Zapatos
Un país no puede caminar en tanto por cíclicos terrores apilemos los zapatos de miles de jóvenes que ya han desaparecido de este mundo descalzados de la posibilidad de andar hacia sus futuros


De los recuerdos más dolorosamente encendidos de la noche y madrugada de Tlatelolco en 1968 está la compartida memoria -retratada en dolor indeleble- de la plaza ensangrentada inundada por cientos si no miles de zapatos sin dueño. Parecía un mar de oleajes de sangre amanecida que se regó con una lluvia cómplice de silencio en tanto militares callados barrían zapatos y zapatitos, tacones y tenis en montículos para la amnesia… o la memoria trágica de esa plaza de las llamadas Tres Culturas: la huella prehispánica de silencio geométrico, la iglesita novohispana que se negó a abrir sus puertas de asilo habiendo sido sede de tanto callado traductor nahuatlato y los modernos edificios de burocracia futurista y vivienda utópica u olímpica… todo como sembradío de zapatos muertos.
De las muchas sacudidas del gran sismo del 19 de septiembre de 1985 recuerdo todos los zapatos empolvados de manos entrelazadas por toneladas de escombro y desolación que olía a gas… y en la ronda inexplicable del azar otro sismo, en esa misma fecha, sumó más y más calzado abandonado por almas aplastadas como para confirmación para otra generación que se comunicaba con el puño en alto ya en tiempos de teléfonos celulares y tuitazos de coordinación instantánea.
Dolorosamente, estos locos días de marzo han vuelto a herir el alma de México a punta de chanclazos. Zapatos que parecen volar directamente a la nuca de nuestra inconsciencia son ahora la confirmación de otro campo de horror en este llano en llamas, valle de lágrimas, mapa insolente de puras mentiras. No es la primera vez que las noticias se manchan con la información o revelación de campos de supuesto entrenamiento del mal llamado crimen organizado donde no sólo se practica el adiestramiento satánico de futuros sicarios reclutados a la fuerza o en el engaño de retribución miserable, sino también como predios de extremaunción.
Toda persona -político, funcionario, opinador o mudo de la desidia generalizada- que habla ahora del trágico descubrimiento del rancho Izaguirre con ligereza acomodaticia, con malicia encubridora o acusaciones improvisadas merecen no menos que el Infierno o por lo menos la condena más o menos infinita de soñar ya para siempre los miles de zapatos abandonados, las cerritos de prendas, los juguetes absolutamente desgarradores que se abultaron en rincones del rancho no como escenografía de Netflix sino testimonio fehaciente de que habitamos un infierno palpable que se intenta minimizar con voleas ideológicas o políticas, con el encubrimiento incluso simulado de carteles de narcotraficantes que se lavan las manos en videos orquestados donde posan con armamento de uso supuestamente exclusivo de las fuerzas armadas (¿no son armadas fuerzas las bandas criminales más allá del verde olivo?).
Se abren investigaciones y se procurará salivar alguna nueva Verdad Histórica para la nueva generación que intenta sobrevivir en este México donde ya se saben abiertamente las ofertas engañosas del Mal: sueldos de 3,000 pesotes (más o menos 200 U.S. dólares) a la semana, la posibilidad de subir una escalera de sangre que con preparación cuasi militar se alivia con un iPad, unos audífonos o alguna cuenta de ahorros a nombre de tu jefecita, con posibilidad de brindarles una buena lanita a los familiares y sus enfermedades en tanto seas un elemento útil, enmascarados, armado hasta los dientes, curtido a sangre fría con ejercicios donde destazas a tu propia mascota con los dientes o matas a tu pareja de propedéutico en un duelo funcional donde sobreviva el más cabrón que bonito y todo ello con indumentaria de campaña, con bolsas y bolsitas y gorras negras de beisbolista del horror, gafas oscuras y asépticos tapabocas que quizá te impidan sentir la más mínima sensación de nada al apilar juguetitos de niños acarreados por error, niñitas que quizá iban de la mano de sus madres solteras al filo de la violación en serie o tacones más o menos fashion de las chicas que cayeron en algún engaño o los zapatos de supuesto vestir con suela de goma que tantísimos jóvenes reclutados con la ilusión de incorporarse a labores industriales, vigilancia de bodegas, transportes de maquilas, carga de cajas y no preguntes, ni huelas, ni te quejes ni te escondas porque la labor suprema y silente consiste en apilar zapatos, el calzado de la chingada, las patas ya incineradas, los pasos perdidos.
Un país no puede caminar en tanto por cíclicos terrores, apilemos los zapatos de miles de jóvenes que ya han desaparecido de este mundo descalzados de la posibilidad de andar hacia sus futuros. Un país camina mal en tanto se sigan enredando las suelas de tanta mentira y enrevesado enredo, confusión de uniformes antiguamente de gloria estrenando botas de tormenta en el desierto con el vestuario inventado en Hollywood para señalar a los narcotraficantes de pantalla, los de las botas de piel de víbora. Los impecables zapatos de charol siempre boleados al brillo burocrático, los tacones de aguja, el regreso de la plataforma, stiletto campirano o de vez en cuando huaraches y huipil para ungirnos con el humo de copal, palabras aztecas, el himno trasnochado de la nueva trova o las millones de rolas en las rocas que se cantan en inglés sin entender los versos banales y los tenis, todos los tenis de todos los colores, carísimos cacles de la NBA o simuladas zapatillas blancas de trapecistas sin red en un circo cuya carpa se enciende de pronto en llamas y voces incesantes, verborrea nefanda, discursos repetitivos cuando en realidad deberíamos al menos guardar silencio. Silencio como zapatos que llevan tatuada en sus suelas la andanza de lo que pudo ser y la huella imborrable de este dolor que nos sigue los pasos.
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