranos y oligarcas avanzan.
Estos desarrollos no deben inducir al catastrofismo. Asistimos a avances admirables y, en ciertos aspectos, vivimos en el mejor mundo que ha existido nunca. Un dato que dice mucho: en 2001, punto de partida de este relato, la esperanza de vida media mundial era de 66,8 años; en 2023, de 73,2. En aquel entonces, solo un 14% de los parlamentarios en todo el mundo eran mujeres; hoy constituyen el 27%, todavía lamentablemente insuficiente, pero mejor. Otros elementos importantes, como la alfabetización, han avanzado hacia picos inauditos. Además, hay que recordar que a veces, de forma sorpresiva, la humanidad da grandes saltos hacia delante. Pocos hubiesen imaginado antes de 1989 la pacífica caída del Muro de Berlín. O, hace unos años, los recientes avances en la concienciación de la lucha contra violencia de género. Por otra parte, aunque improbable, no es imposible que tanto el conflicto de Ucrania como el de Oriente Próximo se calmen pronto. Pero incluso si esto ocurriera, ello no eliminaría las causas de fondo de las turbulencias de la era de la revancha. Las convulsiones, con toda probabilidad, seguirán, y, sin el cuidado adecuado, las que sufrimos hoy pueden acabar revelándose los prolegómenos de un auténtico estallido revolucionario.
La vigencia de un orden internacional –el conjunto de instituciones, normas y patrones que guían las relaciones entre Estados– se apoya de manera fundamental sobre dos pilares que hoy tiemblan: la estabilidad de la relación de fuerzas que lo configuró y su legitimidad en la opinión de sus miembros. En ambos conceptos el momento actual resulta inestable, vertiginosamente imprevisible. En el primer pilar, el reajuste en lo que va de siglo es fuerte y rápido, sobre todo por el auge de China, pero también por la adquisición de protagonismo y vigor de otros países. Esto consolida la voluntad, y la fe en la capacidad, de reconfigurar el orden de una manera que refleje esa nueva realidad, porque la relación de fuerzas ha cambiado. El segundo, el de la legitimidad, es una herida que sangra. El actual es un orden injusto e ineficiente. No refleja el mundo de hoy, es incapaz de ofrecer soluciones, beneficia a algunos y perjudica a otros en grados extremos e inaceptables.
La iniquidad representativa es evidente. Dos ejemplos: el Consejo de Seguridad de la ONU, con cinco miembros permanentes y poder de veto definidos tras la Segunda Guerra Mundial, entre los cuales están Francia y el Reino Unido pero no la India, el país más poblado del mundo, con una economía ya mayor que las de los dos europeos; y las instituciones financieras internacionales, como el FMI, donde China dispone de un 6% de los derechos de voto frente a un 5,3% de Alemania, cuando su PIB es cuatro veces superior; o, de nuevo, el caso de la India, que dispone de un 2,6%, mientras que Japón, con un PIB muy poco superior, tiene un 6,1%. Ambos casos son absurdos. La iniquidad distributiva no solo es evidente, sino estomagante: ciertos países y actores socioeconómicos se benefician en proporciones desaforadas, mientras otros sufren pesadas consecuencias. (...)
Tanto el cambio en los balances de fuerza como la escasa legitimación del orden alimentan, pues, demandas de cambio. Estas son justificadas. El reto es conducir ese cambio no en la dirección involutiva que desean algunos regímenes autoritarios o fuerzas nacionalpopulistas, sino en una de progreso.
Para ello, no hay otro camino que un gran esfuerzo reformista que tenga en cuenta los nuevos equilibrios de poder y demográficos, los abusos cometidos, las reivindicaciones legítimas, rechazando a la vez instancias que buscan relativizar los derechos humanos y la democracia, que pretenden doblegar los principios de soberanía e integridad territorial. Los países occidentales, que tienen una posición de primacía, deberían encabezar ese movimiento de profunda reforma que exige concesiones de su parte, que suponen en algunos casos reducir su cuota de poder, en otros sacrificios económicos. Ese camino de reforma podría aumentar la adhesión a un orden que mantenga valores que deben ser preservados. Hay que detener la actual tendencia de insatisfacción y desconfianza, de resignación, en la que proliferan iniciativas que fragmentan el mundo, haciendo añicos el sueño del multilateralismo –de unas relaciones internacionales encarriladas a través de instituciones, normas, diálogos, negociaciones–. Desde Oriente y el Sur se promueven estructuras alternativas. Multitud de países tratan de sacar provecho de la competición entre los gigantes geopolíticos a través de alineamientos múltiples. La tendencia, pues, es de descomposición. Hay que lograr invertir de nuevo el movimiento del péndulo de la historia.
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