Trenes que atraviesan edificios y ascensores con peaje: así es “la ciudad más loca del planeta”
Chongqing, la superlativa metrópoli china de 32 millones de habitantes y, por superficie, casi tan grande como Austria, se ha convertido en una sensación viral
Chongqing entusiasma a expatriados, trotamundos e influencers. La ciudad china, tan vanguardista, tan insólita, produce genuino asombro a los que la visitan por vez primera o se asoman a sus peculiares encantos a través de las redes sociales. Ese parque zoológico en que osos panda gigantes se solazan rodeados de rascacielos, esa plaza pública sobre la azotea de un edificio de 22 plantas, ese ferrocarril aéreo que tiene una de sus principales estaciones en el interior de un bloque de viviendas, esos puentes colgantes que parecen traídos de 2070 para injertarlos en el presente, ese resplandeciente skyline multicolor a orillas del río Yangtsé, ese inverosímil museo acuático, ese intrincado laberinto de escaleras mecánicas que tardan una eternidad en llevarte a una de las paradas de metro más profundas del mundo.
Perfiles de TikTok e Instagram, canales de YouTube y podcasts de nómadas digitales compiten por desentrañar las rarezas de esta urbe sugestiva y demencial y mostrarlas al resto del planeta. Medios como CGTN o Wanderplate han empezado a referirse a Chongqing como la viva encarnación de la ciudad de Blade Runner o la capital ciberpunk de China. También es bastante habitual referirse a ella como “la ciudad más loca del planeta”. En opinión de Sergi Walliver, youtuber viajero y aventurero, su singularidad se debe a que, en los últimos años, ha crecido a marchas forzadas en un lugar de muy exigente relieve y que no estaba preparado para albergar semejante monstruo. De manera que se ha acabado transformando en una ciudad “distópica”, que se desarrolla sin reglas claras ni inhibiciones de ningún tipo y en la que cualquier excentricidad es posible.
La ciudad de los héroes
Para entender Chongqing un poco mejor vale la pena remontarse a sus orígenes. Situada cerca del corazón de la República Popular China (aunque un poco escorada hacia el oeste), fue durante siglos una pequeña prefectura en la zona de fricción entre las dinastías meridionales y septentrionales. Un lugar de paso junto a una gran vía fluvial, pero demasiado alejado de la estratégica Ruta de la Seda para convertirse en el centro comercial de primer orden que siempre quiso ser. Chongqing, villa de mercaderes y pescadores, durmió un sueño milenario del que se despertó para irrumpir con fuerza en la gran geopolítica mundial a principios del siglo XX, cuando la presión de las potencias occidentales forzó a China a abrir al comercio exterior las rutas del Yangtsé. En 1901 se inauguró aquí una concesión japonesa, embrión de la megalópolis febril y convulsa que iba camino de ser.
No mucho más tarde de este primer síntoma de apertura al mundo, Chiang Kai-shek y sus tropas nacionalistas instalaron la capital china en esta urbe de la provincia de Sichuan cuando Japón invadió la zona norte del país, en 1938. Por entonces había alcanzado ya el millón de habitantes. Chongqing, la Ciudad de Héroes de las canciones patrióticas chinas, padeció en esa guerra intensos bombardeos que mermaron su patrimonio histórico y harían imprescindible una reconstrucción en profundidad en las décadas posteriores. Y llegamos así al año cero de 1949, cuando las autoridades de la recién constituida República Popular toman el control de una ciudad arrasada y deciden transformarla en algo muy distinto, un centro industrial y universitario que pronto recibiría un auténtico alud de nuevos residentes de las provincias del sudoeste y del resto de China.
Un laberinto a orillas del río
Hoy, Chongqing es (junto con Beijing, Shanghái y Tianjin) una de las cuatro grandes aglomeraciones urbanas de la República que administra directamente el Estado central y no pertenecen a ninguna provincia. Su territorio metropolitano, de unas dimensiones algo superiores a las de Austria, incluye 26 distritos y 12 condados en los que viven más de 32 millones de personas.
Es inmensa y, además, se ha convertido en puerta de la China meridional y custodio de su principal obra de ingeniería, la relativamente cercana Presa de las Tres Gargantas, la central hidroeléctrica más grande del mundo, construida en 1997. Esta obra, en la que se emplearon cerca de 28 millones cúbicos de hormigón y que costó, según diversas estimaciones, entre 50.000 y 70.000 millones de euros, supuso un antes y un después para la China contemporánea. En cierto sentido, podría afirmarse que la Chongqing desmesurada y fantasiosa que hoy nos deslumbra, creció a la sombra de las Tres Gargantas, de su ambición y su narcisismo faraónico. Si algo así podía crearse de la nada en un área rural del Yangtsé, ¿Qué no se podría hacer en la ciudad que preside el río, el lugar al que fueron a parar los millones de desplazados por la construcción de la presa?
La excusa oficial para muchas de las peculiaridades de Chongqing es que su topografía condiciona mucho el desarrollo urbano y obliga a los residentes a hacer un ejercicio continuo de pensamiento lateral y construir de manera distinta. El resultado, tal y como lo describe un artículo reciente de Architectural Digest, es un laberinto tridimensional de múltiples niveles.
En palabras del también youtuber Jackson Lu, residente local, la ciudad está en una irregular meseta montañosa a orillas de dos grandes ríos, el Yangtsé y el Jialing. Eso hace que no abunden las planicies y que resulte imprescindible “aprovechar los espacios verticales, como en Hong Kong”. Si aspira a seguir creciendo, debe hacerlo hacia arriba, y trepando, en ocasiones, por las laderas de las montañas circundantes o cavando agujeros en su interior.
La plaza del cielo
De ahí que proliferen de manera pasmosa los rascacielos, los bloques residenciales de más de 30 plantas y una ocurrencia local que está causando sensación en las redes: las plazas aéreas. El propio Lu, en un vídeo viral en TikTok que ha alcanzado ya los 30 millones de reproducciones, muestra una de las más emblemáticas, Kuixinglou Square, una amplia superficie (nada que envidiar a algunas de las principales plazas de las ciudades de Occidente) situada en la planta 22 de un complejo de oficinas junto al puerto fluvial. Imaginen que pasean por la plaza Mayor de Madrid y, en uno de sus extremos, se asoman a un mirador 60 metros por encima del cauce del Manzanares. Algo así es Kuixinglou Square.
En su vídeo, Lu describe una jornada cotidiana en su ciudad de locos, desde que abandona un apartamento que más bien parece una madriguera futurista para adentrarse en una parada de metro “con aspecto de búnker antinuclear clandestino”. A partir de ahí, recorre una tupida red de escalinatas, pasarelas y corredores, se sube a un autobús que circula por una carretera de circunvalación elevada, deja atrás puentes dignos de una película de Tim Burton o paradas de metro a un centenar de metros de profundidad (a la que se accede con escaleras mecánicas con peaje incluido) y acaba recalando en la célebre estación de Liziba, una extravagancia a la que hay que dar de comer aparte.
El tren aéreo me deja en casa
Olivia Heath, redactora de House Beautiful, apenas se esfuerza en disimular su perplejidad cuando describe “ese tren urbano que atraviesa la pared exterior de un bloque de apartamentos de 19 plantas y concluye su recorrido en una estación de enlace situada entre la sexta y la novena planta”. Se trata, en su opinión, de una solución creativa derivada de la necesidad de “acomodar a más de 30 millones de personas en apenas 80.000 kilómetros cuadrados de superficie, en su mayoría montañosa”. A Heath le fascina que tan original servicio de transporte público a domicilio “lleve desde 2004 funcionando sin apenas quejas ni incidencias reseñables” y ni siquiera plantee problemas significativos de contaminación acústica: “El sonido que produce no supera los 60 decibelios, similar al del programa de un lavavajillas casero”.
Esa es la Chongqing laberíntica y futurista que se está volviendo viral en los últimos meses. En medios como Wanderplate insisten que, más allá de la inaudita postal ciberpunk existe una Chongqing distinta que vale la pena descubrir sin prejuicios. Así, recomiendan una visita al complejo de edificios Hongya Cave, pintorescas construcciones ribereñas sobre pilares situadas en un meandro del río Jialing. Las originales, testimonio del pasado de Chongqing como discreto puerto fluvial, venían deteriorándose desde hacía décadas y fueron derribadas en 2005. A partir de 2006, se construyó aquí un nuevo complejo de casas tradicionales fieles al diseño del poblado original que a muchos le parece el idílico escenario de una película de Hayao Miyazaki. Los que acuden al lugar pueden disfrutar de su mercado popular y del magnífico restaurante de su cuarta planta, donde sirven un célebre condimento local, la sala málà, tan intenso y picante que deja la boca entumecida.
Cikiqou, último vestigio de la ciudad antigua, convertido hoy en un refulgente parque temático, bien merece también una visita, como el museo acuático Baiheliang, cuyas modernas salas están sobre el profundo lecho del Yangtsé. Por último, no abandonen la ciudad del futuro sin comprobar por sí mismos cómo sobrellevan la cautividad los melancólicos osos panda del zoológico local, acostumbrados a mordisquear arbustos con la mirada perdida en las montañas moteadas de rascacielos. Ellos sí que disfrutan de una dosis extra de espacio horizontal en esta ciudad que sigue construyendo parcelas verticales en el cielo, porque sobre el suelo ya no cabe ni un alma.
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