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La intimidad desbordada de las playas: cuando las orillas del mundo se convierten en el centro

La literatura, desde Homero hasta nuestro José Carlos Llop, pasando por los románticos como Byron o Chateaubriand, ha estado siempre fascinada por el mar

'La playa de Trouville'
'La playa de Trouville', 1867, obra de Eugène Boudin en el Museo de Orsay.Peter Horree (Alamy / CORDON PRESS)
Use Lahoz

Cuanto más se despeja la Gran Vía madrileña, más difícil es poner un pie en las calas menorquinas Macarella y Macaralleta. Pocos lugares despiertan la atención de los sentidos, el deseo, el erotismo, la evasión y la admiración como las playas: idílicas, poéticas, carne de postal o símbolo del triunfo del turismo de masas.

En su ensayo Le territoire du vide (el territorio del vacío), Alian Corbin sostenía que fue entre 1750 y 1840 cuando despertó y se desarrolló el afán colectivo por las orillas del mar y la playa pasó a formar parte de la rica fantasmagoría de la periferia oponiéndose a la patología urbana. Basta observar cuadros de Eugene Boudin como “La Plage de Trouville” o “Deauville marée bases” en el museo d’ Orsay para hacernos una idea de cómo ha cambiado la manera de considerar la playa. En aquellas escenas costumbristas del siglo XIX sus habitantes aparecen vestidos, de pie, charlando bajo un cielo gris mucho más presente en el cuadro que el propio mar. Deudor de Corot, Boudin (1824-1898) fue uno de los primeros paisajistas en captar ese ocio moderno que ocupaba la arena en los bordes de Honfleur o Deauville. Si hoy nos acercamos a cualquier playa de esa Normandía, veremos que las conversaciones de aquella burguesía engalanada han dado paso a una arena punteada de coloridas toallas y hamacas desde las que apenas llega el eco alegre del bebé que goza cuando la espuma le atrapa los pies. Bañarse, relajarse, jugar a vóley, hacer volar cometas, comer, leer, tablear, saltar olas o broncearse a cuerpo descubierto y gozando del brillo del sol... Pintores contemporáneos como Alex Katz o David Hockney han dado cuenta como pocos del élan playero.

El escritor francés Gregory Le Floch, en su fascinante ensayo Éloge de la Plage (Rivages), incide en cómo hemos pasado de mantener una relación vertical (en el XIX) a una relación horizontal (en el XX), cómo las playas han dejado de ser como salones de té a erigirse como habitaciones contemplativas con vistas generosas.

Fue en Brighton, dice, donde a mitad del siglo XVIII abrió la primera Maison de Santé balnearia cerca de la playa bajo la revolucionaria idea de que los baños de mar resultaban terapéuticos. Antes, las costas resultaban repulsivas, arriesgadas, territorio donde los pescadores se jugaban la vida. Eran reductos de peligrosidad y enfermedades. O simples encrucijadas de significados donde brillaban de vez en cuando las luces de los faros, según Victor Hugo “la melancólica imagen del esfuerzo humano frente al poder divino”. Incluso los pueblos mantenían una distancia de seguridad con ella. Después, en cuanto la playa se volvió una moda, los ayuntamientos (sobre todo en la Normandía) añadieron a la nomenclatura el hoy tan reputado apelativo “sur Mer” para que quedara claro que estaban al lado del mar. Ancretteville pasó a ser Ancretteville sur mer. Le Touquet pasó a llamarse Le Touquet Paris-Plage. No es casual que por aquel entonces Wagner presentara su ópera El holandés errante ni que cincuenta años después Debussy compusiera La Mer como si pintara olas.

Fue en Brighton donde, a mitad del siglo XVIII, abrió la primera ‘maison de santé' balnearia cerca de la playa bajo la revolucionaria idea de que los baños resultaban terapéuticos

La literatura, desde Homero hasta nuestro Jose Carlos Llop (que acaba de publicar el maravilloso Si una mañana de verano, un viajero) pasando por los románticos como Byron o Chateaubriand, ha estado siempre fascinada por el mar. Le Floch pone el foco en Paul Morand como un autor pionero en elevar el amor por la playa hasta convertirla en el decorado de sus novelas. En Bains de mer aseguraba que el agua y el sol eran para él como el opio. Partidario del nudismo como ideal escribió: “solo el desnudo conviene al hombre como el duelo a Electra”. Entre la guía de viajes, la evocación poética y la confesión, Morand describe en 1960 las playas como inventarios líricos y lugares de hedonismo.

Gregory Le Floch observa la playa con buenos ojos, la ve dormir, moverse, doblar la espalda, contraerse, como si no hubiera encontrado jamás una bestia, un humano o una planta que gastara tanta energía. Desde distintas playas de Francia y de Sicilia recuerda a autoras (Agnés Derail-Imbert) y autores (Cesare Pavese, Henry David Thoreau) que han evocado sus misterios. El espejismo es uno de los temas proustianos por excelencia. Le Floch propone que dejemos de asociar a Proust con las magdalenas y lo hagamos con las playas porque estas lo representan mejor, sobre todo Cabourg, convertida en Balbec, decorado crucial en novelas como A la sombra de las muchachas en flor y Del lado de Guermantes. Es ahí donde el narrador  comienza a amar a un grupo de chicas jóvenes que pasean por la arena con aire provocador. Visten con polos, sujetan bicicletas, pero la playa no es solo un teatro, es el agente perturbador que modifica cada uno de sus encuentros, la playa las dota de un poder de metamorfosis  que actúa como catalizador del amor en el narrador. Tanto es así que al final del verano, de vuelta a la ciudad, Albertine, que  se ha convertido en la mejor playa, será encerrada en la habitación por el narrador, obsesionado con retener el paisaje. El espejismo resulta insoportable, ¿cómo fijar lo fugitivo?, ¿cómo capturar la inconstancia? No hace falta ser adivino para comprender que ni Balbec, ni Albertine ni la playa se dejarán hacer. Un paisaje no se encierra y una mujer aún menos.

“Es porque la había visto como un pájaro pájaro misterioso , como una gran actriz en la playa, deseada, que la había encontrado maravillosa. Una vez cautiva en mi habitación el ave que yo vi una noche caminar con pasos contados sobre el dique, rodeada de la congregación de las demás chicas salidas de no sé dónde, Albertine perdió todos sus colores”

Cabe recordar que cuando en 1878 se fundó el club náutico de Tarragona (primero en España) se le conocía como el club de los chiflados, pues nadie entre los pescadores de aquel puerto podía concebir que hubiera personas capaces de lanzarse al mar por diversión. La necesidad de playas lleva a inventarlas incluso en lugares imposibles. Las ciudades con río buscan donde sea arena que esparcir en sus orillas. En la isla de Taquile (donde la comunidad aun vive sujeta a códigos del imperio inca), en la parte peruana del lago Titicaca, encontramos la playa más alta del mundo, ¡a 4000 metros de altura!, en la que no faltan viajeros que saludan al sol con los brazos en alto antes de entrar a purificarse en sus aguas heladas.

Las playas pueden ser un estado de ánimo o una invención humana. Las películas de Rohmer, la Sexual Freedom League que fundaron Jefferson Poliana y Leo Koch, el erotismo de Brigitte Bardot en Saint Tropez  o las fotografías de Luigi Ghirri lo revelan. El poeta Blaise Cendrars logró tener una casa en la Costa Azul, iba tanta gente a tomar su cóctel favorito (vino blanco, limón y azúcar) que dijo: “si cobrara cien francos a cada uno, ganaría más que con los libros”. En la maravillosa Vence vivieron Zelda y Scott Fitzegarld. Como contaba Giuseppe Scaraffia en La gran novela de la costa azul, una noche después de cenar en la Colombe d´Or, el autor de El Gran Gatsby se acercó a una desconocida de una mesa vecina que resultó ser Isadora Duncan, y al muy insensato no se le ocurrió otra cosa que arrodillarse ante ella mostrándole su admiración para que ella lo acariciara. Zelda los miró impasible y al instante se dejó caer por las escaleras.

Las playas, en definitiva, invitan hoy a estirarse más que a quedarse en pie. Lo que es el borde del mundo durante el año, se convierte ahora en el corazón del paraíso estival.

Use Lahoz es escritor. Su última novela se titula Verso Suelto (Destino).

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Sobre la firma

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Es autor de las novelas 'Los Baldrich', 'La estación perdida', 'Los buenos amigos' o 'Jauja' y del libro de viajes 'París'. Su obra narrativa ha obtenido varios premios. Es profesor en la Universidad Sciences Po de París. Como periodista fue Premio Pica d´Estat 2011. Colabora en El Ojo Crítico de RNE y en EL PAÍS. 'Verso suelto' es su última novela
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