Mesa para uno: el creciente placer de salir a comer solo contigo mismo
En el bar de la esquina, en el restaurante de menú o en un tres estrellas Michelin, la comida en soledad es una experiencia de la que cada vez disfruta más gente por motivos muy diversos
Un momento de desconexión durante la jornada laboral, unos minutos de charla en tu bar de proximidad o la excusa perfecta para comer en un sitio que te apetece cuando andas cerca: salir a comer solo no es una sola cosa, sino una infinidad. Durante mucho tiempo se ha considerado más una necesidad para saciar el hambre que una experiencia deseable -leí hace años una entrevista al pintor Ceesepe que decía que cuando lo hacía “le miraban como si fuera viudo”-, pero cada vez somos más los que disfrutamos de salir a comer solas y solos.
¿Es esto “el fin de la sociedad tal y como la conocemos”, “vamos de mal en peor” o “el individualismo no conoce límites”? Para nada: precisamente en un mundo hiperconectado, donde estamos constantemente rodeados de gente -aunque sea gente a la que queremos muchísimo, como la familia- tener una cita contigo, poder improvisar o romper un rato con la rutina es para muchas y muchos un soplo de aire fresco, que nos permite retomar la gestión de esta carrera de fondo que es la existencia con energías renovadas. He hablado con otras personas que también disfrutan comiendo solas, y estas son algunas de nuestras experiencias y momentos favoritos cuando pedimos “mesa para uno, por favor”.
Ciudadanos de un lugar llamado barra (y mercado)
A la asesora gastronómica Eva Hausmann antes no le gustaba salir sola a comer, pero desde hace unos años le encanta, sobre todo cuando puede sentarse en una barra. “Es un momento de desconexión y de paz, además puedo observar tranquilamente como trabajan, hacer fotos sin que nadie me diga nada o me meta prisa para empezar a comer”. Para Hausmann es un formato que da muchísimo juego, no solo para ver cómo se trabaja y entablar conversación con los camareros, sino porque además puedes acabar teniendo una conversación agradable con alguien en tu misma situación. “Para mi cumpleaños, durante mucho tiempo, desayunaba dándome un homenaje en el Quim de la Boquería comiéndome unos huevos fritos con chanquetes y una copa de cava, y empezaba el día de maravilla”, costumbre que piensa retomar en su próxima celebración.
Suscribo la felicidad del esmorzar de forquilla en barra: las de muchos bares de mercado, y otros como la Bodega Montferry o Ultramarinos Marín, me han dado muchas alegrías mañaneras solitarias. El autor de Collado y jefazo de la cafetería +Bernat -situada en la librería homónima- Carles Armengol, que también disfruta comiendo solo a cualquier hora del día, apuesta por la misma barra o una mesa rinconera discreta, desde donde pueda ver bien, “para poder ir observando qué pasa -el ritmo, la sala, la gente-” sin que nadie le vea a él. Para la chef de cocina sostenible afincada en el Baix Llobregat Susana Aragón, es cuando más percibes la vida de un restaurante. “Cuando era joven y trabajaba en Barcelona, salía del Prat un par de horas antes para comer allí en algún sitio de cocina de mercado -literalmente, cerca de un mercado- y ver cómo se mueve la cosa”. Aún lo hace: “Me siento, pido un par de platos y contemplo el movimiento, cosa que me encanta”, cuenta.
Pim, pam, pum: a comer
Al bodeguero, abogado y gurú del menú de diario Alberto García Moyano le encanta ir a comer en comunidad, pero también solo (sobre todo en algunas circunstancias). “Me gusta ir a probar sitios nuevos, porque es más ágil: te ahorras tener que cribar por restricciones o alergias, tipos de alimentación o afinidad, además de esa tarea que es poner a la gente de acuerdo, porque siempre hay alguien que no puede”. En su soledad y tranquilidad practica el menú del día: no le conocen, no les conoce, le dan de comer como en casa, baja revoluciones, disfruta, se lo mira todo y tiene tiempo para estar en tu mundo y fijarse solamente en lo que está comiendo. “Es una de mis maneras favoritas de evadirme durante un rato del planeta Tierra para instalarme en el mío propio: lo mejor”.
El lujo de no tener que hablar (ni opinar)
Reuniones presenciales o por videollamada, poner temas en común con los compañeros de trabajo, audios de -y para- familia y amigos para comentar rápidamente temas de vida u ocio y, en general, gestionar esa PYME que es la existencia nos hace hablar continuamente. Ir a comer solo te permite romper durante un rato esta dinámica y darle un descanso a tu garganta, tanto en el momento como después. Para Josep Sucarrats, director de la revista Arrels “hay cosas, como ir al cine solo, que te ahorran tener que emitir una opinión rápida y concisa sobre lo que acabas de ver; y yo soy de reacciones más lentas, por lo que prefiero pensar sobre ello más tarde”. Con los restaurantes, “sobre todo si te dedicas a esta profesión”, matiza, “también parece que tienes que pronunciarte, contar rapidito lo que te ha parecido y sentar cátedra”. Vas solo, lo disfrutas contigo mismo, nadie te molesta.
Y el de poder escuchar
Hay un tipo de personas -en el que me incluyo- al que la vida y milagros de los famosos les da completamente igual, pero pueden pasarse dos paradas de metro escuchando una conversación jugosa entre dos personas a las que no conoces de nada. Comer no es solo el acto de alimentarse, y este es otro de los puntos a favor de hacerlo solo: puedes dejar de pensar en tus cosas durante un rato para escuchar las de los demás. Sucarrats lo cuenta muy bien: “Soy un poco chafardero, la vida de alguien que no conozco puede llegar a interesarme bastante… y en los restaurantes se cuentan muchas cosas”, apunta. “Si tienes cerca una pareja o un grupo locuaz, siempre puedes ir acumulando historias para esa novela que tal vez nunca escribirás, pero para la que siempre va bien tener los archivos”.
Cuando “solo” tiene truco
A veces ir a comer sin quedar con nadie no implica necesariamente estar solo; para esos días están tus bares o restaurantes de cabecera, en los que te saludan por tu nombre y sabes que además de comer puedes ponerte al día con un personal que ya casi cuenta como amigo (si el tiempo, literalmente, lo permite). Mónica Cabo tiene en su bar AlNorte más de un cliente habitual que va a picar algo y se sienta con el periódico en la barra, solo pero acompañado. “También hay gente que viene a tomarse un vino y a charlar un rato… creo que hay bares para ir solo y otros a los que nunca entraría sin compañía”, reflexiona.
Cuando Susana Aragón llevaba el Cèntric “había mucha gente que venía sola tanto al menú de mediodía como a cenar, y por las noches entre semana, al ser servicios menos intensos al final te daba tiempo a que algunos clientes te contaran su historia -y tú a ellos la tuya-, y al final hicimos buenos amigos”. Esta cercanía también es clave para quien no come solo porque quiere, sino porque no tiene más remedio (y también pasa en soledad más tiempo del que le gustaría).
Leer en la mesa: sí, gracias
“Cuando puedo comer sola intento buscar un sitio más bien informal -desde una taberna hasta un bistrot-, porque parte del gusto de comer sola es... leer mientras como”, confiesa nuestra comidista italogalaica Anna Mayer. “Algo que en mi casa estaba prohibido -estaba permitido en el desayuno, imagino porque no se pretendía que habláramos recién despiertos- y ahora que soy adulta entiendo que es algo que no se hace, sin embargo me provoca inmenso placer”.
Sin ningún tipo de vergüenza, secundo su costumbre con un gustirrinín añadido, el de ir salir a comer cuando un libro me da hambre -sea de callos leyendo un Carvalho de Vázquez Montalbán o de ramen con La gula de Asako Yuzuki- y seguir con la lectura mientras me como el plato en cuestión. ¿Más ventajas? Segurísimo que no te aburres. “Como en paz y tranquilamente, y ahora mismo me han entrado muchas ganas de ir a comer yo sola”, ríe Mayer.
De un picoteo en el barrio al tres estrellas Michelin
Los picoteos de mediodía rápidos de barra con unas cañitas son “mágicos” para Carles Armengol, que también los usa como herramienta de corte para salir del bucle cuando se siente poco inspirado, o como homenaje para darle la vuelta a un mal día. “Donde no iría es a sitios muy gastronómicos, con un ticket elevado, como de 50 para arriba… eso prefiero compartirlo”. A Iñaki Aldrey, chef en el restaurante ATempo, en cambio, también le apasiona comer solo en restaurantes llamados “gastronómicos” porque le permite reflexionar y analizar con más calma todo lo que pasa. “Cuando vas con alguien obviamente tienes que prestarle atención y dedicarle tiempo, porque para eso vas con ese alguien” ríe. “Ir solo, sea un sitio con muchas estrellas o con ninguna te permite tener una visión 360 de lo que pasa en la mesa, en la sala y en todas partes”. Otra ventaja de ir a comer solo a un restaurante estrellado es que -por temas puramente logísticos- puedes ir a parar a la famosa “mesa del chef”, y ver la cocina en acción desde primera fila.
Un parque y un táper también es comer fuera
Tener un lugar agradable con césped o árboles y un amago de naturaleza en el que sentarte durante un rato también es una manera de “comer fuera” que me encanta, aunque no haya bar ni servicio de por medio. Cuando trabajas en un lugar cerrado, un rato de luz natural, rodeado de plantas con un táper rico o un buen bocadillo también puede alegrarte la existencia (para una experiencia deluxe, puedes llevar un pareo en la mochila, perfecto como mantel improvisado y también para tumbarte después si tienes tiempo). La playa -fuera de temporada y en un día sin viento- puede cumplir perfectamente esa función.
El arroz y otras limitaciones
El temido aviso de “los arroces se preparan a partir de dos personas” y las raciones grandes, pensadas para compartir, son algunos de los grandes “peros” con los que nos encontramos los comedores solitarios. El primero es cada vez más evitable, ya que muchos restaurantes ofrecen ya paellas individuales, y los que no lo hacen -normalmente porque es un plato que se prepara bajo demanda, y tienen menos fuegos disponibles que comensales- pueden hacer excepciones los días de menos trabajo.
Los locales que ofrecen medias raciones son perfectos para ir a comer contigo mismo y poder probar más cosas, además de los ya comentados menús del día (que, cada vez en más sitios, también se ofrecen de noche). Los bares que ofrecen variados de tapas -por ejemplo, de sus diferentes ensaladillas- o croquetas, restaurantes asiáticos con surtidos de dumplings o taquerías que sirven por unidad también son buenos sitios donde pedir mesa para uno. Cuando Mónica Cabo tiene dudas sobre las cantidades -por aquello de no pasarse o quedarse corta-, pregunta directamente al personal: “Es genial cuando no conoces el local y te ayudan a afinar, como me pasó hace poco en Santornemi; donde por supuesto volveré”.
La diferencia de lo rural
A Cabo también le encanta salir a comer sola para desconectar fuera de la ciudad. “Solo tengo un día libre, y empezarlo dando un paseo en coche para desayunar en algún punto de la carretera del Garraf me da muchísima paz”. Aprovecha para ver algún pueblo y que le de comer a ella un día a la semana, por variar el rol. “Muchas veces priorizo el paisaje o la ruta que me apetece hacer, y busco por allí un sitio de comida tradicional donde comer bien, que siempre hay alguno”.
Comer en entornos no urbanos es diferente, porque en los comedores de los pueblos hay más sensación de comunidad, tanto entre clientes que ya son habituales como cuando tú eres el foráneo. “Si llegas a un hostal o una fonda con un espíritu auténtico, de las que aún quedan algunas, y te gusta hablar, puede ser un momento fantástico”, apunta Sucarrats, “porque tendrán curiosidad, te preguntarán por ti, podrás hablar mucho y, depende de cómo, también harás amigos”.
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