"Sé que lo que yo hago no es literatura"
Virtuoso del thriller legal, género indisociable de su nombre, John Grisham (Jonesboro, Arkansas, EE UU, 1955) es autor de una veintena de títulos de los que a lo largo de los años ha vendido más de 250 millones de ejemplares, que han generando miles de millones de dólares en beneficios, lo que le convierte en un fenómeno de marketing que ha sido objeto de numerosos estudios que han tratado de dar con el secreto de su éxito, aunque éste se les escape por igual tanto a los analistas de la industria del libro como al propio autor.
Hijo de un obrero de la construcción que llevaba una vida nómada, John Grisham se licenció en derecho, ejerciendo de abogado en las cortes de justicia del Estado, donde adquirió de primera mano un profundo conocimiento del espinoso mundo de las causas legales. Efectuó su primera incursión en la novela a los 35 años, y lo hizo sin ánimo de iniciar una carrera literaria. Trabajaba 70 horas a la semana, repartidas entre sus obligaciones como abogado y las exigencias de su cargo político, lo cual no le dejaba ningún margen para otras cosas, pero una escena que presenció durante el transcurso de una causa criminal le afectó tan profundamente que, tratando de exorcizarla, escribió un libro, lo cual cambió el curso de su vida.
Lo que Grisham no podía quitarse de la cabeza era el escalofriante testimonio de una adolescente en el que daba cuenta de las circunstancias de su violación en presencia del hombre que la había forzado, ante la mirada atenta del jurado. Sentado entre el público, el padre de la víctima escuchaba el testimonio de su hija con el rostro congestionado por el dolor, a duras penas capaz de contener su rabia. "¿Qué ocurriría", se preguntó el futuro autor, "si el padre de la niña se tomara la justicia por su mano y diera muerte al violador, teniendo entonces que ser juzgado por asesinato?". La respuesta fue Tiempo de matar, su primera novela. Aunque no falta quien dice que es la mejor obra de su carrera, cuando se publicó pasó completamente inadvertida. Nada permitía sospechar entonces que el autor de aquel libro primerizo estaba destinado a ser uno de los mayores autores de best sellers de todos los tiempos. Dos años después, las cosas cambiarían radicalmente. Todavía no había enviado a ninguna editorial el manuscrito de su segunda novela cuando alguien se lo hizo llegar de manera clandestina a un productor de Hollywood, que inmediatamente vio sus posibilidades y ofreció 600.000 dólares por los derechos cinematográficos del libro. Cuando la noticia llegó a los circuitos editoriales, Grisham recibió una oferta millonaria. El libro, titulado La tapadera, se convirtió en un mega-best seller. Corría el año 1991. Desde entonces hasta hoy, todos los libros de Grisham, incluido Tiempo de matar, al que le llegó la hora del éxito con carácter retroactivo, han alcanzado un promedio de ventas superior a los diez millones de ejemplares por título, a razón de uno por año, a veces más. Muchos de ellos han sido adaptados al cine, y no por cualquiera. Entre los cineastas que han dirigido películas basadas en novelas suyas figuran nombres del calibre de Sidney Pollack, Alan J. Pakula o Francis Ford Coppola, uno de los fans del autor.
La entrevista tiene lugar en su oficina, ubicada en el centro de Charlottesville, pequeña localidad del Estado de Virginia, en cuyas afueras vive recluido el escritor. Todo en su vida está calculado al milímetro y puesto al servicio de la publicación, distribución y marketing de sus inexorables best sellers. Acude a la cita a la hora en punto, impecablemente vestido. Es un hombre sencillo, de mirada limpia, que transmite una inmediata sensación de integridad y a quien le gusta llamar a las cosas por su nombre. Tiene muy claro cuál es su misión en la vida, y a fin de que nadie se llame a engaño, afirma sin equívocos que lo que hace no es literatura, sino entretenimiento de calidad.
Los popes de la crítica y los mandarines de la alta literatura levantan las cejas cuando oyen su nombre, pero algo debe de tener este hombre cuando hay millones de lectores repartidos por los cuatro puntos cardinales del globo esperando con avidez a que publique su siguiente novela. Es alto, afable y ameno, nada estridente en sus maneras. Aunque el guión de su vida está sometido a un severísimo control debido a los plazos de producción que Grisham se ve obligado a observar, a fin de que en ningún momento se interrumpa la maquinaria encargada de mantener constante el ritmo de publicación de sus libros, hay claros en la conversación que permiten vislumbrar, siquiera durante unos momentos, al individuo que se encuentra en la base de lo que se ha dado en llamar el negocio Grisham. Lo que se ve en esos momentos es un hombre austero y trabajador, un buen tipo, o, como dice él de sí mismo, un chico blanco, de origen muy humilde, criado en el profundo Sur de Estados Unidos, con la cabeza llena de ensoñaciones, al que lo único que le importa es poder escribir sus historias, unas historias que, concebidas en los pliegues más profundos de su imaginación, llegan con regularidad perfectamente calculada a los rincones más alejados del planeta.
¿Qué es lo más destacable de 'La apelación', su última novela? Es el libro más abiertamente político de cuantos he escrito. Creo que ése es su rasgo más destacado. Me meto a fondo en un tema que no se ha explorado suficientemente, el mundo de las elecciones judiciales en Estados Unidos, una cuestión candente en mi país. Este tipo de elecciones tiene lugar cada dos años y está sujeto a toda clase de manipulaciones por parte de representantes del mundo de la política y las grandes corporaciones financieras. El fenómeno se ha agudizado en la última década. Cada vez hay más corrupción en el entorno de estas elecciones judiciales. La acción transcurre en el Estado de Misisipi, donde me crié. Hace bastantes años jugué un papel activo en la escena política del Estado, de modo que conozco el ambiente de primera mano.
¿Cuál es el proceso de gestación de una novela de John Grisham? Siempre estoy a la caza de ideas, porque no trabajo nunca en un solo libro, sino en varios a la vez. Aparte de la novela que esté escribiendo en un momento dado, voy dando forma en mi cabeza a las dos siguientes, de modo que el proceso de gestación de un libro empieza mucho antes de que llegue el momento de ponerme a escribirlo. En cuanto tengo la idea del libro, empiezo a organizar el argumento. Antes de escribir la primera palabra sé perfectamente todo lo que va a pasar. Luego viene un periodo que puede durar meses, durante el cual me dedico a documentarme a fondo sobre el tema, hasta que por fin llega el momento de escribir la novela, cosa que me lleva entre cuatro y seis meses. Los preliminares pueden variar, pero el grueso del libro lo remato en 90 días.
Cronológicamente, el plan es siempre el mismo, y sigue de cerca el curso de las estaciones del año. A finales de la primavera tengo una idea bastante clara de cómo va a ser la historia, y entonces empiezo a escribir, primero sólo un poco, una página al día, a veces dos; luego voy aumentando, hasta llegar a tres o cuatro páginas diarias. Cuando llega el verano, como ahora, entro en velocidad de crucero, y trabajo más horas. En estos momentos estoy sacando un promedio de cinco a siete páginas por día. Mantengo el ritmo a todo agosto, hasta que pongo fin al libro. A mediados de septiembre habré terminado la novela que tengo entre manos ahora mismo. Después de limpiar el manuscrito, lo dejo reposar, y antes de enviarlo a la imprenta, a primeros de diciembre, le echo un último vistazo. El 27 de enero estará en todas las librerías del país y esa misma noche quedaré para cenar con mi editor y con mi agente para fijar la fecha de publicación de la siguiente novela, que según mis cálculos será en febrero de 2010. Es un ritual que nunca falla.
Entonces, en estos momentos se encuentra en la fase central de la escritura. ¿Puede describir su rutina? Me levanto muy temprano, a las seis de la mañana. Me tomo un café muy cargado y me encierro en mi despacho. Vivo en el campo, a quince millas al sur de Charlottesville, y tengo una oficina sin teléfono ni fax ni Internet, nada, silencio total. A las siete de la mañana estoy escribiendo a toda máquina. Con los años he aprendido que cuando rindo mejor es entre las siete y las diez de la mañana. Ésas son las mejores horas del día para mí y procuro aprovecharlas sin interrupciones. A partir de las diez, mi mente empieza a divagar; a las once ya voy casi sin gas. Es rarísimo que la sesión de escritura se prolongue hasta mediodía. Dicho así no parece que sea una jornada de trabajo muy dura, pero escribir de manera ininterrumpida durante cuatro o cinco horas es agotador. Al final de una sesión de escritura dura estoy física y mentalmente extenuado. Cuando acabo vengo en coche a Charlottesville, almuerzo en algún restaurante cerca del despacho y, una vez aquí, me ocupo de las cuestiones organizativas. Aquí es donde concedo mis entrevistas, hago reuniones, me ocupo de la correspondencia y hablo por teléfono con Nueva York. A media tarde me voy a casa y hago ejercicio, una sesión bastante rigurosa: levanto pesas, o salgo a correr, o a nadar, o juego a squash, durante una hora, más o menos. El resto del tiempo se lo dedico a mi familia.
¿Nunca se toma un respiro? ¿Se siente presionado? No me puedo permitir parar, se iría todo inmediatamente al traste. En el negocio del entretenimiento y en el mundo de la cultura popular, todo va por ciclos, ya se trate de cine, de música o de deporte. Son ciclos bastante amplios, pero no se sabe cuánto pueden durar. Eso es particularmente cierto en el caso de la ficción. No me siento presionado. Nadie me obliga a escribir un libro al año. Tengo un contrato que me obliga a escribir creo que son dos o tres libros durante los próximos cinco años, de modo que no hay presión contractual que me obligue a producir al ritmo que lo hago, pero es algo que me impongo, por tres razones: si no escribiera, no sabría qué hacer con mi tiempo; además, me divierte inmensamente hacerlo, y por último, mis libros siguen siendo inmensamente populares. Si, por las razones que fuera, las cosas dejaran de ser así, dejaría inmediatamente de escribir.
¿Cuántos millones de ejemplares calcula que ha vendido a lo largo de su vida? Según datos recientes de mis editores, más de 250 millones en 46 idiomas.
¿Y qué le hace sentir saber que tiene tantos millones de lectores en todo el mundo? A pesar del tiempo transcurrido, sigo sin salir de mi asombro. Me resulta increíble saber de antemano que el libro que estoy escribiendo en la soledad de mi estudio lo van a leer millones de personas de todas las edades distribuidas por los cinco continentes. Tengo muy presentes a mis lectores. Ellos son la razón de todo esto. Son increíblemente fieles, aunque, en cierto modo, estoy sometido a sus exigencias. Mis fans saben perfectamente cuál es la fecha de publicación de mis libros, y esperan pacientemente a que llegue, pero no me puedo salir mucho del guión. A veces me gusta probar con otro tipo de libros, pero si lo que publico no es un thriller legal, a mis lectores no les hace mucha gracia. Una vez publiqué una novela cómica, Una Navidad diferente. Mis seguidores dijeron que habían disfrutado leyéndolo, pero dejando claro que prefieren los thrillers legales. He publicado muchas clases de libros, incluso una farsa sobre el fútbol en Italia, y todos se han vendido muy bien porque figura mi nombre en la portada, pero a mis lectores no acaban de convencerles mis devaneos. Tienen muy claro lo que les gusta y quieren que se lo dé. En ese sentido estoy un poco atado: siento que no los puedo defraudar, así que intento darles un buen libro de suspense legal cada año.
¿Cómo empezó la lluvia de 'best sellers'? Fue algo totalmente inesperado. Mi primer libro, Tiempo de matar, no lo leyó nadie. Sin embargo, dos años después, cuando publiqué La tapadera, en 1991, las cifras de ventas alcanzaron proporciones exorbitantes. Hubo un factor de suerte: cuando salió el libro, el mercado editorial andaba a la búsqueda de nuevos talentos. Stephen King llevaba 15 años en candelero; Tom Clancy, 10, y Michael Crichton y Robert Ludlum, todos ellos autores de mega-best sellers, también llevaban mucho tiempo. Para la industria del libro es crucial descubrir a una nueva superestrella cada dos o tres años. A principios de los noventa, todo el mundo -editores, librerías, lectores- andaba a la caza de un nuevo nombre, de modo que el ambiente no podía ser más propicio para mí cuando apareció La tapadera.
Entonces ocurrió algo importante: me advirtieron contra el éxito. En plena eclosión de ventas, los expertos me dieron un consejo: "Esto que te está pasando es un milagro, pero no lo puedes dejar. Si quieres mantenerte, tienes que sacar un libro el año que viene como sea. De lo contrario puede irse todo al garete". Me advirtieron que de la misma manera que en el mercado editorial estadounidense se celebra el triunfo de un desconocido, en cuanto pasa un poco de tiempo, los mismos que te han estado jaleando disfrutan del espectáculo de contemplar la caída del nuevo ídolo. La línea divisoria entre el éxito y el fracaso es imperceptible, y yo tuve la fortuna de que me lo hicieran ver a tiempo. Había alcanzado un nivel de popularidad espectacular, el público se había fijado en mí, y ahora tenía que hacer un esfuerzo enorme por asegurarme su fidelidad. Si no les haces caso a los lectores, enseguida te dan la espalda. Me di cuenta de que, efectivamente, los grandes autores comerciales, los gigantes de la literatura popular como Stephen King, Robert Ludlum o Tom Clancy sacaban todos un libro al año. Comprendí que no me quedaba más remedio que hacer lo mismo y durante los tres años siguientes publiqué otras tantas novelas, El informe Pelícano en el 92, El cliente en el 93 y La cámara de gas, un libro bastante oscuro, en el 94. Todas fueron grandes best sellers. Fueron unos años increíbles, porque además se llevaron todas a la pantalla, lo cual le dio el espaldarazo definitivo a mi carrera. El clímax llegó entre el verano del 93 y el verano del 94. En sólo doce meses se estrenaron tres películas basadas en mis tres primeras novelas, y todas fueron un éxito de taquilla. Hubo gente que dijo que había saturado el mercado. Llegué a tener el número 1 de ventas de tapa dura y los números 1, 2 y 3 en la lista de libros de bolsillo. Ahora que puedo ver las cosas con perspectiva, me doy cuenta de que la clave estuvo en tener la ambición y la disciplina necesarias para sacar un libro al año. Stephen King hizo una observación muy interesante al respecto. Hace muchos años que él publica hasta dos libros el mismo año. Lo que dijo King es que cuando un escritor hace algo así, los críticos dejan de fijarse en él, lo cual es una gran victoria. El autor a solas con sus lectores, haciendo de la crítica algo irrelevante.
De todos modos, los 'best sellers' no dejan de ser un misterio cuya lógica escapa incluso a las leyes del mercado. Son muchas las grandes operaciones comerciales que desembocan en fracaso. Por otra parte, no escribe un 'best seller' quien quiere, sino quien puede. A veces, ni siquiera el propio autor es capaz de explicar en qué consiste. ¿Cuál es su opinión? ¿Hay una fórmula mágica? No puedo hablar en general. Lo que puedo hacer es tratar de explicar mi caso. Se da toda una mezcla de factores. En primer lugar, para que un libro llegue a ser un best seller es indispensable que tenga suspense. Si el autor sabe manejar con destreza el elemento de suspense, las posibilidades de que el libro se venda bien son muy elevadas. El suspense es algo que engancha a todo el mundo. A todos nos encanta ver una buena película de suspense, leer un libro que te mantiene en vilo. En segundo lugar, en la historia tiene que haber un héroe o una heroína que se ganen inmediatamente las simpatías del lector. Una vez que se han identificado con él, hay que hacer que el protagonista se meta en una situación difícil, convertirlo en víctima de alguna traición, quizá poner su vida en peligro, para al final rescatarlo de las dificultades. Ésos son los ingredientes básicos del género de suspense. Luego están las marcas de identidad de cada autor; en mi caso, un buen conocimiento del mundo de la ley. En nuestra sociedad, en nuestra cultura, hay un apetito insaciable por las historias con un trasfondo legal. El mundo de la ley es algo que fascina a todo el mundo. A todo el mundo le encantan los juicios, los procesos legales, los tribunales y jurados que tratan de dirimir un asesinato; todo eso es parte de nuestro ADN. En resumidas cuentas, que la combinación de un buen suspense con un marco legal es formidable. En mi caso hay un tercer elemento, que no se da en todos los escritores, y es que mis libros son limpios, no hay nada escabroso ni moralmente objetable en ellos. Si un lector de 50 años lee una novela mía, sabe que se la puede recomendar indistintamente a su hija de 15 años o a su madre de 80, porque tiene la seguridad de que no hay nada moralmente reprobable en el libro. La clave de la fidelidad que me profesan muchos lectores es esa cualidad, que no es tan frecuente como parece. Hay una sobreabundancia de libros turbios y escabrosos.
¿Podemos apartarnos por un momento del guión? Olvídese de las ventas, de los agentes, de los calendarios de producción, de las sesiones de treinta minutos para el fotógrafo y una hora para el entrevistador. ¿Le resultaría posible desprenderse de todas esas máscaras para hacer su autorretrato? Nada de lo que ha ocurrido conmigo en la esfera pública me ha cambiado. En el fondo sigo siendo la misma persona que era antes de publicar mi primer libro: un buen chico que tuvo una infancia dura, de familia pobre, blanco, criado en Misisipi, en el profundo Sur. Tengo valores morales muy conservadores, aunque política y socialmente soy liberal. Soy demócrata, tengo mis creencias religiosas, y soy tremendamente celoso de mi intimidad. No me gustan los cambios. Llevo 27 años felizmente casado con la misma mujer, tenemos dos hijos, un chico de 25 y una chica de 17. Tengo muy arraigado el sentimiento de familia. No tengo enemigos, soy muy leal a mis amigos, con un profundo sentimiento de mi región, el Sur. Y no soy para nada una persona complicada, al revés. Soy lo que se dice un tipo sencillo.
¿Cuáles son sus obsesiones? ¿Tiene miedo de algo? No tengo tiempo para pensar en esas cosas. Mi única preocupación es que el libro que estoy escribiendo ahora mismo sea el mejor que he escrito jamás. Ahí empiezan y terminan mis obsesiones.
¿No le da miedo quedarse sin ideas? Sinceramente, no. Llevo 21 libros en 20 años, todos grandes best sellers, y en ningún momento he estado falto de ideas. Me preocuparé por eso el día que me quede sin ideas. Entonces pararé, pero de momento no parece que haya peligro.
¿Cuál es la línea divisoria entre literatura y entretenimiento? ¿Qué criterios los definen? ¿Le parecería legítimo hablar de valores artísticos frente a motivaciones económicas? Es muy difícil contestar. La línea divisoria, y la hay, qué duda cabe, es demasiado movediza. Resulta difícil determinar dónde acaba el arte y dónde empieza el entretenimiento, es una frontera porosa. Los extremos están claros: por una parte estarían los escritores que hacen literatura de calidad sin tener en cuenta ningún tipo de criterio comercial, y en las antípodas, los autores que escriben exclusivamente con ánimo de satisfacer las necesidades del mercado de masas. Pero hay toda una zona intermedia entre los dos extremos. Hay autores que escriben literatura de calidad que venden bien, así como autores populares cuyos estándares se acercan a los de la alta literatura. ¿Cuál es mi posición en todo esto? La alta literatura exige dedicar mucho tiempo a indagar en las profundidades del espíritu humano, sondeando el carácter de la gente, prestando atención a las relaciones humanas. El argumento no es tan importante. Sí es importante conseguir transmitir un sentimiento del espacio local, del entorno, del paisaje. Yo sé que lo que yo hago no es literatura. Para mí, el elemento esencial de la ficción es el argumento. Mi objetivo es conseguir que el lector se sienta impelido a pasar las páginas a toda velocidad. Si quiero lograr eso, no me puedo permitir el lujo de distraerlo. Tengo que mantenerlo en vilo, y la única manera de hacerlo es utilizando las armas del suspense. No hay más. Si me pongo a intentar entender las complejidades del alma humana, los defectos de carácter de la gente y cosas de ese tipo, el lector se distrae, y eso es un lujo que no me puedo permitir. Por supuesto que he leído literatura en el sentido clásico. Todos tenemos esa clase de libros en la biblioteca de casa. Me obligaron a leerlos en la escuela, y le confieso que no me gustaron demasiado. No entendía por qué decían que eran tan buenos.
¿Se siente envidiado por los escritores 'serios'? ¿Ha sentido desprecio por parte de críticos y escritores 'literarios'? Ya le he dicho que no presto atención a lo que dicen los críticos, ésa es una batalla que gané hace mucho. Sé que no me tratan demasiado bien, cosa que antes me molestaba, pero ahora ya no. Me imagino que habrá muchos escritores que no consiguen publicar o que venden muy poco que se sienten amargados y no pueden soportar que haya escritores que venden a mansalva, pero en todo caso no tengo trato con ellos. Ni los conozco ni los voy a conocer nunca. Lo único que me importa es que mi próximo libro sea el mejor que he escrito jamás. Me debo a mi público. Mi única preocupación es satisfacer a mis lectores. Lo demás da exactamente igual.
¿Ha coincidido en alguna ocasión con un autor como, pongamos por caso, Don DeLillo, Philip Roth o Cormac McCarthy? Quizá tuvieran muchas preguntas que hacerse, o cosas que contarse, ¿no cree? No se ha dado el caso. Jamás he conocido a ningún autor como los que dice usted. La escritura es un oficio solitario, que se hace en casa, lejos de todo el mundo.
Pero le interesan esos autores. En algún lugar he leído que colecciona primeras ediciones de los libros de Faulkner. Bueno, somos paisanos, los dos somos de Misisipi. Leí a Faulkner siendo muy joven, porque en el colegio nos obligaban a leerlo. Disfruté moderadamente alguno de sus libros, pero lo normal era que me resultara imposible pasar de la página 10. La razón por la que colecciono sus primeras ediciones es porque son una magnífica inversión. Me gusta coleccionar relojes de pulsera y primeras ediciones.
En 'La apelación' y en otros libros suyos se advierte una preocupación por temas como la justicia social. Es cierto, y supongo que también seguirá apareciendo esa preocupación en libros futuros, pero si te dedicas a la ficción popular no puedes predicar demasiado, no puedes imponer tus opiniones políticas a los lectores. Está bien abrazar una causa, pero no hay que insistir demasiado. En el libro que estoy escribiendo ahora mismo no hay nada de eso, nada de preocupaciones sociales, nada de política. Suspense puro, al viejo estilo. Claro que se pueden combinar las dos cosas. De hecho, mis mejores libros son los que logran un equilibrio entre los dos elementos. Pero la fórmula del éxito, como ocurre con La tapadera, El cliente, El socio o el libro que estoy escribiendo, prescinde de esos temas.
Sin embargo, en su vida privada no es así: le preocupa su comunidad, ha dado dinero para que se construyan viviendas sociales en Brasil, financia un equipo de béisbol para chicos necesitados. Soy de orígenes muy humildes. Nací en el seno de una familia pobre, y eso es algo que no se olvida fácilmente. Por lo menos, yo no lo olvido. He tenido éxito en la vida. Soy una persona privilegiada y me parece importante aportar algo a la comunidad.
Antes de ser escritor se metió en política. ¿Cómo recuerda la experiencia? Fui candidato a la legislatura del Estado, y me eligieron dos veces, pero no tardé mucho en dejarlo. La política me sigue interesando, pero como espectador, no como elemento activo. He brindado apoyo a los políticos con cuyas ideas comulgo, prestando mi nombre o ayuda financiera a sus campañas. En estos momentos, en EE UU se ha llegado a un punto cercano a la saturación con las elecciones presidenciales. Está siendo una campaña interminable.
No puedo poner fin a la entrevista sin preguntárselo. ¿Quién va a ser el próximo presidente de EE UU? Obama.
Leyes, política, libros y películas
Abogado y político. Sus novelas se nutren de sus experiencias profesionales en el campo del derecho criminal, así como de lo que aprendió durante los años en los que se dedicó activamente a la política, en calidad de miembro electo del Partido Demócrata en la Cámara de Representantes del Estado de Misisipi.
En cine, películas basadas en sus novelas han tenido un éxito fulminante, como El informe Pelícano(Alan J. Pakula), La tapadera (Sydney Pollack), El cliente (Joel Schumacher) y Legítima defensa (Francis Ford Coppola).
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