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LA CASA DE ENFRENTE
Columna
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Las vacaciones o el arte del vacío

El vaciado perfecto es una playa llena de gente. Perseguir espacios vacíos no garantiza el vacuo y anhelado placer

Nuria Labari
Bañistas en una playa de San Lorenzo (Gijón), este 22 de julio.Paco Paredes (EFE)
Nuria Labari

La palabra vacación proviene de la palabra latina vacatio y esta a su vez viene del verbo vacare, que significa estar vacío o desocupado. De modo que las vacaciones son, en su sentido etimológico, un periodo de vacío. A mí me molesta asociar mis vacaciones con la vacuidad cuando, en realidad, lo que siento es que me relleno de mí cuando me desocupo. A veces creo que lo que me vacía de mí es precisamente lo que me ocupa durante todo el año. Y, sin embargo, llego tan cansada a ese momento de desocupación que realmente deseo vaciarme de todo, hasta de mí. Ese vaciado es un arte imprescindible para que el cansancio se borre, la urgencia se atenúe y el contorno de las cosas vuelva a dibujarse. Estar de vacaciones requiere, pues, dominar el arte del vacío.

Supongo que existen tantas maneras de “vaciado” como trabajadores, aunque para mí el vaciado perfecto es el que ofrece una playa llena de gente. En contra de lo que pueda parecer, perseguir espacios vacíos, calas desiertas o parajes recónditos, no garantiza en modo alguno el vacuo y anhelado placer. Las ideas del trabajador agotado gritan tan fuerte que el silencio puede ser peor invento que el cortisol, pues el alma cansada podría llenarlo de preocupaciones y malos presagios. Si además en ese silencio se adentran, no solo las preocupaciones, sino el precio personal y social que pagamos por el periodo de vacío (hay que sumar el alquiler nacional, el calor made in crisis climática y el extractivismo turístico), el trabajador puede llegar a sentirse más atormentado cuanto más remoto (y caro) sea el paisaje.

Acompáñenme un momento a esa playa bien llena, cuanto más cerca la toalla vecina, mejor. “Cuidado con la arena. ¿Pero te llevas la bolsa?”. El rito exige tratar de poner un rostro a cada frase. “La suerte de la fea, la guapa la desea”. Las palabras no vienen todas del mismo lugar, ni de la misma conversación. “Os vais a quedar mucho hoy, ¿no? Pues me voy a por el coche y os subís después en el autobús”. Escuchen como se trenzan las historias. “No cumplas ochenta, no cumplas ochenta, abuelito, que los mayores se mueren”. Dejen que la ligereza lingüística de la vida desocupada haga su sanador efecto. “Yo tenía frío en Benidorm. Te juro que la última semana, en Benidorm tenía frío. Mónica, cuidado con la arena que si saltas así, a la hermanita le entra arena en la boca y al final se la come”. Esta actividad debe durar entre dos y tres horas sin interrupción hasta que los pensamientos intrusivos se queden sin espacio. “¡Necesito la toalla! ¡Necesito la toalla!”.

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Después del vaciado puede empezar, por fin, la anhelada vida ociosa, que nada tiene que ver con “estar de vacaciones”. De hecho, en griego antiguo, la palabra equivalente al ocio latino es eshole, de donde viene nuestra palabra escuela, porque hubo un tiempo en que el ocio consistía en cultivarse a uno mismo, ya fuera mediante la gimnasia, la música o cualquier actividad intelectual. Es decir, que el ocio era lo que nos llenaba y su negación ya latina (el negocio) lo que vendría a vaciarnos. Mi pregunta es ¿será posible el ocio en un contexto de vacaciones (vacío) neoliberal donde el ocio se ha convertido en sinónimo de negocio? Es difícil saberlo, pero nos merecemos intentarlo. Nos leemos en septiembre, ojalá que llenas y llenos de nosotros mismos.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.
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