Animales líquidos: por qué meternos en el agua nos sienta tan bien
Hace milenios que los humanos intuíamos los beneficios del líquido elemento, pero hasta hace muy poco la ciencia no lo había estudiado detenidamente
No sabemos por qué, pero nos gusta sentirnos inundados por la idea del agua y su extraña —casi mágica— compañía. A veces no hace falta ni tocarla, con recordarla nos basta. “Quiero volver a tierras niñas, llévenme a un blando país de aguas”, escribió Gabriela Mistral.
Todos tenemos recuerdos acuáticos. Una investigación de la Universidad de Sussex pidió a 20.000 personas que registraran sus sentimientos en diferentes momentos a lo largo de su vida, y el resultado fue que una inmensa mayoría relacionaba sus momentos más felices con el agua. El asombro infantil ante la playa amarilla y azul, aquellas risas sazonadas con miedo ante los devaneos de una barca en alta mar, esos besos acuáticos, al punto de sal, o aquel camino ante un mar oscuro como nuestro pesar. “Di un paseo por el océano, comencé a nadar y perdí de vista la tierra; mi tiempo se acaba”, canta la banda de punk australiano Radio Birdman en Descent into the Maesltrom, basada en el cuento casi homónimo de Edgar Allan Poe.
Son retazos en carne viva que rememoramos ante viejas costas o en nuevos paisajes marítimos, al contemplar la playa de Agua Amarga, en Almería, junto al malecón habanero, paseando en los arenales daneses frente al Báltico de Nykobing o sumergiéndonos en la dulce ría de Arousa. Frente al mar, somos ya otros.
Dicen que nuestra vieja historia de amor con el agua tiene mucho que ver con el recuerdo del refugio amniótico, en el útero de nuestra madre. Y también por la indeleble huella del primer organismo unicelular de hace millones de años. Nos lo advirtió el filósofo británico Alan Watts: “No viniste a este mundo. Saliste de él, como una ola del océano. No eres un extraño aquí”. Entre el cielo y la tierra somos criaturas fronterizas que, de asombro en asombro, se sienten hermanadas en las infinitas transmutaciones “del mar vivo del gran mundo”, leemos en El libro del agua y el fuego: El enigma de Louis Cattiaux, de Raimon Arola (Herder, 2022).
Nos creemos criaturas de campo, montaña o ciudad, pero el agua es también nuestro territorio. En el agua “te sumerges en otra dimensión donde rigen otros valores más elementales. Y mientras nos esforzamos por mantenernos a flote, recuperamos nuestra olvidada condición de animales”, explica por teléfono María Belmonte, autora de El murmullo del agua (Acantilado, 2024).
Sangre y sodio
Somos una de las muchas formas del agua, y asumirlo es una purificante bendición. “Cada uno de nosotros llevamos en nuestras venas la corriente salina de nuestra sangre, en la cual el sodio, el potasio y el calcio se hallan en proporciones muy semejantes a las que existen en el agua del mar”, explicó la bióloga marina estadounidense Rachel Carson en El mar que nos rodea, publicado en 1951.
De los océanos venimos y “por eso sumergirnos nos restaura”, afirma por videollamada Easkey Britton, doctora en Medio Ambiente y Sociedad por la Universidad Nacional de Irlanda. “Al meternos en el agua, especialmente si es fría, nos sentimos muy bien. Nos ayuda a conectar con otros y con nosotros mismos”, añade. Después de un baño de mar estamos más presentes, menos distraídos. “Vivimos una especie de reset del sistema nervioso”, según Britton, autora de Ebb and Flow (Flujo y reflujo, sin edición en español; Watkins, 2023).
Nuestra salud, tanto física como mental, está intrínsecamente ligada a la naturaleza. Hace milenios que el humano conoce el poder curativo del agua, pero hasta hace poco la ciencia occidental no lo había estudiado detenidamente. Ahora, la pérdida de interacción entre el ser humano y los espacios abiertos se relaciona con los trastornos mentales. Y nuevas investigaciones demuestran que pasar tiempo cerca del agua —dentro, frente o sobre ella, en alta mar, en la costa, en un río, un lago o un estanque— es un gran reconstituyente. El simple hecho de contemplar el agua reduce la presión arterial, la frecuencia cardiaca, y provoca rápidos cambios psicológicos y fisiológicos beneficiosos en el cortisol salival, el flujo sanguíneo y la actividad cerebral.
Esos estudios desarrollados por Britton y otros investigadores confirman que ante la presencia del agua disminuye el estrés, la ansiedad y la depresión. “El agua nos ayuda a mejorar nuestro estado físico y mental. De alguna manera nos devuelve a la conciencia de nuestro cuerpo”, explica Easkey, que también es una de las mejores surfistas de Europa —su padre le regaló su primera tabla con cuatro años—, cuyo nombre significa algo así como “pescado abundante” en gaélico.
El agua nos calma. En contacto con ella, nuestras conexiones neuronales reaccionan llevándonos a un estado de sedación que el biólogo marino Wallace J. Nichols denomina “azul”, según detalla en su libro Blue Mind (Mente azul, sin edición en español; Back Bay Books, 2015). Ante el agua, nuestros neurotransmisores para sentirnos bien se disparan: las endorfinas nos dan sentimiento de euforia; la dopamina nos ofrece sensación de novedad y recompensa; la oxitocina nos aporta la sensación de confianza y calidez, y la serotonina nos da un chute de relajación y satisfacción. Es el concepto de la terapia azul, la idea de sumergirnos en espacios azules. Pasar tiempo en ese tipo de espacios también nos beneficia porque incita a la actividad física, a socializar, a mejorar nuestra creatividad y nuestra autoconciencia.
Por eso después de un buen chapuzón sentimos paz y una maravillosa sensación de unidad con el entorno. Y, a la vez, nos sentimos tonificados, con una renovada energía.
Es como si hubiéramos restaurado nuestro cuerpo y nuestra mente, como si viviéramos un nuevo comienzo, como si estrenaras una nueva piel. “El mar ahoga el rastro”, escribe Herman Melville en Moby Dick.
Dinosaurios bajo la lluvia
No es fácil desentrañar el misterio acuático. Por la ciencia sabemos que desde hace cuatro millones de años hay la misma cantidad de agua en el planeta Tierra. Y esa “misma” agua se refiere también a que es exactamente el mismo elemento que ya llovió sobre los lomos de los dinosaurios.
Lo que no sabemos es cómo el agua llegó a nuestro planeta. Quizás fue un meteorito, o tal vez porque hace miles de millones de años el planeta se enfrió tanto que el vapor acabó condenándose en forma de agua. Lo que sí se sabe es que a lo largo de siete octavas partes de la historia de la vida en nuestro planeta ha existido y se ha desarrollado exclusivamente en el mar, donde surgieron esponjas, gusanos, medusas, corales y artrópodos. Y que no fue hasta hace menos de 600 millones de años cuando los primeros organismos, por alguna razón, dejaron el agua y empezaron a poblar la tierra.
“Los ancestros de las ballenas estuvieron viviendo en la tierra y otros animales también. Pero después de un tiempo, muchos acabaron volviendo al océano. Es algo científico. Pero también es una imagen muy poética, ¿verdad? Demuestra la extraordinaria atracción del mar”, comenta por teléfono Patrik Svensson, escritor sueco y autor de Un inmenso azul (Libros del Asteroide, 2024).
El mar y la vida en la Tierra tienen una historia de 4.000 millones de años, mientras el ser humano racional nació hace aproximadamente 200.000 años. Para hacernos una idea, “si el globo terrestre tuviera un solo día de vida, el Homo sapiens habría existido 4 segundos”, detalla Svensson. Por eso la influencia del agua en nosotros es totémica. Porque venimos de ella y vivimos rodeados de ese elemento. Queda claro en la famosísima foto de la NASA publicada en la Navidad de 1972. La primera imagen del planeta visto desde el exterior —la fotografía más reproducida del mundo— es una pequeña canica azul, cálida, iridiscente y viva, flotando en un manto de oscuridad y frío espacial. “El nuestro es un planeta llamado de forma inapropiada Tierra, porque es claramente un océano”, observó el escritor Arthur C. Clarke.
Lo cierto es que vivimos en un gran contenedor de H₂O, repleto de vegetales y animales mutantes que son a la vez —en multitud de formas y tamaños— contenedores de agua. Como nosotros mismos. En un porcentaje muy alto, estamos hechos de ese material que tanta calma nos da. Al nacer, el 80% de nuestro cuerpo contiene agua, hasta disminuir al 60% en la edad adulta; nuestra agua corporal está distribuida en un 60% en las células, un 20% alrededor de ellas, un 10% en la sangre y otro 10% en los órganos. Y están hechos de agua el 95% de nuestros ojos, entre el 80% y el 90% de nuestra sangre, entre el 70% y un 85% de nuestro corazón, pulmones, riñones e hígado, el 75% de nuestra piel y el 22% de nuestros huesos. Tal vez por eso, al nadar y sumergirnos en la costa, cerca de una playa, nos sentimos completos.
“Investigando sobre el mar me he dado cuenta de lo vulnerable que es el océano. Yo también pensaba que el mar era un recurso infinito, tan poderoso y grande que nada lo puede afectar. Pero eso no es cierto. Hay que cuidarlo”, reflexiona Svensson desde las costas de Mälmo, en Suecia.
Se calcula que anualmente se matan entre dos y tres billones de peces, de los que solo una pequeña proporción llega a la mesa, porque la inmensa mayoría se pesca para transformarlos en pienso para alimentar otros animales. Hay que prestar atención a lo que queremos y preservar de la explotación salvaje lo que nos aporta tantos beneficios físicos y mentales.
Hay que proteger costas, playas y océanos, y no solo por el ecosistema en sí, sino por todo lo que nos ofrece y aporta en el terreno personal y social. Estos días de descanso, sumergidos en el agua, entre baño y baño, contemplando playas, ríos y lagos, quizás entendamos un poco mejor al poeta inglés Philip Larkin cuando dijo que si tuviera que crear una religión, sería una que idolatraría el agua.
Incluso la democracia tiene que ver con el agua
El agua nos aporta multitud de beneficios físicos y mentales. Además, la inmensa mayoría de la población en el mundo vive cerca de ella, y mares, lagos y ríos han sido nuestras principales infraestructuras naturales. Más allá de eso, el líquido elemento es también la simbólica estructura que a lo largo de los siglos ha llevado a los grupos humanos a unirse o pelearse.
En Agua. Una biografía (Ático de los Libros, 2022), el científico ítalo-británico Giulio Boccaletti explica que fue la necesidad de organizarse para tener al acceso al agua lo que inició el desarrollo de reglas de convivencia, morales y políticas y muchas de las culturas humanas.
En Occidente, durante la democracia en Grecia y en la República romana se decidió de forma comunitaria cómo se distribuía el agua porque las lluvias abundantes, los problemas de sequía o las inundaciones son asuntos que trascienden el individuo. Por eso, la historia de los sistemas de irrigación del agua es la historia del poder y de su distribución.
En España, el Tribunal de las Aguas de la Vega de Valencia aún debate y gestiona con valor legal los usos de las aguas del río Turia y sus acequias, de las que depende la huerta valenciana. Este tribunal milenario —inaugurado hace más de mil años, en tiempos de Abderramán III, durante el califato de Córdoba— está integrado por síndicos elegidos democráticamente. Son los representantes de las comunidades hortelanas, y han de ser labradores, cultivadores directos de las tierras o propietarios. Por ello, tradicionalmente se elige a las personas consideradas más sabias y con mayor conocimiento de la tierra, la huerta y los vaivenes del agua.
Hay mucho por hacer. Hace menos de un siglo que el acceso al agua es total para la mitad de la población del mundo. Y ahora, como antes, también hay que organizarse alrededor del agua —dulce y también salada—, y reflexionar sobre cómo vivir con respecto a ella. Para ello es importante saber más, mucho más sobre nuestro planeta. Tenemos más conocimiento sobre Marte que sobre los océanos, porque solo hemos explorado menos del 10% de nuestros mares. El 90% del reino submarino sigue siendo un oscuro misterio para nosotros.
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