La profecía incumplida de ‘Un mundo feliz’: no se puede escapar a lo que nos hace humanos
Nuevos autores como Katixa Agirre, Jorge Carrión o Ted Chiang exploran el camino que abrió la distopía de Aldous Huxley, aunque concluyen que la deshumanización resulta imposible
El año 1958, Aldous Huxley, atormentado por la forma en que aquello que había narrado en Un mundo feliz, su clásico de 1931 sobre una sociedad por completo entregada a un cruel hedonismo al que le trae sin cuidado vivir bajo totalitarismos, se estaba haciendo realidad, publicó una serie de ensayos bajo el título de Nueva visita a un mundo feliz. “Cuando escribí Un mundo feliz, en 1931, estaba convencido de que disponíamos aún de muchísimo tiempo antes de que se cumpliera lo que predice, y no es así”, escribió. Entre sus vaticinios figuraban desde la servidumbre —”hecha aceptable mediante dosis regulares de bienestar químicamente inducido”—, hasta la pérdida de la libertad individual en pos de una colectividad informe —y “una sociedad completamente organizada”—, acelerada por “una deshumanización paulatina y sin solución”. Al respecto, consideró que nuestro deber, en cuanto seres humanos, era tratar de luchar contra ella.
¿Pero es esa deshumanización posible? La ficción especulativa, desde Huxley, ha tratado de dejar claro que no. Ahí está John el Salvaje, el personaje de Un mundo feliz que ejerce, desde su humanismo animal, una libertad de la que no gozan el resto de sofisticados habitantes del Estado Mundial. Los ciudadanos son felices, considera John, pero su felicidad es artificial, “sin alma”. La desesperada búsqueda de algo vivo que cuidar en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, es también un intento de esquivar un narcótico presente en el que nada parece tener sentido y el ser humano es una pieza más de un engranaje moribundo. La falta de empatía en los astronautas que aterrizan en el Marte que ideó Ray Bradbury para Crónicas marcianas contrasta con la ilusión de los colonos y representa la tecnología que nos está desalmando.
Se diría que Katixa Agirre (Vitoria, 41 años) se suma a esta apuesta por la imposibilidad de la deshumanización en su última novela, De nuevo centauro (Tránsito). La protagonista, Paula Pagaldai, es una escritora de un futuro cercano que viaja a París para documentar el paso de Mary Wollstonecraft por la ciudad. Está trabajando en traer de vuelta a la madre de Mary Shelley en un módulo virtual que va a permitir a cualquiera vivir exactamente el mundo que ella vivió. Porque en la sociedad de la novela no existe el tiempo ni el espacio. Ni siquiera la realidad. Las gafas Oftal y un curioso traje “sintiente” te permiten ser otra persona y sentir como tal en cualquier momento. Se ha dejado de viajar, han cerrado los hoteles. El mundo es espejismo y sueños cumplidos. Y, pese a ello, hay quien huye. Se rebela volviendo a tocarse, estando, sin más, en el mundo.
“Creo que vivimos esa tensión de amar los filtros de Instagram y al mismo tiempo querer llegar a tocar el cuerpo que pueda esconderse detrás. Y por mucho que mejore la simulación digital, por mucho que consigamos engañar nuestra percepción, la necesidad del cuerpo, su rotundidad inapelable, siempre va a volver. Si me siento sola, quiero sentir la piel de otra persona junto a la mía, una pantalla no sirve”, apunta Agirre. “Hay toda una corriente trans y poshumanista que aboga por dejar atrás el cuerpo definitivamente y convertirnos en conciencia digital, vagando por el universo para toda la eternidad. Se trata de una fantasía a mi entender muy triste. ¿Para qué quiero la inmortalidad sin un cuerpo con la que disfrutarla? Es más, ¿para qué quiero vida si no va a haber un punto final que le dé sentido?”, añade.
Para Jorge Carrión (Tarragona, 46 años), autor de la utópica, y a la vez distópica, Membrana (Galaxia Gutenberg), “no existen épocas más o menos humanas”. “¿Son menos humanos los guerreros que los chamanes? ¿Es más humana una pareja que engendra naturalmente que una que lo hace a través de in vitro? ¿Es más humana España que Qatar? El ser humano ha sido tecnológico desde siempre. Muchos animales, como los pájaros o los cocodrilos, usan herramientas. Eso no los hace menos animales. No los desanimaliza. El humanismo, como estrategia crítica e informada para pensar el mundo, solo puede seguir vigente si se olvida de ficciones absurdas como que la tecnología nos aleja de algún tipo de esencia. Desde las hogueras y el arte rupestre, como nos recuerda Werner Herzog, somos tecnohumanos”, considera.
En Membrana ocurre que el ser humano ya no existe. Y, como lectores, visitamos un museo creado por algoritmos —un ente plural, las Abuelas—, que idolatran lo perdido y tratan de reconstruirlo, inútil y melancólicamente. Nos han perdido y con eso se han perdido también a sí mismos. Al escritor le interesaba “trabajar la idea de que la inteligencia artificial puede ser más humana que nosotros”. “Creo que estamos pasando del antropocentrismo al biocentrismo. Así puede leerse la gestión de la pandemia: como una lectura estadística de la vida colectiva”, dice. Sin embargo, “los móviles nos han vuelto narcisistas. Somos la generación más narcisista de la historia de la humanidad”. Es decir, en algún sentido estamos negándonos a aceptar esa pérdida del centro. ”Membrana habla sobre todo de eso, que es una paradoja: cómo crear una narrativa que desplace a lo humano del centro, aunque en su centro por supuesto estoy yo”.
En su última colección de relatos, Exhalación (Sexto Piso), Ted Chiang (Nueva York, 55 años), insiste en que es imposible escapar de lo que nos hace humanos. Sus textos son casi parábolas filosóficas enviadas desde un futuro en el que el ser humano es más consciente que nunca de lo que podría perder si dejase de serlo, en el sentido al que apelan Huxley, Dick, Bradbury, la Margaret Atwood de Por último, el corazón (Salamandra) y cualquier escritor de ficción especulativa que tema la idea del cambio que impone la tecnología. Porque, al final, se trata de eso. “La ciencia ficción es un género poderoso porque explora la inevitabilidad del cambio”, afirma Chiang, y ante el extremo de ese cambio —la deshumanización, hoy potenciada por la virtualización— impone un regreso a lo esencial. A lo que sigue ahí cuando la pantalla se apaga.
Babelia
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