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Medio siglo de Pepe Carvalho: el detective que sobrevivió al paso del tiempo

El personaje seminal creado por Manuel Vázquez Montalbán debutó en 1972 con ‘Yo maté a Kennedy’. Era una época en la que la derrota todavía no entraba en los cálculos de gente como él

Eusebio Poncela interpreta a Pepe Carvalho en la serie de televisión sobre el detective emitida en 1986.
Eusebio Poncela interpreta a Pepe Carvalho en la serie de televisión sobre el detective emitida en 1986.RTVE

Carvalho cumple 50 años. El literario. El personaje superaría los 80. Yo maté a Kennedy (1972), su primera aventura, se publica tras dos obras capitales de Manuel Vázquez Montalbán: Manifiesto subnormal (1970) y Crónica sentimental de España (1971). Las tres están emparentadas. Estilística e ideológicamente. Aparecen en un momento histórico que oscila entre la esperanza (“tuvimos fe y deseos de vencer”, cantaba Mary Hopkin) y la melancolía sentimental por lo que pudo haber sido y no fue. En esa fase nace literariamente José Carvalho Tourón (en algún volumen José Carvalho Larios): un detective que tenía que ser privado porque entonces en España la población desconfiaba de un sector público al servicio de la dictadura. Carvalho, explicaba Vázquez Montalbán, es “un punto de vista”, un mirón que intenta atrapar la realidad depurada de sus mistificaciones. De ahí el cambio de formato narrativo que se da entre la primera de las historias del detective y las siguientes.

Yo maté a Kennedy, que acaba de reeditar Planeta con ocasión del aniversario, está narrada en primera persona y los personajes y situaciones no surgen de apuntes al natural; están construidos con elementos tomados de los medios de comunicación: son deformes, irreales o, si se prefiere, subnormales, en el sentido que el autor da al adjetivo en el ensayo citado. En las novelas posteriores, Vázquez Montalbán empleó casi siempre la tercera persona y se acercó al realismo, con referentes que apelan a la complicidad del lector. El propio Carvalho lo explica: “Si yo les digo que mister H es una mezcla de Rod Steiger y King Kong, me ahorro tres capítulos de cualquier novela del todavía hoy inédito escritor madrileño Juan Benet [se supone que habla en 1963] y casi una novela entera de Robbe-Grillet”.

El escritor Manuel Vázquez Montalbán, retratado en el barrio del Raval de Barcelona en 1999.
El escritor Manuel Vázquez Montalbán, retratado en el barrio del Raval de Barcelona en 1999.MARCEL·LI SÁENZ

Todos los creadores han fagocitado, como homenaje o como referencia, a autores anteriores o contemporáneos. En la serie Carvalho, Vázquez Montalbán utiliza elementos prestados, con frecuencia reinterpretándolos. Son materiales procedentes de la novela y del cine, de la poesía, de la canción, que configuran la sentimentalidad popular, de las zarzuelas oídas en su infancia por el patio de la vecindad.

Ya en la dedicatoria de su primer libro de poemas, Una educación sentimental, podía leerse: “Agradezco a Quintero, León y Quiroga, Paul Anka, Françoise Hardy, Vicente Aleixandre, Ausiàs March, Gabriel Ferrater, Rubén Darío, Jaime Gil de Biedma, Gustavo Adolfo Bécquer, Thomas Stearn Eliot, Glenn Miller, Cernuda, Truman Capote, Modugno, Lorca, José Agustín Goytisolo, Brecht, Lionel Trilling, Antonio Machín, Jorge Guillén, Joan Vinyoli, Quevedo, Leo Ferrer, Carlos Marx, Adam Smith, Miguel Hernández, Ovidio Nasón palabras, versos enteros por mí robados”.

En Milenio, su última aventura, que parece una despedida, el detective se dirige a Biscúter, su ayudante, al que conoció en prisión, para decirle que en la Turquía a la que acaban de llegar no verá ni “a Helena, ni a Paris, ni a Héctor, ni a Ulises o Aquiles o Agamenón”. Biscúter responde: “Yo a toda esta gente la conozco del cine y cuando usted me dice Ulises yo patapín, hago salir a Kirk Douglas del baúl de la memoria”.

Novela sepia

La memoria: ese es el componente esencial de las novelas de Carvalho. Cuando a Vázquez Montalbán le decían que escribía “novela negra” él replicaba que no, que lo suyo era “novela sepia”, el color de las viejas fotografías de los álbumes familiares, de las postales de una ciudad, Barcelona, que iba desapareciendo un poco en cada paso, en cada página.

En la primera novela, Carvalho es un agente de la CIA, que mata a John Fitzgerald Kennedy. Antes había sido militante comunista y preso en la cárcel de Aridel (anagrama de Lérida), igual que Vázquez Montalbán. Pero conviene no confundirse: “Yo no soy Carvalho”, decía su creador. Y añadía: “Carvalho es Carvalho y yo soy yo. No me hago responsable de la ideología de Carvalho, pero creo que ni su desencanto ni el mío proceden de lo encantados que estábamos Carvalho y yo mismo en la Transición española”.

No pocos habían visto en el detective la síntesis de ese desencanto, como si la pérdida del norte histórico de la izquierda, como si la quiebra de las utopías, como si el arrumbamiento de la esperanza en un mundo mejor fueran una exclusiva española, cuando afectaba a todo Occidente. Así lo veía Vázquez Montalbán: “La forma literaria de este siglo que termina es el reflejo del escepticismo de la razón sobre su propia capacidad de entender la vida, la Historia, y de cambiarlas”.

En Yo maté a Kennedy la fe en la capacidad de modelar el futuro, la esperanza de cambiar la Historia, aún no se habían disipado. Cuando ocurrió, más tarde, Fukuyama pudo hablar del final de la historia; Carvalho lo había percibido mucho antes como una herida en el alma. Para descubrirlo tuvo antes que asumir una historia teleológica, tuvo que intentar comprender el devenir de la historia, navegando sobre palabras escritas en mil y un volúmenes. Y tuvo que enamorarse de ellas (las palabras) y de ella (una historia con un sentido a la medida de la voluntad). Hasta que alguien le despertó de su sueño dogmático y le ofreció una tarea antihistórica.

“Nuestro trabajo”, le dice su jefe en la CIA, “tiene un nivel de modificación poética de la historia: somos lo único que se enfrenta a la descarada con el avance del comunismo, precisamente porque no nos importa que a la larga gane. Se trata de un mero desafío técnico: cuánto tiempo seremos capaces de ir entreteniendo ese avance”. Porque “un revolucionario es como el santo, el mártir o la virgen, un ventajista repugnante”, ya que “sin la CIA no habría ni historia ni dialéctica. Un agente de la CIA es no sólo un poeta de la revolución sino un legitimador de la revolución (…) un héroe aséptico y total”. Sólo vale la pena jugar si cabe la derrota y esta no entraba en los cálculos de la izquierda de los sesenta, cuando tantos jóvenes (como Pepe Carvalho y Vázquez Montalbán) acababan en la cárcel de Aridel porque tenían “fe y deseos de vencer”.

El verdadero enemigo

Tras matar a Kennedy, Carvalho descubrió el pecado original: el tiempo existe y es el verdadero enemigo. Un enemigo que “está dentro de nosotros mismos y el hijo de puta estudia cada día por dónde puede jodernos y llega un momento en que se da cuenta de que envejecemos, de que se nos han debilitado las defensas y entonces nos ataca por todos los frentes”.

Pepe Carvalho y su amante Charo dibujados por Bartolomé Seguí.
Pepe Carvalho y su amante Charo dibujados por Bartolomé Seguí.

El paso del tiempo distingue a Carvalho de otros detectives literarios sin edad. Es plenamente consciente de ello, de que la vida se agota en cada gesto. “Antes imitaba a Marlowe”, dice; ahora “he envejecido. Mi modelo es Maigret. No tiene edad”, porque “a partir de los 50 años ya sólo queda el miedo a envejecer en soledad (...) ¡La vejez! Tesoro de experiencias. ¿La vejez? La vejez es una mierda”.

En el viaje alrededor del mundo en homenaje a Verne que es Milenio Carvalho, se despedía de los lugares sin melancolía, pero para siempre. “Era consciente de que nunca más volvería a ver y a vivir lo que estaba viendo y viviendo”.

En medio, sus aventuras. Desde el abandono de la CIA hasta el viaje final, entre 1972 y el cambio de siglo, Carvalho trató de volver a su paraíso perdido, el Barrio Chino de la Barcelona de su infancia, instalando en él su despacho de detective privado en un país en el que lo único privado era la memoria. En Tatuaje, la segunda novela, cuyo título evoca a Concha Piquer, recibe el encargo de identificar un cadáver en el que llevaba tatuado: “He nacido para revolucionar el infierno”. Ese infierno al que se condena a quienes, como él, creyeron en la posibilidad de la revolución en la tierra.

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