Busto, el pueblo al que todos van a comprar los pasteles de Jhonatan
El pastelero asturiano cuenta que dejó el estrés de Gijón para volver al lugar de origen de su familia, donde ha convertido la casa de sus abuelos en un obrador destino de los más golosos
Los aromas de la infancia pocas veces se olvidan. Y hay quien convierte esa fragancia en el centro de su existencia. En la memoria de Jhonatan González (Oviedo, 35 años) permanece el olor a masa, a levadura, al pan que horneaba su tío, panadero de oficio, en el pueblo de Busto, en el que reside toda la familia, donde el bello cabo del occidente asturiano, a pocos kilómetros de Luarca. De joven ayudaba a repartir el pan y lo que hiciera falta. Le gustaba estar entre harinas, y decidió marcharse a estudiar pastelería y cocina a Gijón.
Tenía solo un sueño, el mismo de ahora: “vivir de lo que me gusta, disfrutar y hacer feliz a la gente que tengo cerca, a los que me quieren”. Su ambición no pasa “por hacer dinero, sino por ganar lo que necesito para ser feliz”. Y después de un tiempo en Gijón, donde trabajó en la cocina de un restaurante y en varias confiterías de Gijón —pasó dos años en Pomme Sucre con el pastelero Julio Blanco— decidió regresar al pueblo. “Lo necesitaba, la vida en la ciudad no era para mí. Cuando trabajé en el restaurante lo pasé muy mal, por las noches dormía empapado en sudor del estrés. Me quitaba la vida, y empecé a no verme en la ciudad”. Así que regresó al pueblo, “con una mano delante y otra detrás”.
Frente a los acantilados de su infancia se sentía seguro, aunque ese invierno, recuerda, no tenía claro qué iba a hacer con su vida. Empezó vendiendo magdalenas, que hacía con mantequilla y rellenas de chocolate en el horno de la casa familiar, “mi tío las repartía con el pan, las vendía a 1,60 euros la docena y no daba ni para pagar la luz”. Amplió el repertorio haciendo enfiladas, un bollo trenzado típico del concejo de Valdés, y alguna tarta. En febrero de hace 11 años abrió la pastelería Cabo Busto, una casa de cuento con un jardín exterior, en la que habían vivido sus abuelos maternos, Joaquina y Ramón. Otro momento de suerte, recuerda, fue cuando su hermano, Fran González, dejó el negocio de jardinería que había montado, para trabajar en el pequeño obrador. “Lo importante es tener gente que te apoye y yo tengo mucha suerte con mi familia”. En el negocio también trabaja su mujer, María Athanasiadou.
Empezaba a ser feliz. “Es un trabajo para el que se necesita imaginación. Lo bueno es que no es rutinario, siempre hay cosas nuevas por hacer y por probar”, explica desde el taller en el que trabaja, mientras la fotógrafa capta con su cámara la belleza y el detalle de los pequeños bocados dulces. En el escaparate siempre luce cerca de una veintena de variedades y cuenta con una clientela fiel que acude a esta localidad de más de 220 habitantes. Confiesa que si disfruta con algo es con ver el pastel expuesto, como si de una joya se tratara, en la vitrina, que renueva cada dos meses. “Vengo de la cocina y me gusta cocinar, ahora en dulce, según la temporada. Hacemos una pastelería fresca, ya que la mayoría de las variedades llevan fruta, me gusta que tenga un toque ácido”. Y apunta que su pastel perfecto es aquel que lleva tres ingredientes: chocolate, avellana y naranja. Entre los favoritos del repertorio puede que esté la tartaleta de arroz con leche, con dos texturas diferentes.
Acaba de renovar la tienda, en la que ha estrenado nuevos expositores con frío. Al principio lo compré todo de segunda mano de una carnicería, porque no tenía dinero para comprarlo nuevo”, recuerda sobre los comienzos. Otro momento de inflexión, fue la Covid, donde cambió de mentalidad y exploró nuevas vías de negocio para atender la temporada de invierno, cuando las visitas a la pastelería disminuyen. Así ha empezado a vender con El Corte Inglés, con la idea de cubrir todos los establecimientos del Principado, su tarta de Asturias, elaborada con manzana, avellana y sidra. “Está todo analizado y estudiado en el laboratorio, y esta elaboración artesanal aguanta siete días fuera de la nevera”.
El futuro de Cabo Busto pasa por llevar su pastelería a todos los rincones de España. “Quiero que todo el mundo pueda probar lo que hago, por eso tengo precios bajos para el nivel de calidad que tenemos. Cada pastel cuesta 2,50 euros, salvo el de cereza y pistacho que sale a tres euros. “Los pistachos están a 50 euros el kilo, muy caros, pero merece la pena el pastel que hago”. En unas semanas comenzará a vender a través de su página online varios productos, entre ellos un chocolate Orbayu / Or Noir (a la venta por 25 euros el kilo), además de una línea de tartas de queso —con el citado chocolate y con diferentes quesos, con un manchego viejo, con el asturiano Massimo, de la quesería praviana Rey Silo, de la que es socio el chef José Andrés—.“Voy a ir lanzando productos poco a poco, después de analizarlos bien en el laboratorio”.
Solo abre los fines de semana. Es la única manera de que salgan las cuentas y de que no tenga que desperdiciar producto fresco. “Antes abría todos los días y tenía que tirar muchas cosas, y prefiero sacrificar la venta del día para el fin de semana. Soy más rentable, y eso que no hago escandallo de ningún pastel. Pago 11 sueldos en verano, me voy de vacaciones, he comprado una furgoneta para repartir y puedo comprar maquinaría nueva”. Escucha a los pájaros que revolotean por su jardín, que este verano abrirá para servir batidos artesanos, y es feliz. “No quiero meterme en mil saraos, hay que vivir la vida, asumiendo el estrés que me exijo cada día para hacer un trabajo cada vez más perfecto”. Porque lo único que quiere es escuchar el rugido del mar, dormir tranquilo, sin sudores ni sobresaltos, por las noches. “Se pueden hacer muchas cosas y ser creativo desde un pueblo, y yo al mío procuro hacerle feliz”.
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