Los héroes del pujante vino asturiano de Cangas: “Son tierras malas de andar y poca gente quiere vendimiar”
La denominación de origen protegida asturiana, una de las más desconocidas, se gana el reconocimiento de los expertos, a pesar de tener una de las condiciones más extremas de España para la viticultura
Asturias existe. Y el vino de Cangas del Narcea también. Hay quien ha contribuido a que esta zona sea cada vez más apreciada por enólogos y críticos reconocidos, y abandonado una brillante carrera internacional en otras disciplinas para regresar al pueblo, criar a sus hijos y ayudar a poner en el mapa el vino de esta denominación de origen protegida. “Lo hemos dejado todo para volver a casa y ayudar a que algo tan especial, que se hace solo en esta zona, sea conocido”. Quien habla es Beatriz Pérez (Pola de Allande, 47 años), doctora en Física, que junto a su pareja, el cangués José Flores, doctor en Química, y después de pasar años en Londres haciendo el doctorado y trabajando en otros lugares de España, vieron que todos los trabajos de divulgación científica que hacían estaban relacionados con el vino. De hecho, él participó en el montaje del Museo del Vino de Cangas, donde redescubrieron un mundo que siempre habían tenido presente. El camino no ha sido fácil porque trabajar en estas tierras empinadas es de héroes. “Además, es imposible tener un viñedo en extensión, todo son pequeñas viñas en terrazas”, explica, mientras sube una de las cuestas por las que se accede a una de sus fincas. En 2012 crearon la bodega Vidas, donde elaboran 20.000 botellas con las etiquetas 7 Vidas, Vive la Vida y Cien Montañas. Al principio no tenían viña y comenzaron a elaborar con viticultores de confianza. Ahora alquilan viñedo viejo: cinco hectáreas y media de pequeñas parcelas y media hectárea más, donde cultivan albarín blanco. Su objetivo siempre ha sido llegar a hacer el mejor blando de España, “aunque ahora ha llegado el momento de los tintos, y es por lo que más nos valoran”. Saber inglés les ha servido para abrir mercados internacionales: desde 2014 venden en Inglaterra, Estados Unidos, Brasil, Japón y Países Bajos.
También lo tuvo claro Luciano Gómez, de 40 años, que comenzó a hacer vino en 2019 para recuperar una tradición familiar. En pandemia abandonó el trabajo en una empresa de ascensores en Madrid, no se veía en una gran ciudad, para regresar a su pueblo de origen, y hacerse cargo del legado familiar y de cuatro hectáreas de pequeños viñedos de cepas centenarias que tiene en las montañas de Puenticiella. Junto a su esposa, María Crespo, que hasta hace unos años se dedicaba a la sanidad, montó la bodega La Verdea. Juntos han acondicionado un espacio con sala de catas en lo que hasta hace años era una cuadra de vacas y un pajar. Trabajan de sol a sol para sacar adelante los 20.000 kilos de uva que vendimian cada año. “Queremos poner en valor los vinos de esta zona, que son únicos, porque cada uno de ellos cuenta una historia extraordinaria”, apunta Gómez, que, además de Asturias, cada vez vende más en Madrid.
Asturias es una tierra ligada a la sidra, pero con un importante pasado vitivinícola. Este se remonta a más de mil años atrás, un origen vinculado al Monasterio de Corias, en Cangas del Narcea, localidad en la que se vivieron momentos de gloria y de penuria, como las crisis sufridas en 1850 por la aparición del oidium (enfermedad causada por un hongo parasitario que se manifiesta mediante la aparición de manchas blanquecinas y polvorientas en las hojas o en los brotes, y que puede provocar la muerte de la planta), o la irrupción de la filoxera (una plaga de insectos que afecta a los viñedos) en 1889, que arrasó las vides —según datos del Ministerio de Agricultura, el viñedo asturiano pasó en dos décadas de 5,493 hectáreas de superficie en 1858 a 1.903—.
En los primeros años del siglo XX hubo años de esplendor en la zona, llegando incluso a solicitar la protección del vino de Cangas, de manera que no se le diera este nombre si no ha estado vendimiado y elaborado allí. Otra desgracia, en 1959, una gran tormenta de piedra se llevó por delante la mayoría de los viñedos cangueses. Fue el principio del fin: muchos abandonaron sus pequeños viñedos, pero siguieron haciendo vino para consumo doméstico. No eran rentables como negocio. En medio, apareció en la zona la minería, que necesitaba manos y estaba bien remunerada. En la viña había otro inconveniente: el empinado terreno impedía que se pudieran mecanizar las labores de trabajo. Sigue siendo así.
En las escarpadas laderas, con terrenos con más del 30% de declive, repartidos en pequeñas islas, en terrazas, de este pueblo del suroccidente asturiano, con una población de más de 26.800 habitantes y una climatología propicia para la vid, se practica lo que se denomina viticultura heroica. Una de las denominaciones de origen más desconocidas, cuyo consejo regulador se constituyó en 2002, formado por viticultores y elaboradores, que acoge a seis bodegas en Cangas y dos en Ibias —Martínez Parrondo, Las Danzas, Señorío de Ibias, La Verdea, Monasterio de Corias, Vitheras, Siluvio y Vidas (Vinos y vides de Asturias)—. Uno de los pocos viñedos de montaña de España, con una altitud superior a 500 metros sobre el nivel del mar.
Todo esto bien lo conoce Domingo Guerrero Araniego, de 52 años, piel y manos curtidas en el campo. De profesión perito agrícola, lleva toda la vida cuidando dos fincas de 1,2 hectáreas, cuyos frutos arrienda al Monasterio de Corias. “Son tierras malas de andar y encuentras a poca gente que quiera vendimiar”. Él es la excepción. No concibe la vida de otra manera: cuidando el viñedo, donde no escatima horas ni atenciones. “De aquí salen vinos únicos, exclusivos, atlánticos, muy frescos, con variedades propias, que no se cultivan en gran cantidad, y eso hay que atenderlo bien para que sea especial”, señala, rodeado de vides ya con el color amarillo intenso del otoño. La viña da satisfacciones, pero también problemas. Y recuerda que hace dos años no se pudo vendimiar porque en primavera llegó el mildiu —enfermedad producida por el hongo plasmopara vitícola que afecta a todas las partes verdes de la vid—.
De Guerrero Araniego hablan bien en el pueblo. “Es el viticultor más fino que hay en toda la zona. Su viñedo es una maravilla y nosotros trabajamos con él, porque sabemos que sus uvas son las mejores”, apunta Víctor Álvarez, de 69 años, natural de Morcín (Asturias), pionero en 1999 con la bodega Monasterio de Corias. “Esta es una gran zona para hacer vinos, aunque las condiciones del terreno en pendiente no sean las mejores. Hay que hacerlo todo manualmente. Además, hay poco terreno y esto se suma a la escasez de mano de obra”, explica, a pie de La Zorrina, una de las fincas más emblemáticas e inclinadas de la denominación, con documentos de compra de 1892, donde las terrazas de pizarra permiten el cultivo de vides desde hace más de ocho décadas. Aquí se plantan uvas de albarín negro y de carrasquín. No son las únicas variedades con las que se elaboran los tintos: también hay verdejo negro y mencía. Y albarín blanco, albillo, moscatel grano menudo, godello y blanca extra para los blancos. De la mágica finca de La Zorrina, pura piedra, donde la cepa llega a salir de la pared y se recogen cuatro racimos por planta, hace uno de sus vinos de Las Escolinas el distribuidor de vinos Ramón Coalla, propietario, a su vez, de las tiendas de comestibles finos Coalla, en Gijón, Oviedo y Madrid. Este gijonés empezó en 2012 a embotellar el terruño de varias microfincas, de unas 0,6 hectáreas del paraje de Escolinas. “Es un vino especial, del que podemos sentirnos orgullosos los asturianos porque cada vez se nos reconoce más fuera de aquí”. Hoy comercializa 30.000 botellas tanto monovarietales como la clásica mezcla canguesa —albarín negro, carrasquín, verdejo negro y mencía—. La suya es una producción relevante como la de Monasterio de Corias, que pone en el mercado 40.000 botellas, el 70% de tinto, y el resto de blanco.
Unas 20.000 botellas, con predominio del blanco, el que más se vende, elaboran en la bodega Las Danzas, el proyecto que iniciaron en 2019 Carmen Martínez, de 62 años, —ella con experiencia en el mundo del vino, ya que había trabajado previamente en una bodega de la zona— y Joaquín Menéndez, de 65 años, 26 de ellos vividos en el profundo agujero de la mina. Las familias de ambos tenían viñedos: comenzaron con 2.500 metros cuadrados y ahora tienen cuatro hectáreas en propiedad. “Ser viticultor y bodeguero aquí es difícil. Es muy costoso trabajar estas viñas tan en cuesta, que desbrozamos nosotros a mano, dado que no se encuentra mucha mano de obra cualificada”, explica ella, mientras enseña el garaje de su casa, convertido ahora en bodega. Elaboran siete vinos, todos con nombres de danzas: La Danza Prima y la Media Vuelta. “Este es un proyecto de vida, de pareja, en el que no miramos el reloj ni las horas que invertimos en el trabajo”, explica Menéndez, mientras recibe el aire fresco del atardecer en la cara. Le gusta ese momento, algunas veces todavía sueña con la claustrofobia de la mina.
Fuera de la denominación de origen, y con el mismo ímpetu que el resto, trabaja Juan Alonso (Cangas del Narcea, 29 años), al frente de la bodega Casa Manunca, negocio al que llegó después de estudiar viticultura y enología en Logroño y en Elda. En este tiempo conoció a su esposa, Marian López Lacalle, hija del propietario del grupo Artadi, Juan Carlos López Lacalle. Con estos antecedentes, decidieron apostar por la tierra de él: en 2019 compraron viñedo ,y en 2022 se hicieron cargo de la bodega que tenía una de las referencias en la zona, el bodeguero Antón Chicote. Cuentan con cuatro hectáreas de diferentes suelos —tierra, pizarra, piedra y esquisto— divididas en unas 16 parcelas, de donde salen cerca de 8.000 botellas, con el objetivo a medio plazo de llegar a las 12.000. “Creo en el potencial de la zona, en el valor que tiene el territorio, con unos vinos acordes a los nuevos gustos del consumidor, con menos grados y con frescor”, dice Alonso, mientras pasea por la finca La Galiana, con una de las vistas más impresionantes del valle. “Lo tenemos todo a favor, incluso el clima”. También a una de las máximas autoridades del vino mundial, como es el crítico estadounidense Robert Parker, que en su publicación The Wine Advocate —propiedad de la firma de neumáticos Michelin desde 2019—, y a través de las palabras de su catador y persona de confianza en España, Luis Gutiérrez, ha ensalzado los vinos asturianos. Con un grito: “Asturias existe”.
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