Los trabajadores de tus vacaciones
Estamos en la apoteosis del veraneo. Y para buena parte de la población lo que toca es hacer la temporada. Son ellos quienes ponen el cuerpo para que los turistas disfruten. ¿Por qué se ha asumido que la vida de estos trabajadores vale tan poco?
Nos encontramos en el punto álgido del verano, en su momento de máxima expresión, en su apoteosis. Julio y agosto son los meses por excelencia del descanso, aunque no en su totalidad, sino en trocitos. En esta época se van alternando las amistades que han podido cogerse unos días, una quincena o incluso cuatro semanas, dentro de este binomio inseparable en el que siempre hay alguien de vacaciones.
El calor que protagoniza el estío da una tregua a los cuerpos, que durante unas semanas se desentienden de tener que vestir abrigo, cargar con paraguas o tener que llegar temprano a casa. Se podría decir que es una época sencilla, amable, en la que los árboles nos regalan sus frutos y el sofá nos espera a cualquier hora. Además, desde la más inocente infancia, nos hemos acostumbrado a que el final de junio trajera de la mano la despedida de los libros de texto y el tiempo de libertad total, un parón que permitía la experimentación y el forjado de la propia personalidad con nuestros iguales, que también estaban de vacaciones.
Pero el verano es la estación más polisémica de todas. Aunque para el imaginario colectivo genérico su llegada es un deseo que se cumple cíclicamente, para buena parte de la población el verano es la época en la que aprovechar la temporada alta para buscar empleo y trabajar. También es el momento en el que aprovechar la temporada alta, por si acaso, porque nunca se sabe. Para este grupo de personas hubo un día, ubicado en una tarde cualquiera de su adolescencia, cuando se dieron cuenta de que las vacaciones en verano ya no eran para ellos. Julio y agosto existirían de otra forma, pasarían a otro ritmo, y tendrían que habituarse a vivirlos disfrazados con un atuendo incómodo que nunca podrían elegir.
No pasan inadvertidos. No sabemos verlos. Fíjate bien: en el transporte público, sobre un patinete, caminando ligero o saliendo de un aparcamiento subterráneo. Llevan pantalones y zapatos negros y es muy probable que también una mochila. En ocasiones, una camisa recién planchada colgando de una percha. Están recién afeitados, huelen a limpio, bien peinadas y con el maquillaje aplicado en su justa medida. Cada cual tiene un destino concreto: un bar, una cafetería, un restaurante o un chiringuito con una clientela que le espera, una clientela que no sería nada sin su camarero. Pero, ¿y este? ¿qué sería sin los comensales a los que presta servicio sin pausa durante esas calurosas jornadas?
No resulta difícil adivinar si un camarero entra o sale, si una camarera está a punto de comenzar la jornada o si acaba de terminar. Las ocho, diez o doce horas de servicio ensucian, despeinan y agotan, y la vuelta a casa está protagonizada por un tufo a carne a la brasa o pescado frito que difícilmente se desprende de la ropa y de los sentidos. Además, las lógicas en las que basamos nuestra alimentación marcan el tiempo de trabajo en el sector servicios. Nadie termina un turno a las 14.00 ni entra a trabajar a las 22.00. A las horas en las que tenemos por costumbre comer en este país, contamos con un séquito a nuestra disposición, desperdigado por toda la geografía, repartidos en unos 280.000 establecimientos, chispa más o menos, en los que está todo a punto para que, quien tenga dinero, pueda ejercer su derecho a que le pongan la comida por delante. Mientras, los camareros comerán a las 17.00 o a las 24.00, en un gesto alimenticio que, en ese horario, no tiene nombre.
A día de hoy, el personal de bares, hoteles y restaurantes ya habrán cogido el ritmo. Incluso se habrán acostumbrado al verano. Aun así, y a diferencia de los clientes (que empeñarían un riñón por hacer infinita esa semana en la playa sin muchas responsabilidades ni jefes a los que rendirles cuenta), estarán deseando que pase, que termine. Desean que llueva, que se nuble, poder sentarse a descansar las piernas después de unas cuantas carreras entre la cocina y la sala. Esto no implica que quieran dejar de trabajar ni dejar de ganar su sueldo, pero ¿no es un derecho de la condición humana sentir ese anhelo por poder hacer las cosas bien, sin prisa, sin bullas, sin quejas, sin estrés?
Los jornaleros del turismo hubo un día en el que asumieron que las vacaciones de verano ya no eran para ellos
Durante el verano, la población de los lugares turísticos aumenta de forma exponencial, llegando a triplicarse en algunas ciudades. Es por eso que muchos hosteleros solo explotan su negocio y a su personal durante la temporada, cerrando sus instalaciones y abandonando a la plantilla el resto del año. Es tanto el beneficio que para qué complicarse. En muchos casos no existe ningún compromiso con la clientela local ni con la actividad que ejercen. La hostelería, según el modelo que se está implementando hoy en día, es, en la gran mayoría de los casos, una forma más de especulación con el tiempo y la vida de las personas. En julio y agosto hay mucho trabajo, pero las plantillas son siempre insuficientes. Es por ello que tanto en el salón, como en la barra y en la cocina, no resulta difícil ver a los trabajadores corriendo de un lado para otro, sudando, a veces gritando, normalmente despersonalizados.
Esta temporada alta asumida, que comienza con una operación salida y termina con una operación retorno, y que genera a corto plazo un síndrome posvacacional, es el tiempo que saben con seguridad que no les pertenece. Es el tiempo de los que salen, retornan y sufren el pos, no es el tiempo de la población local y sus quehaceres. Tampoco el espacio de la gente que vive en los lugares turísticos les pertenece durante estos días, en los que las calles llenas de terrazas y paseantes perdidos y sin prisa obstaculizan y ocultan el discurrir del día a día necesario también al terminar agosto. La camarera, los días de verano, tendrá que darse un poquito más de prisa siempre, salir antes de casa para que la acumulación de coches en la carretera no le haga llegar tarde, montar antes las mesas, tomar los pedidos con más brío. Hay tanta gente que quiere consumir al mismo tiempo que cada segundo cuenta, no se puede divagar ni dejar la mente en blanco ni un momento. Un fallo en la comanda podría ser fatal.
Mientras el cliente busca la experiencia del sosiego y el disfrute, a quienes les toca poner el cuerpo para que los demás puedan descansar son exprimidos día a día, soportando jornadas incuestionables que duran más horas de la cuenta. Una mañana de julio, en un chiringuito de la Costa del Sol, un cliente se atrevió a decirle a una camarera que qué suerte tenía de trabajar allí, con esas vistas tan bonitas al mar. La empleada asintió por defecto y por un momento estuvo de acuerdo, se dio cuenta de lo bella que era aquella playa, solo por un instante. Pocos segundos más tarde la llamaron de una mesa para pedirle alguna cosa, y la camarera no volvió a pensar nunca más (inconscientemente, por supervivencia) que nada de aquello era bello.
Independientemente de las bondades que pueda presentar un lugar, lo que determina que ese sitio sea de disfrute depende exclusivamente del acceso que se pueda o no tener al disfrute. Los camareros en verano no tienen tiempo, no pueden ir a la playa, no pueden comer bien ni dar un paseo. Además, muchos trabajan en establecimientos con unos precios que no podrían permitirse. Sí pueden acostarse tarde, llegar a casa con el sueño cortado pero cansados, tomar pastillas para dormir o para el dolor, consumir drogas de vez en cuando para olvidar. Todo eso, en cierta manera, se les permite. Es por eso que las familias de los camareros y las camareras no les ven casi, aunque habiten la misma casa. Hay tantas horas que echar ahí fuera, tanto trabajo, que se asume la ausencia. Cuando las ven será sin tiempo, arreglándose para irse, comiendo algo rápido o quitándose la ropa para abandonarse al merecido descanso.
Los camareros pueden ir a la playa y dar un paseo, pero ¿cuándo? Algunos establecimientos conceden un día libre a la semana, dos como mucho, y en muy pocos casos. Estos días no serán un domingo ni un viernes y mucho menos un sábado, si no entre el lunes y el miércoles. Esas horas de libertad pactada normalmente se invierten en hacer los mandaos imprescindibles que no han tenido cabida, también en descansar. Los sitios turísticos están también disponibles para las camareras, pero no es su función la de turistear, por lo menos no en verano. En otros sitios se impone que en verano no se descansa, y pueden pasar tres o cuatro meses en los que la plantilla tiene que estar disponible día tras día. ¿Por qué se ha asumido que la vida de los camareros, las limpiadoras o el personal de mantenimiento vale tan poco? Esta situación se da de igual manera en quienes trabajan en el campo o las trabajadoras del hogar, personas que se ven privadas de un tiempo propio de calidad. La jornada laboral debería incluir el tiempo de recuperación. Los días de descanso, por lo menos esos días, que no son muchos, deberían poder invertirse en algo propio, elegido, con la energía suficiente para ello.
Las ocho o doce horas de servicio ensucian, despeinan y agotan, y la vuelta a casa lo protagoniza un tufo a pescado frito
Anteriormente hemos señalado la forma de identificar si un empleado está entrando o saliendo de su trabajo, pero ¿cuándo empieza la jornada de la camarera? Es bien sabido que el final de la misma es siempre indeterminado, se ha asumido al igual que tantas otras injusticias laborales, pero el comienzo es más difuso. ¿Comienza cuando el encargado le pide a un camarero que de camino al trabajo compre algo que falta para el servicio?, ¿cuando pone la lavadora con el uniforme?, ¿cuando habla con su madre para que se quede con los niños?, ¿cuando se echa el tinte?, ¿cuando un turista le pregunta por una parada de taxi? Es difícil dilucidar el límite, esa frontera que separa el trabajo de la vida propia en los entornos dedicados al turismo. Estos se están expandiendo, multiplicando, llegando a rincones insospechados y acabando en muchos casos con su idiosincrasia. Más visitantes implica más población sometida a sus necesidades, más población sin tiempo.
Somos, afortunadamente, una especie interdependiente. Durante el día a día necesitamos acudir a alguien que nos ayude, alguien que maneja una disciplina que requiere una maña y sabiduría que nos es ajena, como mecánicos, costureras, abogadas o peluqueros. Todas las personas dependemos de las demás y aportamos lo necesario. En esta situación, el turista se coloca en el mundo como un ser abandonado, dependiente, inútil, que necesita de todos los cuidados, desde los más básicos hasta los excéntricos, que se enfada si no se le proveen. El turista, en este circuito de servicios, no puede aportar nada, no es esa su función. Por ello la población que lo recibe debe cuidarlo, adoptarlo y hacerse cargo de sus demandas: comida, sueño, bebida, cultura, entretenimiento, amor. El veraneante no es nunca autosuficiente y lo único que puede aportar al lugar que visita es su capital, un dinero que pocas veces repercute en la economía local. El visitante tiene todo el tiempo del mundo, una situación imposible, que se basa en que las personas que lo reciben no tengan el suyo.
Ser camarero en muchas ocasiones no es una decisión, es simplemente lo que hay. Cumplen una función necesaria para que la industria turística mantenga sus engranajes bien engrasados a través de su sacrificio. El tiempo más codiciado en la industria es el de los más jóvenes, que todavía no se quejan, no tienen achaques y gozan de una agilidad recién estrenada. Un turista no es nada sin un camarero, tampoco el grupo inversor que invierte en hostelería. Un camarero sin un turista y sin un jefe no existiría. Sería otra cosa, y tendría tiempo.
Ser camarero en muchas ocasiones no es una decisión, es simplemente lo que hay. Cumplen una función necesaria para que la industria turística mantenga sus engranajes bien engrasados a través de su sacrificio. El tiempo más codiciado es el de los más jóvenes, que todavía no se quejan, no tienen achaques y gozan de una agilidad recién estrenada. Un turista no es nada sin un camarero, tampoco el grupo inversor que invierte en hostelería. Un camarero sin un turista y sin un jefe no existiría. Sería otra cosa, y tendría tiempo.
Ana Geranios (Algeciras, 1988) es periodista y autora de Verano sin vacaciones. Las hijas de la Costa del Sol (2023, Piedra Papel Libros). El libro cuenta su experiencia como camarera y como hija de camarero.
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