Profeta Houellebecq
La Francia que vota estos días intenta encontrar una salida secular al problema de la Modernidad: el polémico escritor y moralista lleva más de un cuarto de siglo explicando que no existe
Michel Houellebecq dice haberse retirado de la literatura, pero la última novela de su carrera termina con unas elecciones presidenciales francesas que se celebran en 2027. Aunque aparecen Éric Zemmour y Marine Le Pen, el ganador es un personaje de ficción que continúa las políticas de centro liberal con la bandera de la “startup nation” de su predecesor, una referencia obvia a Emmanuel Macron. En la vida real, Macron es fan de Houellebecq y en el 2019 le entregó personalmente la Legión de Honor, enmendando un sistema literario que nunca ha podido digerir que su enfant terrible sea el autor francés contemporáneo más leído en todo el mundo. Naturalmente, dentro de la novela, la victoria del macronismo no es una buena noticia, sino el último capítulo en la lenta decadencia de Francia en particular y de Occidente en general. La idea es que la división ideológica es una comedia fútil de la que ni siquiera se escapan los extremos, porque el problema de la política moderna es la modernidad misma. Entre el nihilismo y la ternura, el thriller político se va deshinchando y las últimas páginas se llenan de meditaciones metafísicas tristes.
Las legislativas de 2024 no llegan en buen momento para Houellebecq. Aniquilación no fue un hit. El último libro publicado desde entonces, Unos meses de mi vida, Octubre 2022 - marzo 2023, quería autojustificar una serie de desastres en las relaciones públicas del escritor: la participación en una película pornográfico-artística que, pese a la cruzada legal de nuestro antihéroe, acabará viendo la luz, y una entrevista con Michel Onfray que le costó las ya clásicas denuncias por incitar al odio contra el Islam. Houellebecq ha intentado recuperar el control de la narrativa, pero ha acabado retratándose como alguien surrealistamente errático y perdido, siempre medio borracho, despreocupado y fácil de manipular. A raíz de la entrevista con Onfray, Jordan Bardella salió a decir que las palabras de Houellebecq sobre los musulmanes son “excesivas”.
La caída en desgracia de Houellebecq hace justicia poética a la misma lucidez profética que lo ha llevado a la cima. La capacidad de predicción es inquietante. Plataforma, publicada en el 2001, culminaba con un atentado terrorista en la isla de Bali, y en el 2002 dos bombas mataron a 200 personas en el mismo lugar. Sumisión imagina la rendición de Francia a través de una alianza electoral entre islamistas y progresistas, y el mismo día en que el libro salía al mercado tenían lugar los hechos de Charlie Hebdo. Serotonina describía una revuelta campesina meses antes del episodio de los chalecos amarillos. Ampliación del campo de batalla, publicada en 1991, estaba protagonizada por un informático misógino antisocial muchas décadas antes de que dispusiéramos de la palabra incel.
Houellebecq ha intentado recuperar el control de la narrativa, pero ha acabado retratándose como alguien surrealistamente errático y perdido, siempre medio borracho, despreocupado y fácil de manipular
En la incelitud avant la lettre de la primera novela ya está todo. El gran tema de Houellebecq son los estragos del liberalismo. En el prólogo de Las particulas elementales, leemos: “En cuanto se produce una mutación metafísica, se desarrolla sin encontrar resistencia hasta sus últimas consecuencias. Barre sin ni siquiera prestarles atención los sistemas económicos y políticos, los juicios estéticos, las jerarquías sociales. No hay fuerza humana que pueda interrumpir su curso…, salvo la aparición de una nueva mutación metafísica”. En esa novela la mutación es literal: el protagonista es un ingeniero genético que acaba produciendo hombres capaces de reproducirse asexualmente y vivir en una harmonía poshumana sin deseo. Es una respuesta de ciencia-ficción a la revolución metafísica que realmente preocupa a Hoeullebecq, que es el paso del cristianismo al liberalismo secular. “En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se enfundan en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida ya todas las clases de la sociedad”.
La respuesta incel es que habría que colectivizar el sexo para que el estado lo garantice como un derecho más, medidas coercitivas incluidas. Es, irónicamente, una visión aún más igualitarista que la del comunismo, que cree que debería bastar con los medios de producción y confía en que en la utopía anticapitalista gozaremos de una autorrealización paradójicamente indistinguible a la del ideal liberal. A unos y otros Houellebecq les respondería que, sin religión, no hay nada que hacer. Lector devoto de Schopenhauer, el escritor cree que la naturaleza trágica de la voluntad humana, “como un péndulo entre el sufrimiento y el tedio”, sólo nos permite funcionar junto a los demás si existe una mentira noble dando sentido al sacrificio solidario. Pero la mutación metafísica de la modernidad consiste precisamente en la imposibilidad de seguir creyendo en estas mentiras. Ni siquiera el propio Houellebecq puede creer: el secreto para ser igual de mordaz con la derecha que con la izquierda es que sus libros no paran de ridicultzar a versiones semificcionadas de sí mismo. El islamismo acabaría igual de asado que el cristianismo que pretendía sustituir; un neofascismo o un neocomunismo dependerían de una motivación social que la racionalidad y la ciencia son simplemente incapaces de proporcionar. En la necesidad de escribir y leer, Houellebecq repite la conclusión budista de Schopenhauer, que creía que el arte puede ofrecer ciertos consuelos con una visión más o menos calmada de las ilusiones que necesitamos para vivir. Pero se trata de consuelos retóricos e individuales: sin fe genuina, cualquier estado del bienestar está condenado a la ralentización económica, el declive demográfico, y la muerte.
La Francia que vota estos días, cuna de un hilo cultural que va de la Ilustración a la Deconstrucción, todavía intenta encontrar una salida secular al problema de la Modernidad. Los extremos instrumentalizan a Houellebecq porque es un escritor brillante y la lucidez de su crítica no tiene parangón. Pero quizás la clave de este caballero de honor del estado francés es que sus lectores comparten el convencimiento íntimo de que no hay solución. En el último intercambio de Anquiliación, el protagonista, un enarca llamado Paul Raison (mitad fe paulina, mitad razón científica), agoniza a causa de una enfermedad terminal y habla con su mujer: “No creo que estuviera al nuestro alcance cambiar las cosas”. Ella responde “No, querido mío. —Le miró a los ojos, sonriendo a medias, pero en la cara le brillaban unas lágrimas—. Habríamos necesitado mentiras maravillosas”.
Joan Burdeus es crítico cultural.
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