Frank Gehry, 25 años después del Guggenheim: “Desde el principio sentí que los vascos me respetaban”
El museo de Bilbao lo convirtió en una estrella. Un cuarto de siglo después, el arquitecto canadiense explica su vínculo con la ciudad, las razones de sus complejos edificios y... cómo lidiar con vecinos poco receptivos a la arquitectura de vanguardia
Frank Gehry tiene 93 años pero lleva una vida de... ¿63? “Todavía nado y trabajo la jornada completa”, dice al otro lado de la pantalla el arquitecto que hace un cuarto de siglo construyó el Guggenheim de Bilbao y, con aquella piel ondulante de escamas de titanio, cambió para siempre la idea de lo que puede ser un museo. E incluso de lo que puede ser una fachada. Gehry habla desde su estudio en Los Ángeles, donde acude a diario para ocuparse de “cuatro o cinco proyectos”. Un complejo residencial que acaba de inaugurar en Londres, por ejemplo, o el nuevo auditorio del Coburn School, que abrirá a un paso de otro de sus auditorios: el Disney Hall, la imponente estructura plateada —según se mire, como un pez salpicando la ciudad— que inauguró un lustro después del Guggenheim.
Nacido Frank Goldberg en Toronto en 1929, Gehry emigró con sus padres y su hermana a California cuando era adolescente. Casi un siglo después, el interminable mapa angelino ha terminado jalonado de edificios de desconcertante belleza firmados por él: siluetas escultóricas y abstractas que no se parecen a nada, y que este hombre bajito se decidió a proyectar sin cortapisas cuando, una noche de 1980, al ver el excéntrico hogar que se había construido en Santa Monica, el jefe de la promotora de centros comerciales con la que solía trabajar le dijo: “Frank, ¿por qué pierdes el tiempo lidiando con constructores comerciales? ¿Por qué no te dedicas a hacer lo que sabes hacer?”.
Llegó a Los Ángeles desde Canadá y encontró calor y una luz cegadora. ¿Cómo fueron aquellos días? Tenía 17 años. No pasábamos por un buen momento económico, así que vivíamos de manera un poco precaria. Pero éramos optimistas. Todos conseguimos empleo: yo conducía una camioneta y mi padre también, y mi madre trabajaba en la tienda de caramelos de unos grandes almacenes. Poco a poco conseguimos establecernos.
Al principio no quería ser arquitecto. Conducía el camión por la noche y luego iba a clases de cerámica, y allí el profesor, Glenn Lucas, que era un hombre maravilloso, me dijo que debería darle una oportunidad a la arquitectura. Que había algo en mí. Me apuntó a las clases nocturnas de la universidad de South California, me fue muy bien y me admitieron en el segundo curso. Fue un logro para alguien como yo. No me lo podía creer.
Conoció a muchos de los grandes de la arquitectura californiana de los años cincuenta: Rudolf Schindler, Richard Neutra... Schindler y yo éramos amigos. Y conocía a Neutra, pero no me llevaba muy bien con él. Era bastante arrogante [ríe], aunque quiero mucho a su familia. Su mujer era chelista y solía ir a su casa cuando tocaba. Pero no vibraba con esa arquitectura. Yo estaba más integrado en la escena artística. Gente como Ed Moses o Ed Ruscha. Todavía somos amigos. Me refiero a los que siguen vivos.
A finales de los años cincuenta, al principio de su carrera, Gehry se había dado cuenta de que las mangas de casas a medio construir que se multiplicaban gracias a la euforia inmobiliaria de Los Ángeles eran más estéticas así que una vez terminadas. “Había algo especial en aquellas estructuras antes de que fueran cubiertas por una filigrana de madera”, le dice al crítico Paul Goldberger en su biografía. Su interés por el mundo del arte alimentó aquel gusto por lo inconcluso y por los materiales comunes. Trabó amistad con Bob Rauschenberg, que solía aplicar objetos cotidianos en sus lienzos. En esa misma época, John Chamberlain esculpía expresivos amasijos de plancha metálica, cuando no eran fragmentos de carrocería. A Gehry le interesaba el arte que experimentaba con los formatos y los materiales: intentó colaborar con Robert Smithson, pionero del land art y autor de Spiral Jetty —un espigón en espiral construido en el Gran Lago Salado—, pero falleció en un accidente de avión. Después con Gordon Matta-Clark, famoso por sus radicales edificios cortados u horadados, pero el artista falleció también antes de tiempo. Sí llegó a puerto su trabajo, a principios de los ochenta, con los escultores Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen: Il Corso del Coltello, una navaja suiza gigante mostrada en la Bienal de Venecia de 1985, o el edificio Chiat/Day, cuyos prismáticos de tres pisos son desde que se inauguró, en 1991, una de las atracciones de Los Ángeles.
Un material puede crear emoción. Nunca se habla de esto en arquitectura
En los años ochenta, Gehry llegó a nuevas conclusiones sobre la forma de las cosas, y esta, de nuevo, no tenía nada que ver con la arquitectura de sus coetáneos. “Conocí a Peter Eisenman. Era muy divertido. Y a Michael Graves, y a Richard Meier y toda esa gente. Pero lo mío no tenía mucho que ver. Yo no diseñaba edificios blancos e impolutos. Y tampoco me interesaba lo posmoderno. Un día, durante una conferencia en la que estaban todos ellos, cuando llegó mi turno, les interpelé: “Por Dios, ¿no podéis intentar hacer arquitectura que no mire al pasado?”, les dije. Philip Johnson acababa de construir el edificio AT&T [un rascacielos con un copete Chippendale considerado la obra capital de la arquitectura posmoderna] y todos trabajaban con referencias históricas. Mi propuesta era que, si el mundo era movimiento y cambio, ¿acaso no debíamos inspirarnos en lo que estaba ocurriendo de verdad? Al final, frustrado, les dije: “Si tenéis que mirar atrás, remontaos 300 millones de años y observad a los peces. Los peces de los estanques koi son preciosos, arquitectónicos”.
¿Y qué contestaron? No lo recuerdo, pero yo empecé a dibujar peces y, después, a fabricarlos.
¿El primero fue el del puerto de Barcelona? No. Antes me pidieron una escultura de un pez para un desfile de moda en el Palazzo Pitti, en Florencia. Era mi primera vez así que se lo encargué a Cinecittà: un pez de madera de diez metros. No fui al desfile, así que no lo vi terminado. De hecho prefería olvidarlo porque había visto fotos y me dio vergüenza, era súper kitsch... Con la mala suerte, o buena, de que en Turín inauguraron un nuevo museo y le dedicaron dos salas a mi trabajo. Y una era para el pez. Cuando por fin lo vi, efectivamente, era un monstruo de diez metros de largo jodidamente kitsch. Pero si te quedabas mirando daba sensación de movimiento. Era alucinante. ¿Y acaso no era eso lo que siempre había querido, generar movimiento con los materiales?
A menudo menciona la idea de caos cuando habla de la tensión entre las diferentes formas y fuerzas que se reúnen en sus edificios. No me interesa el caos. Bueno, no me interesa crearlo [risas].
¿Y reflejarlo? Tan solo intentaba encontrar un lenguaje arquitectónico que tuviera sentido en nuestra época. Investigando en la industria aeronáutica, descubrí CATIA, un software francés. Empezamos a trabajar con él y resultó perfecto. Gracias a ello pudimos construir el pez de Barcelona, luego Bilbao, y empezamos a hacer edificios con curvas.
¿Hay alguna forma que no haya sido capaz de construir? ¡Puedes hacer cualquier cosa! [Risas] Me encanta la sensación de movimiento que tienen esos edificios. Posiblemente el Disney Hall fue demasiado para el público cuando fue inaugurado, pero ahora, con perspectiva, parece hasta razonable.
Con el tiempo todo se convierte en aceptable, ¿no? Sí, sí.
En su momento fue increíble que Bilbao se inaugurara dentro de tiempo y presupuesto. Sí. Mis honorarios fueron diez millones de dólares, el diez por ciento del presupuesto. Lo construimos de forma muy eficiente gracias a CATIA, pero no habría sido posible sin el espíritu colaborativo de los vascos. Ahora son buenos amigos. Con Bilbao hay una relación especial. Era un edificio muy importante para ellos y desde el principio sentí que me respetaban, que me trataban como a un ser humano. Los vascos son duros. Sólidos. Sin tonterías. Piensan lo que dicen y dicen lo que piensan. Y son fieles a sus decisiones. Me di cuenta de que con ellos ni siquiera hacía falta firmar un contrato. Teníamos uno con Guggenheim, pero no era necesario. Había respeto mutuo.
Nosotros también aprendimos mucho de la experiencia. ¡Me encantaría oírlo!
Creo que no estábamos acostumbrados a maravillarnos ante un ejemplo de arquitectura contemporánea en nuestro propio país. Lo habitual era maravillarse ante una catedral gótica. Entiendo.
También hubo las consabidas consecuencias negativas: los museos como imán turístico antes que como propuesta artística, la proliferación de la arquitectura espectáculo... Pero el Guggenheim nos obligó a preguntarnos qué es un museo, cuál queremos que sea su papel, y qué es un monumento. Es un edificio que condensa la mayoría de los debates sobre arquitectura de las últimas dos décadas. Ya, puede ser.
¿Usted qué opina? Me encanta que un solo edificio facilitara ese retorno económico que a la ciudad le hacía tanta falta. Haberlo diseñado, y haber contribuido a su existencia, me hace sentir muy orgulloso. Supongo que el fenómeno se ha repetido en otros lugares, no lo sé. Intentamos que el público sintiera algo parecido con el Walt Disney Concert Hall, pero las ciudades estadounidenses nos toman mucho menos en serio a los arquitectos [ríe}.
Ahora ha sido polémico el nuevo LACMA [Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles], del arquitecto suizo Peter Zumthor, que recorta el espacio de exposición respecto al esquema existente. ¿Lo ha visto? Sí, pero me he mantenido al margen. Parece un poco místico [ríe], y no sé si me llevo muy bien con ese tipo de misticismo. Los místicos parecen tener valores alternativos. Pero si funciona, funciona. Lo veremos cuando esté acabado.
¿Pero es muy distinto de cuando usted ha presionado para que un proyecto salga según su idea? Tengo la fortuna de que los edificios que he hecho han tenido un impacto positivo allá donde se han construido. Solo digo que yo no albergo ese sentimiento místico, no creo que esté provocando euforia divina en el firmamento, o algo así.
Inesperadamente, Gehry se define como “realista”. “Quiero provocar emociones con materiales inertes”, explica. Lo descubrió durante un viaje al yacimiento griego de Delfos con su amigo, el pintor Ed Moses. El arquitecto “enloqueció” cuando vio El Auriga, un bronce del siglo V antes de Cristo que representa una esbelta figura masculina ataviada con una túnica larga (en cuyos delicados pliegues ya se inspiró otro genio, Mariano Fortuny, para el célebre plisado de su vestido Delfos). “Me di cuenta de que tal belleza había sido creada por las manos de un artista anónimo y me eché a llorar. Y me planteé si yo podría hacer algo parecido”, explica Gehry. “Porque un material puede provocar emoción. Nunca se habla de ello en arquitectura y por eso me disgustó la aparición del posmodernismo: consistía en copiar, no asumía la responsabilidad de tu lugar y tu tiempo, que es lo que el Auriga representa. Esa es mi ilusión, y mi prioridad cuando trabajo”.
Me di cuenta de que con los vascos ni siquiera hacía falta firmar un contrato. Había respeto mutuo
El virtuosismo de Gehry con la forma arquitectónica se reveló al mundo gracias al Guggenheim de Bilbao, proyecto que Philip Johnson, el polémico patriarca de la arquitectura estadounidense, calificó como “el mejor edificio de nuestro tiempo”, y que convirtió a su autor en una estrella atípica: incluso llegó a salir en Los Simpson. “¡Es como si David Foster Wallace vendiera más libros que John Grisham!”, escribió Paul Goldberger, crítico de The New York Times. El arquitecto amigo de los artistas, el inadaptado en la escuela, el que se empeñaba en discutir con los millonarios que le encargaban una casa, terminó protagonizando la revolución arquitectónica del cambio de siglo: cuando en 1997 se inauguró el Getty Center de Los Ángeles, diseñado por Richard Meier, aquel enorme edificio blanco nació ya dinosaurio. (Posteriormente, ante el debate de si había que pensar más en el contenido antes de planear un nuevo museo, fue de nuevo Johnson quien resumió el sentir de la nueva era: “Cuando un edificio es tan bueno como ese, ¡que le jodan al arte!”).
Un cuarto de siglo después, Gehry sigue firmando proyectos de belleza monumental como Luma Arles, un campus cultural que brilla como una montaña temblorosa bajo el sol del sur de Francia. Fue un programa informático lo que liberó la imaginación de Gehry, pero es un placer descubrirla también en sus proyectos menos cegadores, como Easy Edges, el sinuoso mobiliario de cartón que creo a finales de los sesenta, o el Museo Vitra, con sus volúmenes barrocos y desordenados, inaugurado el mismo 1989 que ganó el premio Pritzker. O el hogar que construyó para su familia en 1978 en un barrio de clase media de Santa Monica. El arquitecto compró una casa tradicional de madera y la amplió, dándole formas y texturas inusitadas, con rejas, chapa ondulada, vidrio y asfalto. Gehry la imaginó habitada por fantasmas. “¡Pero fantasmas cubistas!”.
Estará acostumbrado a que la gente reaccione apasionadamente ante su trabajo: cuando reformó su casa, algunos vecinos le tiraron piedras. [Risas] Creo que justo aquello fue culpa de unos chavales borrachos, no tuvo nada que ver con la casa. Pero los vecinos venían y se quejaban, me preguntaban cómo había osado hacerle eso al vecindario. El de enfrente cruzó para decirme que nuestra casa era horrible, y le contesté: “La tuya es la de enfrente, ¿verdad? Pues mira, tienes una valla de reja metálica alrededor del jardín. Verás que yo la he usado aquí. Y veo un remolque viejo. Aquí también hay chapa metálica. Si consideras el total estético de tu casa, resulta que estás experimentando con los mismos materiales que los artistas de ahora mismo. ¡Solo que no te das cuenta!”
¿Y qué le respondió? Que lo suyo era normal. En fin. La casa sigue ahí, aunque ahora la usan mis amigos del mundo de la música cuando vienen a la ciudad. Creo que terminaremos donándola a alguna fundación. Nosotros seguimos en Santa Monica. Llevamos aquí 60 años, es nuestra ciudad, pero ahora vivimos en una casa de madera que ha diseñado mi hijo. Puedes verla, salió en Architectural Digest.
¿Cómo es un día normal para usted? Desayuno con mi mujer y luego vengo a la oficina. Buena parte del equipo lleva conmigo más de 30 años. Creo que disfrutamos.
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