Pescados de estero, los ‘pata negra’ que crecen en las salinas milenarias de Cádiz
La cría de pescados en esteros era una actividad salinera hoy casi perdida, solo conservada en experiencias de turismo acuícola y explotaciones semi extensivas
En las salinas no solo se produjo durante milenios la sal que alimentó a Europa, también se criaban peces como actividad secundaria que se despescaban —capturaban— cada otoño. Hoy, ese pescado, considerado pata negra, subsiste a duras penas en contadas experiencias de turismo acuícola y en explotaciones semi extensivas, como la de Lubimar, en Barbate.
Las explotaciones salineras de Cádiz tienen la misma antigüedad constatada que la de sus primeros colonizadores, los fenicios, allá por los siglos IX y VIII antes de nuestra era. Alcanzaron su cota máxima de esplendor en torno al siglo XVIII y entraron en barrena en el siglo XX, conforme las neveras desbancaron a la sal como conservante. Miles de hectáreas de marismas domesticadas por el hombre se quedaron abandonadas a su suerte. Ni el interés por desarrollar en ellas actividades de acuicultura, iniciadas en los años ochenta del pasado, terminó de cuajar. Tan solo enraizaron los cultivos industriales de sal y de pescado. “Llegó la dorada griega y turca y todo volvió a caer. Si tienes que vivir de la cría en extensivo te mueres de hambre”, reconoce Antonio Jesús Rivero, socio de Estero Natural, una de las escasas salinas tradicionales que sobrevive, asociada al turismo acuícola.
¿Qué es el pescado de estero?
La filosofía del pescado de estero conecta directamente con el aprovechamiento cíclico de las salinas, una de las escasas actividades humanas que enriquece el medio natural en el que se produce, gracias a la biodiversidad que genera el manejo del agua en la zona. La producción de sal en verano obliga a los maestros salineros a cerrar los caños que nutren la red de canales que culmina en los tajos en los que la sal se cristaliza. Con ese cierre, todos los alevines de peces que entran durante el invierno se quedan atrapados en el estero, una laguna artificial al inicio de la salina. Allí crece una amalgama de especies como lisas, doradas o lubinas que se alimentan a su aire del ecosistema salinero. Entre octubre y noviembre, el ciclo se cierra con el despesque de esos peces que, en el pasado, eran muy apreciados por las comunidades locales del entorno.
Ese sistema tan ligado a los ciclos de la naturaleza tiene difícil encaje en la lógica capitalista del sector agroalimentario actual. “En un despesque, coges el pescado del año, son tallas pequeñas en las que no se echa ningún aporte de pienso”, detalla Rivero. Hay más piedras en el camino: los voraces cormoranes —una especie acuática— y los ladrones furtivos esquilman los esteros. “Y a eso súmale que los acuicultores que quedan son los antiguos sin capacidad de logística y teniendo que pelearse en el mercado. Al final, hacen los despesques con una baja producción y se lo venden a un pescadero, que sabe que sí o sí lo tiene que vender y puede que acabes teniendo que malvender”, añade Rivero. Para muestra, el ejemplo de Estero Natural. De las 150 hectáreas que componen el grupo de siete salinas en torno a la de Nuestra Señora de Belén (en Puerto Real), salen anualmente unos 8.000 kilos de pescado.
Así que la supervivencia del pescado de estero tradicional ha acabado bifurcada en dos salidas: reconvertirse a un modo semi extensivo que esquiva la masificación de las piscifactorías o apostar por un turismo acuícola en el que el cliente final disfruta y degusta un despesque in situ, la fórmula bajo la que Estero Natural vende todo su pescado. Por la primera opción se decantó Lubimar, hace más de 15 años, en unas antiguas salinas de Barbate. Desde ahí, han ido expandiendo su cultivo a diversos puntos de la costa de Cádiz y Huelva hasta hacerse con la concesión de 700 hectáreas en las que unos 200 trabajadores producen dos millones de kilos de pescado al año.
El modelo semi extensivo
La clave de su éxito, como resume Gontrán de Ceballos, comercial de Lubimar, ha sido ser capaz de construir un sistema de cultivo entre la innovación y lo tradicional, sustentado en una marca de calidad que les permite huir de la batalla de precios. “Esto es muy caro, pero es que la diferenciación era necesaria. Nos peleamos más con el pescado salvaje que con el de piscifactoría”, apunta el experto, que vende a supermercados como Alcampo —en su línea diferenciada de productos de calidad Cultivamos lo bueno—, a restaurantes como los de Ángel León o El Campero de Barbate con precios de unos 14 euros el kilo, un 30 y 40% más elevados que los cultivos habituales de piscifactorías.
En las salinas barbateñas, la compañía ha adaptado el laberíntico sistema tradicional para crear balsas en las que doradas y lubinas tardan hasta tres años en alcanzar un kilo de peso. Allí los despesques, parecidos a las antiguas almadrabas de tiro del atún, son diarios, pero con una lógica invertida. “Solo pescamos lo que vendemos. Primero vendemos y luego pescamos”, añade el comercial. Lubimar aprovecha el movimiento de las mareas y el impulso de las turbinas para regar de forma constante sus balsas de peces y usa la zona extensiva de las salinas como “un filtro gigante” de la materia orgánica que genera el cultivo, explica De Ceballos.
Y justo ahí es donde el sistema alcanza el equilibrio perfecto, gracias a la proliferación de los camarones que se alimentan de esa materia. Esos crustáceos —famosos en Cádiz por poblar sus tortillitas— sirven a su vez de comida para las doradas y lubinas, “como la bellota en el jamón de pata negra”, añade De Ceballos. Ambas especies se alimentan en un 35% de ellos, el resto de un pienso de harinas de pescados y vegetales, más caros que los cárnicos de las piscifactorías. Sin estrecheces —gracias a la baja densidad de las balsas—, el pescado se libra de grasas y de estrés. “El estrés es enfermedad y eso, a su vez, es antibiótico. Nuestro libro de antibióticos está en blanco”, presume de Ceballos, sobre unos peces que se cultivan en Sancti Petri y llegan al resto de sus instalaciones como alevines de apenas dos o tres gramos para su cría.
El primer turismo gastronómico acuícola
La otra vía de la supervivencia del estero está justo en la pureza de no cambiar nada de los procesos de antaño. Es ahí donde iniciativas como Estero Natural, Salina Santa Teresa o el restaurante Marambay han encontrado la fortaleza para mantener la actividad. “Se vincula un pescado de súper calidad a que vayan a tu finca a conocer el proceso y consumirlo aquí. Nuestros despesques no son productivos, sino con la finalidad de la experiencia. Se captura solo lo que consuma el grupo”, apunta Rivero, con la agenda ya repleta de despesques para los próximos sábados de septiembre y octubre, una actividad que incluye también la degustación del pescado por 35 euros por persona.
Estero Natural fue, de hecho, la primera iniciativa que consiguió la certificación de turismo acuícola, como presume el licenciado en Ciencias Ambientales y consultor. Allí aprovechan el interés de turistas que buscan algo más que el asueto de sol y playa para explicarles el funcionamiento de una salina tradicional, contemplar un despesque y consumir el pescado recién capturado a la antigua usanza, asado directamente sobre brasas y degustado sobre una teja. Rodeado de miles de hectáreas de salinas que languidecen sin uso, Rivero no oculta el entusiasmo que le genera percibir que iniciativas como la suya están ayudando a valorizar de nuevo la sal artesanal y su pescado de estero. “Le estamos dando la vuelta al calcetín”, presume orgulloso. Las milenarias salinas de Cádiz y su pescado pata negra bien merecen el esfuerzo.
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