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Los guardianes de la auténtica pizza napolitana (la madre de todas las pizzas)

La asociación que vela por la pureza de la receta tradicional se fundó hace 40 años . Visitamos su sede y algunos de los ‘pizzaioli’ y restaurantes en Nápoles que cumplen sus inquebrantables preceptos

Un camarero de la pizzería Salvo.
Un camarero de la pizzería Salvo.Gianfranco Tripodo
Daniel Verdú

La línea que separa el integrismo de la integridad suele ser muy fina. Especialmente para quienes sufren sus consecuencias o no son capaces de los sacrificios que conlleva esa pureza. El 14 de junio de 1984, 17 tipos con las manos manchadas de harina se presentaron en una notaría cerca del puerto de Nápoles. Los Lombardi, los Capazzo, Matozzi, Pace o los Marino habían compartido lazos de sangre y horas dedicadas a consagrar un secreto que transmitieron a hijos y nietos. Las viejas familias partenopeas se disponían esa mañana a sellar un pacto de honor que custodiaría para siempre una manera de ver el mundo y una parte fundamental de la tradición napolitana. Antonio Pace, uno de aquellos hombres que cada día encendían un horno de leña con una estampita de san Antonio protegiendo su fuego, se propuso ponerles de acuerdo para firmar ante aquel notario un estricto código sobre cómo debía elaborarse la auténtica pizza napolitana. Ingredientes, cocción, tipo de horno… Hoy, exactamente 40 años después de aquella reunión, la Asociación de la Pizza Napolitana Verdadera, algo así como los caballeros de la masa redonda, tiene 1.100 afiliados en 59 naciones distintas.

—¿Fácil? No, todo lo contrario. Ese mismo día ya hubo algunas disputas ante el notario sobre si convenía usar mozzarella di bufala o fior di latte. Tuvimos que suspender la firma algunos minutos. Pero llegamos a un acuerdo que dura hasta hoy —recuerda Pace en el despacho de la asociación, justo en la falda del barrio napolitano de Capodimonte.

Febrero de 2024 - Reportaje sobre la verdadera pizza napolitana - ©Gianfranco Tripodo    ----PIEFOTO----    Antonio Pace, ideólogo y presidente de la Asociación de la Pizza Napolitana Verdadera.
Febrero de 2024 - Reportaje sobre la verdadera pizza napolitana - ©Gianfranco Tripodo ----PIEFOTO---- Antonio Pace, ideólogo y presidente de la Asociación de la Pizza Napolitana Verdadera.Gianfranco Tripodo

El notario, después de una larga discusión que terminó validando las dos variedades de queso (la bufala es de mayor calidad, pero más complicada de manejar en el horno), firmó el acta en el que se recogía para siempre el acuerdo que santificaba una manera de transmitir la tradición. La pizza napolitana debía respetar punto por punto aquel documento. De lo contrario, no podría llamarse así.

El viento de la radicalidad purifica las artes, pero, a menudo, también siembra tempestades. Y los dos primeros artículos del estatuto abrieron la caja de los truenos. El documento comenzaba exigiendo salvaguardar la paternidad de la pizza para la ciudad de Nápoles. Y aquí, claro, llegaron los ataques desde toda Italia. Luego, continuaba subrayando la obligación de difundir el modo adecuado de hacer la pizza napolitana. “Hubo polémica, algunos no lo entendían. Les dije: ‘No podemos ir por el mundo y encontrar esos trozos de pan con cosas, porque luego quedaremos mal en Nápoles también’. Todo el mundo tenía algo que decir. Y muchos reclamaban que su pizza también era pizza. Tuve que rebatirlo y argumentar que eso no era pizza napolitana, que la focaccia hecha en el horno del pan es otra cosa. En EE UU, por ejemplo, pensaban que la habían inventado ellos. De hecho, lo primero que nos dijeron cuando desembarcamos en Japón fue: ‘¿Cómo llamáis la pizza en Italia?”.

Pace ni siquiera acepta que la pizza romana sea una variante legítima. “Es una imitación de la napolitana. Mire, mientras tenga un horno, agua y harina puede hacerla. Si tiene talento y técnica, le saldrá una pizza napolitana. De lo contrario, tendrá una pizza romana”, bromea.

A esa hora, la escuela de la asociación se encuentra en plena ebullición en las dos salas de cocina, con un horno para casi cada estudiante. Alumnos de todo el mundo se sumergen en el curso de cuatro semanas para convertirse en pizzaioli. O, al menos, para tener los elementos para adentrarse en ese mundo en consciencia. La mayoría quiere abrir su propia pizzería, como el venezolano Juan Carlos, que vive en Ciudad de México. O Valeria, moldava afincada en Northampton, que pone en práctica sus avances con una marinara mientras diseña con su marido un plan para su food truck de pizza napolitana. “Sabíamos que este era el único lugar donde podíamos aprender realmente la tradición”, dice mientras retira la pala con un golpe seco para que la pizza quede justo en medio del horno.

La historia de la pizza es un amasijo de historias transmitidas oralmente. Muchas son leyendas. Otras, simplemente, ficciones. Y los orígenes son también fuente de ciertas polémicas en las grandes familias de pizzaioli. La pizzería Brandi, en uno de los extremos de Quartieri Spagnoli, se vanagloria de haber inventado la pizza margarita. Pero algunos los acusan hoy de haberse pasado de frenada. La realidad, o al menos la que cuentan los pocos libros de historia de esta materia, es que en junio de 1889 el cocinero Raffaele Esposito fue convocado por la reina Margarita de Saboya al palacio de Capodimonte para elaborar tres pizzas. La monarca apreció especialmente una en cuya superficie lucía el tomate, la mozzarella y el basílico (la bandera tricolor italiana), que hasta entonces se había llamado pummarola e mozzarella. Una pizza que, por supuesto, no era la primera vez que se hacía, pero que recibió desde entonces el nombre de la reina. “Si quieres saber cuál es hoy la pizzería más antigua tienes que ir a ver a Gennaro Luciano, dueño de Port’Alba”, sugiere Pace antes de despedirse.

La Port’Alba, que va ya por la cuarta generación en el obrador, se encuentra en uno de los viejos límites de los muros de la ciudad. El local, pieza clave hoy de la asociación, existía ya desde 1738 como laboratorio al que los vendedores ambulantes acudían a proveerse de pizzas para despacharlas por los confines de Nápoles. En 1830, sin embargo, se refundó como pizzería restaurante con mesas y se convirtió en un lugar de encuentro de escritores y artistas con la pequeña burguesía. “Mire, en esa mesa de ahí, la número 6, D’Annunzio se sentó con Ferdinando Russo, compositor de música napolitana, y apostaron a que no sería capaz de crear una canción con el estilo de la ciudad”. De ese desafío salió ‘A vucchella [por una mujer de labios carnosos y formas exuberantes que entraba en ese momento por la puerta], un clásico de la canción napolitana que el poeta y aventurero escribió en una servilleta mientras comía una pizza.

El embrión de las primeras pizzerías, como la propia Port’Alba, es un viaje a mediados del siglo XVIII. Pero ni siquiera eran entonces restaurantes, sino rudimentarios obradores con un horno y una mesa de trabajo donde se preparaban pizzas blancas para que los vendedores ambulantes las recogieran con sus cajas de madera y las distribuyesen, recuerda Gennaro sentado en el piso de arriba de la Port’Alba. “Eran blancas, sencillamente, porque no tenían tomate”, apunta. El pomodoro —se llamaba así porque entonces era amarillo como el oro— era todavía una planta casi ornamental que algunos consideraban venenosa. “Supongo que alguien que quiso suicidarse cambió el rumbo de la historia de nuestra cocina”, bromea.

Las pizzas entonces se condimentaban con strutto (una suerte de grasa de cerdo disuelta), orégano, pimienta y ajo. Quien podía, le añadía unos cicinielli, unos pescaditos pequeños —sardinas o anchoas— que le conferían mayor aroma. Y esa pizza, que es la primera de la historia, se llamó mastunicola (supuestamente por el Maestro Nicola, presunto inventor de esa masa). “Los ambulantes las llevaban por ahí y las vendían a tiras. No en triángulos. La pizza portafoglio [monedero] llega después. Se llamaba así porque se doblaban sobre sí mismas y los chicos que las repartían por la calle en bicicleta las metían en sus stufe [unos recipientes de metal que las mantenían calientes]”, explica. La pizza era entonces una suerte de barómetro socioeconómico de la ciudad, como relataba Alejandro Dumas en Le Corricolo (1843): “Con aceite; con tocino; con manteca de cerdo; con queso; con tomate; con pececillos. Es el termómetro gastronómico del mercado: aumenta o disminuye el precio según el curso de los ingredientes mencionados, según la abundancia o la escasez del año”. Ha cambiado el mundo. No tanto la manera de prepararla.

Gennaro comienza primero a golpear la masa con los puños para extender la masa; luego, con las manos puestas en forma de cuña, abre el diámetro de la forma del impasto transportando el gas de la fermentación hasta los extremos y creando así un pequeño montículo que se convertirá en el famoso borde de la pizza napolitana cuando el choque térmico en el horno convierta esa frontera exterior en una protuberancia de alveolos y pequeñas y mullidas cuevas. Después abofetea la malla de harina y agua para terminar de aplanarla —­la técnica del schiaffo fue declarada patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco— y comienza a colocarle ingredientes. “¿Nuestro secreto? Respetamos mucho la tradición sin pasarnos con las innovaciones. Queremos acercarla a los mejores productos actuales. Pero la pizza tiene que seguir siendo una comida del pueblo”, lanza tocando uno de los puntos sensibles de la cuestión.

A pocos kilómetros de Port’Alba, en el barrio de Chiaia, se encuentra Umberto, otra de las grandes pizzerías de Nápoles y una de las primeras que nacieron ya como restaurante. Massimo, su propietario, es vicepresidente de la asociación y profesor de fermentación en la escuela. Algo más abajo, junto al paseo marítimo, Salvatore Salvo (también miembro de la asociación) regenta y dirige una de las mejores pizzerías del mundo. Pizzaiolo de tercera generación, tiene 41 años y, junto a sus hermanos —Ciro y Francesco—, pertenece a una de las grandes dinastías de la pizza. Salvatore es cinturón negro en tradición y respeto a la historia. Pero percibió algunas diferencias respecto al papel que a su generación le tocaba desempeñar. “Este trabajo se heredaba, estaba ligado al secreto, a la receta. Y había mucho empirismo. Mi generación se ha rebelado contra la respuesta habitual de nuestros padres a la pregunta de cómo se hacía la pizza: ‘Se hace así porque así se hacía’, nos decían. Era un dogma casi religioso. Nosotros hemos estudiado y hemos profundizado para mejorar lo que se podía mejorar, y proteger lo que era fundamental. El mundo de la pizza estaba estancado. Recuperamos lo que se había perdido por las calles para entender nuestro territorio, nuestros mercados, nuestra tierra”.

El tomate San Marzano, por ejemplo, esa sabrosa variedad con forma de pimiento y sabor agridulce, había casi desaparecido por la fría lógica industrial. Pero las nuevas generaciones, lideradas por pizzaioli como Salvatore Salvo, lo rescataron de un mercado agonizante. Y en ese camino para mejorar la calidad de la pizza, terminaron contribuyendo a la industria y la agricultura del territorio. Es la magia de determinados platos. Hoy el 80% de esta variedad vuelve a dominar las pizzerías. Y lo mejor es que todo esto lo descubre este reportero mientras con el rabillo del ojo percibe cómo se acerca hacia él una maravilla reluciente y aromática llamada caramella: una pizza con otra variedad de tomate recuperada en el área del Vesubio, esta vez más dulce y menos ácido. “Tenemos una carta de siete margaritas distintas. Te puedo contar el territorio a través de esta pizza, del aceite, del tomate… La margarita es la piedra de Rosetta que permite descifrar toda la historia de la pizza”, dice Salvo.

Este pizzaiolo fue el primero en pulir algunas normas clásicas y abrió este viejo universo a los grandes chefs con estrellas Michelin. Pero le costó algunas críticas. “El primer día me llamó un periodista que no quiso ni probarlas. Me dijo: ‘No os permitáis dejar que los chefs metan sus manos en las pizzas, estáis ofendiendo la tradición’. Me lo tomé como un desafío”, explica mientras el aroma de la pizza cosaca conquista de nuevo la atención del reportero, a punto ya de sucumbir a algún tipo de brote provocado por el exceso de carbohidratos de la jornada. Pero importa poco. Porque esta es otra pizza fascinante y tan antigua como la margarita. Y entra en escena cubierta de pecorino espolvoreado, evocando la nieve del invierno ruso. ¿Por qué? “Nápoles era en 1835 una de las ciudades más modernas después de París. Y Fernando de Borbón, un innovador nato, creó la primera vía de tren de Italia, que conectaba Nápoles con Portici, epicentro de sus juergas. La visita del zar de Rusia aquel año se celebró con la cosaca”, apunta Salvo.

La pizza auténtica napolitana ha variado escasamente en su base técnica. Pero no hay duda, en cambio, de la modernidad que supuso la irrupción de su vertiente frita. Una modalidad nacida después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Nápoles sufría y sus habitantes las pasaban canutas para encontrar los productos necesarios. Muchos de los hornos de leña y sus chimeneas, además, habían quedado destruidos con los bombardeos. Ante la adversidad, algunas mujeres comenzaron a freír aquella masa y a rellenarla con otro tipo de quesos más fáciles de obtener, como la ricotta, para luego venderla en la puerta de casa, tal y como hacía la infiel Sophia Loren en El oro de Nápoles (1954), de Vittorio De Sica. “Comed hoy y pagad en ocho días”, gritaba en el filme. Una técnica comercial real —la bautizaron pizza a otto— que permitió que mucha gente que no contaba con el dinero suficiente volviese la semana siguiente a pagar y se llevase otra. Y así nació la joya de la corona de lo que hoy llamamos street food.

Hoy sobreviven en Nápoles grandes maestros de este género, como Paolo Surace, secretario general de la Asociación de la Pizza Napolitana Verdadera y un pizzaiolo convertido en un verdadero espectáculo que conserva la tradición de su familia. La masa de la vertiente frita es igual que la otra, pero con algo menos de harina, más hidratada, para que se hinche con mayor facilidad cuando entra en contacto con el aceite hirviendo (entre 180 y 230 grados). “Mi padre decía que la pizza frita era una ciencia, pero también amor. Yo escuchaba sus historias. Y así aprendí a amar este trabajo”, recuerda mientras una pareja de japoneses observa desde la pequeña ventanita que da a la calle. La masa empieza a flotar en el aceite y a adoptar una forma extremadamente sugerente. Dentro, la ricotta y los ciciolli —una especie de chicharrones— comienzan a cubrir todas las hendiduras de esta maravilla gastronómica a la que el reportero, con ilusión y poca capacidad ya de digestión, se entregará para cumplir con el rigor profesional. Todo el mundo tiene sus principios.

“La pizza napolitana no tiene inventores, no tiene padres y no tiene dueños. Es solo fruto de la genialidad del pueblo napolitano”, suele decir Antonio Pace, presidente de la asociación. Ya sea la tradicional o la frita, sin embargo, sí cuentan con sus guardianes. Una rigidez que encuentra también detractores. Pero hoy, 40 años después de aquella reunión en una notaría del puerto, nadie podrá decir que no sabía cómo debía hacerse la verdadera pizza napolitana.

Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona en 1980. Aprendió el oficio en la sección de Local de Madrid de El País. Pasó por las áreas de Cultura y Reportajes, desde donde fue también enviado a diversos atentados islamistas en Francia o a Fukushima. Hoy es corresponsal en Roma y el Vaticano. Cada lunes firma una columna sobre los ritos del 'calcio'.
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