El hombre que trabaja para evitar el fin de nuestra especie desde el Jardín Botánico de Nueva York
Mauricio Diazgranados, biólogo que ha sobrevivido a balazos, encuentros con grupos armados y una explosión, trabaja para que todas las investigaciones del Jardín eviten el fin de nuestra especie
Diazgranados ha publicado un video donde le llueve una cagada de pájaros. Le ha caído en la cara y, tras un gruñido, sonríe como si saludara lo impredecible. Es el gesto de quien busca el origen de las especies y encuentra el origen de su risa. Hay algo de eso en el alma de un botánico, alguien a quien las plantas protegen contra la incesante cagada de la especie humana. Tres meses después de ese atentado de gaviotas, un cazatalentos insistió en llamarlo. Llevaba siete años en Londres, en el Real Jardín Botánico de Kew, donde buscaba en plantas y hongos soluciones a problemas sociales. Tenía un sillón de futuro, una novia diseñadora con quien no conversaba sobre el color verde y unas treinta plantas en su apartamento, entre ellas su predilecta, un cactus cola de mono. Hoy es el director científico del Jardín Botánico de Nueva York, el mayor epicentro de investigación de plantas y hongos del mundo. Es la primera vez que eligen a uno de la misma región que gran parte de sus más distinguidas colecciones tropicales. Mauricio Diazgranados, un doctor en biología nacido en Colombia, el segundo país con más diversidad de especies, es también un sobreviviente. Va a cumplir cincuenta años, y a espaldas de su silla, por la pared de cristal de su oficina, asoma la belleza protectora de un olmo.
Un millón de plantas vivas rodean al científico.
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Cuando vuelve a su apartamento de un piso treinta y nueve en el Upper East Side, el científico se quita el traje y la corbata que disimulan cinco cicatrices de bala en su cuerpo. En la década de los noventa, entre los diecisiete y los veinticinco años, Diazgranados sobrevivió a varios episodios en Colombia. 1. En Turbo, un caserío de Antioquia al lado del río Atrato, en el Golfo de Urabá, él y otros estudiantes de biología oyen un tiroteo. Una bala de paramilitares hiere al novio de su hermana, un alumno de biología marina que muere desangrado en brazos de ella. 2. Dos hombres y dos mujeres voluntarios de guardabosques en el Parque Nacional Sumapaz son retenidos por guerrilleros de las FARC, quienes los acusan de ser informantes del Ejército y empiezan a acosar a las chicas. Diazgranados, uno de los voluntarios, ha estudiado fotografías de esas montañas y, de memoria, con una temperatura bajo cero, sin linternas ni equipaje, toda una noche, escapan montaña arriba. 3. En compañía de un colega, retira dinero de un banco en Bogotá y lo guarda en un bolsillo interior de su chaqueta. Afuera, unos delincuentes le disparan tres balas a quemarropa. Dos en las piernas, una en el pecho. Hoy, un cuarto de siglo después, a veces le molesta la rodilla. Una de las balas sigue allí.
Diazgranados nació en un país que exige la costumbre de sobrevivir. “Somos simplemente personas que estudiamos plantas”, dice tan literal como irónico. Una de las primeras veces que salió al campo, cuando aprendió a colectar plantas, fue cuando su maestro David Rivera, un biólogo que al escuchar el canto de las aves sabía qué plantas había a su alrededor, “un gran intérprete de señales inadvertidas para los seres humanos”, trabajaba su investigación doctoral en unos páramos detrás de Bogotá y, en el cerro de enfrente, a menos de un kilómetro, un helicóptero del Ejército combatía a la guerrilla. “Cada vez que un helicóptero volaba encima de nosotros, teníamos que escondernos en los arbustos para que no nos confundieran y dispararan”. En cualquier lugar del mundo, un biólogo corre más peligros que una cagada de pájaros. Resbalar a un abismo, enfermarse de un virus, envenenarse con un plaguicida, extraviarse en la selva, ser mordido por serpientes. En la Colombia de los años noventa, donde Diazgranados creció, estudiar biología significaba, además, atravesar un territorio ocupado por guerrillas, paramilitares, narcotraficantes, delincuentes y Ejército. Explorar el campo era encontrarse con ellos. Pedir permiso. Pagar extorsiones a cambio de seguridad. Ser secuestrado o retenido. A sus treinta años, cuando enseñaba botánica en la Universidad Javeriana, Diazgranados salió a un trabajo de campo con tres estudiantes, un guía y un perro. Subían a un páramo en la zona de Garagoa, un municipio en el departamento de Boyacá, donde operaban las FARC. “Solo me recuerdo volando hacia atrás y cayendo sobre una cama de helechos”. El biólogo creía haber pisado una mina. “Nos habían disparado un cohete desde la montaña del frente”. Un árbol absorbió la onda explosiva y los salvó. “Todo es mejor de lo que uno piensa cuando recuerda que podría estar muerto”, dice hoy el sobreviviente.
No cree en Dios, pero cree que haber hecho el servicio militar le salvó la vida. Hijo de un ingeniero y de una artista romana, con antepasados que pelearon por la independencia de Colombia y la unificación de Italia, Diazgranados tenía diecisiete años, era vegetariano y practicaba la meditación. “Mentalmente, como que no cuadraba en el Ejército. Pero tenía un fusil al hombro, cuatro granadas en la cintura, cuchillos y había recibido el entrenamiento más duro posible”. El botánico lo recuerda como un experimento físico y mental de resistencia extrema en un Ejército que combatía a guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes. “Nos tocó la época de las bombas de Pablo Escobar”, recuerda, “y teníamos que atender esos incidentes”. Lo habían entrenado con una crueldad suficiente para no delatar. Sin advertirlo el rigor militar le fraguaría un carácter para sobrevivir en hábitats amenazados. Hoy agradece ese entrenamiento como un anestesiado antes de una cirugía.
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Diazgranados no actúa como un secretario de las Naciones Unidas de las plantas. Se ha puesto en marcha sin declamaciones para resolver problemas sociales desde la investigación biológica. Ha decidido que sus reuniones de trabajo entre dos personas no duren más de quince minutos. Ha decidido conversar con todas las comunidades —indígenas, científicas, religiosas— para recuperar la abundancia, la diversidad y la resistencia de las especies botánicas. Ha decidido pelear desde sus actos microscópicos contra la bomba climática y a favor de la seguridad alimentaria y la calidad del aire que respiramos. “Una clave para entender qué ocurre en nuestra cabeza es que, cuando estás llegando a casa, sabes que vas a tener que abrir la puerta y no tienes lista la llave. Yo siempre la tengo lista”. Diazgranados es un recaudador de milésimas de segundo que irá convirtiendo en días; un biólogo hasta el cuello. A veces viste una corbata azul con diseños de margaritas, caléndulas, dientes de león. Son asteráceas, una familia de treinta mil especies de plantas con flor, entre ellas los frailejones, una especie tropical de la que es el mayor experto en el mundo. Otras veces luce una corbata verde de tiranosaurios rex. Bellas y bestias en sus corbatas son un guiño. “Por más invencibles y hermosos que parezcamos, somos efímeros”, dice una autoridad en sobrevivencia.
No cree en el apocalipsis: cree en un Jardín Botánico cuyas investigaciones usen inteligencia artificial, drones y análisis de ADN in situ para acelerar la identificación y el descubrimiento de especies. Cree en nuestro derecho natural de admirar un lugar verde. Cree que podemos evitar el fin de la especie humana. “Conseguir un futuro en el que hayamos estabilizado los niveles de gases de efecto invernadero en la atmósfera, en el que hayamos detenido la degradación de la biodiversidad y estemos en vías de recuperar ecosistemas autóctonos”. A pesar de lo institucional de su discurso, de sus pergaminos académicos y de ir a trabajar en traje y corbata, basta mirar cómo camina para empezar a confiar en él. Algunos médicos intuyen de qué padecemos con solo vernos caminar. Hay en su andar un sentido de urgencia lejos de toda hipocondría moral, ese malestar de sentir culpa por hechos que no podemos evitar. Se percibe que hace yoga cada vez que se acuclilla a buscar plantas en el herbario, cuando sube y baja escaleras para encaminarse a reuniones o cuando se inclina para explicar el capítulo de una flor. Diazgranados tiene un andar vehemente, misionero, proteínico. No acude a su oficina con la angustia de un funcionario que está llegando tarde. Camina como si marchara al paraíso. El paraíso está el Bronx.
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Diazgranados es un clarividente vegetal que combate nuestra ceguera ante las plantas. “Hay unas cuatrocientas mil especies en el mundo. Yo me sabré cuatro o cinco mil”, dice como si tuviese una deuda con el universo. El biólogo se ocupa solo de las colecciones científicas de un jardín que es un museo de plantas en un kilómetro cuadrado. “Podemos prescindir de los animales, pero no de las plantas”, dice el botánico, quien se ha pedido una hamburguesa vegetariana en el restaurante del Jardín. “Nos vestimos con plantas, construimos nuestras viviendas con plantas, estamos sentados sobre plantas y estamos almorzando plantas. Y si nos sentimos mal, buscamos plantas para curarnos”. Y, con todo, dice él, sufrimos de una incapacidad de fijarnos en ellas y más aún de reconocerlas, de la soberbia de creer que son inferiores a los animales y al ser humano, de la estupidez de ignorarlas a pesar de que moriríamos sin ellas. Ignoramos la botánica humilde de la mala hierba en su anarquismo y obstinación, en su resistencia y rebeldía, en su crecer dondequiera. Ignoramos que los hongos no son plantas sino un reino aparte con un carisma extraterrestre, “unos organismos que lideran circuitos de descomposición y reciclaje en la naturaleza”, un reino olvidado. Dice Emanuele Coccia que, apenas mencionamos a las plantas, su nombre se nos escapa. “La filosofía las ha desatendido desde siempre, más por desprecio que por distracción”. El filósofo, un ex alumno de una escuela agrícola en Italia, es más radical. Dice que nuestro mundo es un hecho vegetal antes que animal. Que las plantas serían mejor explicadas por la cosmología que por la botánica.
Ningún botánico nos despierta una saludable idolatría. Tras el fin de Los Beatles, George Harrison se volvió jardinero. ¿Por qué no tenemos más amigos biólogos? ¿Hay un canal de TV que se llame Plant Planet? ¿Quién busca a un botánico con la desesperación que buscamos a un médico o a un bombero? ¿Alguien pregunta si hay un botánico en el avión? ¿Por qué las niñas no juegan con peluches de plantas? En One Hundred and One Botanists, Duane Isely llama la atención sobre cómo incluso los expertos en Darwin, el biólogo más popular de la historia, a pesar de que publicara media docena de libros sobre plantas, rara vez se ocuparon de él como botánico. En 1931, Janaki Ammal, una científica experta en caña de azúcar y berenjenas, con investigaciones en geografía y genética vegetal, fue la primera mujer india en los Estados Unidos en obtener un PhD en botánica, una bióloga de campo que sería la primera mujer en una expedición científica a Nepal, y una pionera contra la deforestación y las plantas autóctonas amenazadas. ¿Cuánta gente del país más poblado de la tierra sabe de ella? Hoy una magnolia y una rosa llevan su nombre.
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El biólogo es un saltimbanqui entre organismos y especies. La curiosidad científica de Diazgranados, como la de los saberes indígenas, no divorcia los reinos de este mundo. Antes de ser botánico, cuando estudiante, había estudiado invertebrados como moluscos, arácnidos e insectos, sobre todo escarabajos y libélulas; o vertebrados como aves, mamíferos y peces. Por un buen tiempo se dedicó a la herpetología, el estudio de anfibios y reptiles. Un día, tras recoger una serpiente, una Leptodeira annulata, en una expedición en las selvas de Orinoquía, observó cómo su tutora la sacrificaba para estudiarla. “La serpiente, luego de ser inyectada, sufrió terriblemente hasta morir”, recuerda, “y me sentí el más miserable por haberla capturado”. El biólogo, que se ha cruzado con cientas de ellas, dice nunca haber matado una. “Ese día me di cuenta de que desde mi profesión no quería causar el sufrimiento de otras especies, y decidí estudiar las plantas”. Cuando toma una muestra botánica, Diazgranados pide permiso a las plantas. ¿Cómo arrancar una flor para que vuelva a aparecer? En la universidad, le enseñaron a podar flores en diagonal.
Diazgranados dibuja en el aire una maniobra delicada.
“¿Has pensado cómo se le arranca la hoja a una planta sin que se dé cuenta?”.
Dice que en las culturas indígenas se colecta plantas con «pensamiento», y cita un ejemplo. Una planta de la familia de las papas llamada Datura arbórea es peligrosa por sus altas cantidades de escopolamina, un alcaloide que puede ser usado para adormecer hasta hacerte perder la conciencia. Uno de sus nombres comunes es borrachero, y sus hojas lucen como trompetas. «Si te sientas cerca de la planta o debajo de ella», dice el botánico, “podrías sentirte mal”. Pero la Datura arbórea es también una planta medicinal. Los indígenas del Cauca la usan para combatir la fiebre. “Para que sea medicinal es importante arrancar la hoja sin que la planta se dé cuenta, porque la envenena”. Cuando una planta se siente amenazada, produce moléculas de defensa y avisa a las compañeras. Se lanzan señales químicas, a través de sus raíces y de los hongos con que convive, “el Internet del bosque” que las une. En una amistosa simbiosis, esas moléculas se transmiten a otras plantas como un envidiable sistema de fraternidad.
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La de Diazgranados es, por decir lo menos, la historia de un chico raro y de una precoz vocación por las plantas. “Quiero ser un campesino y tener un cafetal de moras”, le dice a su madre antes de los cinco años. A los doce, devora El médico del Tíbet, de Lobsang Rampa, sin saber que su autor, un inglés fenómeno de ventas, nunca estuvo en el Tíbet. A los quince, desobedece a su padre y escapa a los páramos como si llegara tarde a una cita. No puede esperar: ha leído Yanonami, supervivencia en la selva, de Rüdiger Nehberg, “un alemán loco en el Amazonas”, y mete su evangelio en el morral. Tiene ganas de probar sus técnicas de sobreviviente, y carga una bolsa de dormir, chocolatinas y unos zapatos ridículos para la aventura. Su instinto lo encamina hacia esa alta montaña tropical por encima de los bosques andinos, donde reina el frailejón, esa esponja con flores amarillas, una fábrica de agua ambiental que nutre a millones de personas de la ciudad y a la que unos años después se dedicaría. Es la primera vez que sube solo a una montaña. Esa aventura —donde le caen diluvios, le aprieta el hambre y lo rescatan unos campesinos— dura tres días. Su padre, a su regreso, no lo escarmienta. El hijo es un místico con acné dedicado al estudio del poder del pensamiento, que lee libros de Nueva Era y piensa en volverse un monje tibetano. Había comenzado a aprender sánscrito. No fumaba, no bebía alcohol, se levantaba cada mañana a hacer meditación y era el primero o el segundo de su clase. A los quince, su deporte favorito era el golf. “Dicen que en una ronda completa de golf que demora cuatro horas y media, juegas por quince minutos y que el resto piensas en la estrategia”. A los dieciséis, ganó un torneo nacional juvenil de parejas. A los diecisiete, tenía que decidir si dedicarse al golf o a estudiar biología, matemáticas o astrofísica. “Fue cuando me atrapó el servicio militar obligatorio”. Una ironía de su adolescente vocación por el golf es que se trata de un deporte que sobreestima el césped. Nada más contrario a su futuro científico y a la diversidad de especies que esa monotonía verde.
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Una de las preguntas que menos sabemos responder es cuál es el nombre de una planta. Diazgranados es un ameno propagandista de nombres científicos. Antes de ser botánico, fue guía de caminantes. “He sido más tiempo caminante de lo que he sido biólogo”. Siempre le preguntan qué sucede cuando se pierde. “Cuando estoy en la selva o en las montañas, yo no diría que me pierdo”, dice, “ni diría que me extravío”. Perderse supone desamparo. “Lo único que experimento —añade— es que me queda un camino más largo”. Prefiere la ironía de estar a la deriva. “La naturaleza te va llevando. La naturaleza es dejarse llevar”, sentencia. “Solo cuando llegas a lugares remotos es cuando encuentras lo que nadie más ha visto”. No quería que lo confundieran con un promotor de salud deportiva: quería que la gente volviera de una caminata conociendo más de la naturaleza. Se le ocurrió entonces que, en cada caminata, la gente no se llamara por sus nombres propios sino por nombres científicos. Los repartía entre sus caminantes y les pedía colocárselos en sus ropas. Podías ser Pernettya prostrata (mortiño cimarrón) o Nasturtium officinale (berro). Nadie podía usar su nombre verdadero, y al final de cada excursión debían dibujar la planta que habían sido.
Fue en el Herbario de la Universidad de Cambridge donde supo que Espeletia aún era un enigma mayor, y que su mayor estudioso había sido José Cuatrecases. El lugar para saber con precisión cuál es el nombre de una planta es el herbario del Jardín Botánico de Nueva York, una colección científica con más de siete millones de plantas secas, que, a primera vista, lucen como una manualidad infantil. “Asimilar los nombres de los organismos puede ser como intentar seguir a los personajes de una novela rusa —dice Keith Seifert en El reino oculto de los hongos—. Acabamos confundidos sobre quién ama a quién y quién mata a quién”. Diazgranados nos evita confusiones con el frailejón. Dice que los primeros españoles que atravesaron los páramos creían ver siluetas de frailes marchando en la niebla, y de allí el nombre. Que, durante la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, agradecieron su ayuda económica al virrey José Manuel de Ezpeleta con el nombre científico de una planta y la llamaron Espeletia. Que en los juegos de aprendizaje con sus caminantes, Diazgranados se hacía llamar Espeletia grandiflora.
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James Boyer, un doctor en paleobotánica, no deja de asombrarse de que, en sus primeras visitas al Jardín Botánico de Nueva York, hay niños que no se han dado cuenta de que las plantas están vivas. “Pero no tienen cara”, le cuestionan. “No tienen ojos”, insisten. Es el asombro de quien ha estudiado plantas que tienen millones de años. El asombro de quien sabe que aún tratamos al ser humano como el centro del universo. Boyer, un experto en plantas fósiles, es vicepresidente del Jardín Botánico en Educación infantil, el programa de clases botánicas más grande del mundo con cursos que llegan a unas trescientas mil personas por temporada. Lo contrataron para instruir cada año a tres mil profesores en cultura vegetal. La escuela se llama Academia comestible, un nombre que abre el apetito. Es un edificio de aulas con un invernadero de enseñanza, paneles solares y techo verde. Van desde alumnos de secundaria que aprenden tecnología e infraestructura ecológicas hasta niños de escuela que aprenden el ciclo de vida de las plantas, técnicas de jardinería en equipo o a propagar cultivos en un invernadero. No son cocineros ni horticultores quienes la dirigen. Son educadores con carisma para reconciliarnos con la tierra.
Frente a la Academia comestible, vecina de un jardín africano, Diazgranados actúa como si nos invitara a su fiesta y presentara a su familia. Es una zona dedicada a plantas alimenticias tropicales. El científico pasea frente a plantas de amaranto, tabaco, yuca, tomate, caña de azúcar, achiote, palma de coco, cilantro, ajíes y un árbol del pan, abundante en la dieta caribeña. “Tratamos de llegar a más gente a través de plantas comestibles —dice el estratega—. Es una ruta para romper con el paradigma de la ceguera botánica”. Los educadores de la Academia comestible dan lecciones de cultivo, cocina y nutrición a niños que vienen de una cultura dietética de comer brócoli o a los acostumbrados a las papas fritas. A pesar de vivir a media hora de Central Park, un espacio tres veces mayor que el Jardín Botánico, los chicos y chicas del Bronx no suelen tener trato con plantas ni cultivos. “Han visto una zanahoria en su plato, esa cosa naranja, pero nunca una bajo tierra”, dice Boyer. “Hay gente que ha nacido en Estados Unidos y nunca ha visto un árbol de papaya”, dice como algo triste. Hay gente que ha nacido en el planeta Tierra y nunca verá el mar o un pez luciérnaga. Ni un hongo matsutake. Ni una orquídea tigre. Ni una mariposa atlas. Tampoco una manzana caer de un árbol.
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Una de las batallas más íntimas de Diazgranados es contra el absurdo del hambre. Ha ocupado gran parte de su tiempo en investigaciones sobre vegetales y hongos alimenticios. Es el autor principal del Listado global de las plantas útiles del mundo, un formidable trabajo de colección que se encuentra en la red. También del Catálogo de Plantas útiles de Colombia, un libro de más de mil páginas suficiente como para asegurar la nutrición de un país entero. “Hay tantísimas plantas menospreciadas”, dice, y cita por ejemplo a la curuba, una granadilla muy común en su país de la que se venden cinco especies a pesar de tener casi cien aptas para comer. Diazgranados incluye hongos en su dieta diaria. Tiene de dónde escoger. Es uno de los autores del Catálogo de Fungi de Colombia, que por ahora nombra unas siete mil especies. “Hablamos de flora y fauna. ¿Y la funga?”, dice Diazgranados sin encogerse de hombros. “Un chocolate sabe a chocolate gracias a un hongo que fermenta la semilla del cacao”. Lo mismo el vino, la cerveza, el queso. Sin hongos no existirán los bosques ni la penicilina. Tampoco podríamos tomar café. Hay un poder subterráneo que los vuelve medicinales, en otros casos venenosos, o sustitutos de carne, controladores de plagas, recicladores de contaminación, cosméticos, zapatos, protectores solares. El organismo más grande del mundo no es una ballena azul: es un hongo de dos mil quinientos años que habita el subsuelo de un bosque del estado de Oregon, y mide nueve kilómetros cuadrados.
A modo de paradoja, Diazgranados calcula que la mayoría de botánicos del mundo no son vegetarianos, pero se acuerda del último pedazo de carne que comió. “Una carne de lomo asado preparada por mamá”. Tenía quince años y vivía en Buenos Aires. “Decidí ser vegetariano en el centro mundial de la carne”, sonríe. “Me encantan las contradicciones”. Si no es vegano, es porque no cree que el consumo de lácteos y huevos sea tan dañino como el de carne. El jefe científico del Jardín Botánico de Nueva York ha sustituido la proteína animal con la de quesos, huevos y granos. Cree que comer plantas y botar sus semillas es un sacrilegio. Había inaugurado la primera maceta de su anterior departamento en Londres con una pepa de aguacate. “No hay nada más emocionante —dice— que comerse una ensalada hecha por uno mismo desde la semilla”. La primera planta en su departamento en Nueva York es una albahaca.
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Todos los lunes el Centro Médico de Veteranos de Kingsbridge, en el Bronx, envía pacientes al Jardín Botánico. “Algunos iban escépticos a su cita del Jardín —dice James Boyer— porque hacer terapia con plantas les parecía ridículo”. Boyer ha sido testigo de cómo algunos veteranos de Vietnam y Afganistán han reducido sus niveles de dolor físico con una sola sesión de terapia hortícola. Curar con plantas no es una superstición. Nelson Mandela, quien estuvo preso veintisiete años, un tercio de su vida, cultivó hortalizas para todos los presidiarios de la isla de Sudáfrica donde estuvo encerrado. Meter las manos en la tierra es más que un programa contra la angustia. Visitar un Jardín Botánico podría ser un breve acto de liberación. “Estoy en prisión, pero mis plantas son libres”, escribió Mandela en su autobiografía.
En sus cartas desde la cárcel, Rosa Luxemburgo, una revolucionaria que pasó tres años en una prisión en Polonia, es interjectiva y jubilosa. “A veces tengo la sensación de que en realidad no soy una persona, sino un pájaro u otro animal con forma humana”, escribió a Sophie Liebknecht desde el encierro. “Interiormente siento que, en un trocito de jardín (como aquí) o en el campo, rodeada de abejorros y de hierba, estoy mucho más a gusto que en un congreso del partido”. Es 1917, y Luxemburgo, que se llamaba Rosa, no resbala en la santurronería. “Y no porque yo encuentre en la naturaleza, como tantos políticos arruinados interiormente, un refugio, un descanso. Al contrario, también en la naturaleza encuentro continuamente muchas crueldades”. Luego de salvar a un escarabajo de ser engullido por una multitud de hormigas, Luxemburgo descubrió que le faltaban dos patas y que quizás no le hizo un favor al salvarlo.
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Diazgranados se declara un escorpio incognoscible. “Nunca podrás llegar al fondo de un escorpión —dice como un caballero del zodiaco— Siempre estarás rozando la superficie”. Tenía cuarenta años y era investigador del Smithsonian, bajo la dirección de Vicki Funk, su madre científica, cuando recibió una urgente llamada telefónica. Luis Olmedo, presidente del Jardín Botánico de Bogotá, quería hablar con él. “Fuimos al sur de la ciudad, a los barrios más pobres”, recuerda. Olmedo le dijo que sabía que era un científico de primera y que publicaba sus artículos en revistas prestigiosas, pero que eso no importaba: necesitaba que sus conocimientos ayudaran a la gente que acababan de ver. “No puedes hacer ciencia solo para publicar artículos y obtener subvenciones —se dijo a sí mismo Diazgranados—. Hay que resolver problemas”. Dejó su puesto en el Smithsonian y sus estatus de nueve años en Estados Unidos para ser director científico del Jardín Botánico de Bogotá. Hoy, una década después, en Nueva York, insiste en que es hora de actuar. Piensa en cómo invadir con naturaleza la ciudad. Piensa en la minería ilegal. Piensa en la esclavitud del tráfico humano en plantaciones ilegales. Piensa en los disidentes del proceso de paz en Colombia. “Y en medio de todo eso —se regaña—, uno recogiendo flores”. Una enorme tragedia social convive con una diminuta comunidad de expertos hablando sobre diversidad de especies. Diazgranados no lloriquea: insiste en explorar qué especies buscar para una industria digna de plantas medicinales, o en familias que cultiven especies aromáticas para una industria de perfumes dispuesta a pagar. “¿Quién puede ayudar? Se llaman botánicos”, dice, como hundiéndose el índice en la cicatriz de su esternón.
Un botánico es un admirador infinito. En el Jardín del Bronx, cuando pasea por el invernadero de plantas del desierto, Diazgranados estira su cuello para admirar un Platycerium alcicorne, un helecho africano del Jurásico que cuelga de una enredadera como un meteorito con hojas que parecen cuernos de alce. No es un místico solitario: comanda un equipo científico de más de cien personas que buscan soluciones a problemas sociales con él, entre ellos, Eric Sanderson, el mayor experto en la historia natural de Nueva York. “Podemos entender cómo era la ciudad en el pasado, y predecir cómo va a ser la naturaleza en el futuro”. El Jardín reverdece Nueva York con un programa que han llamado Nature Your City, y quiere expandirlo a otras ciudades del mundo. Recupera especies que antes crecían en las riberas del Río Bronx, como la juncia de lúpulo, un amortiguador contra inundaciones. Se reúne con la FAO para expandir su investigación sobre plantas y hongos comestibles. Organiza con la fundación Rockefeller un taller sobre La tabla periódica de los alimentos, una base de datos que es un mapa mundial del contenido molecular de nuestras comidas, en un mundo donde una de cada cinco muertes es consecuencia de nuestra dieta, y donde destruimos la selva con el fin sembrar soja para alimentar a pollos y cerdos. El botánico contrata a nuevos curadores en seguridad alimentaria, restauración ecológica y plantas medicinales. Uno de ellos, Brad Oberle, un investigador orientado a la acción contra la bomba climática, está demostrando que sería mejor sembrar plantas comestibles como heliconias, unos plátanos que capturan carbono más rápido que los árboles. El Jardín investiga qué genes hay detrás de las adaptaciones de unas plantas a ambientes singularmente extremos para poder transferirlos a otras y que resistan condiciones de sequía. Explora cómo restaurar corredores ecológicos para acercarnos a montañas y humedales, y permitir que atraviesen la ciudad más pájaros, mamíferos e insectos. Más aún: diseña unas plataformas de democracia ecológica que permitan a la gente crear escenas de lo que les gustaría ver en la ciudad.
Diazgranados salta del clarividente al utopista. “Sueño con sembrar una planta en la cabeza de cada persona”. Quiere en la suya una ceiba, un árbol que crece rápido y simboliza bondad, grandeza y perpetuidad. “Se siembran ceibas en plazas que, con el tiempo, se convierten en centros de reunión del pueblo”. Alguien que trabaja durante años en el Jardín lo define como un conversador sin jerarquías: “Saluda a todos. Sabe que la política se hace no solo con los de arriba sino con quienes acompañan a los de arriba”. Recuerda haberlo visto en su primera semana conversando en castellano con una guardia de seguridad. Hoy Diazgranados lleva unos zapatos entre el color arcilla y el vino, y debe marcharse a una junta, aunque lo suyo es que las plantas reúnan a la gente como el girasol atrae a las polillas. “Mi misión es ayudar a devolver la biodiversidad hacia las afueras, acercar las plantas y los hongos a la sociedad”, dice el estratega. “Romper la ceguera botánica y micológica. Emanar biodiversidad en todos los frentes”. Una emboscada de plantas. La alegría marcial de un soldado que nos trae un ramo de flores.
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