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Stefano Mancuso: el futuro es la inteligencia vegetal

El botánico calabrés lleva años dedicado a mostrar que las plantas tienen una afilada inteligencia y una sofisticada sensibilidad: son organismos descentralizados que distribuyen por todo su cuerpo las funciones que los animales concentramos en órganos específicos

Stefano Mancuso
Stefano Mancuso, retratado en Madrid en 2023.INMA FLORES
Juan Arnau

Las plantas y los animales separaron sus destinos hace mucho tiempo. Ambas formas de vida procedían del agua. Las primeras, más pacíficas, optaron por la vida sedentaria. Se arraigaron al suelo y desarrollaron estrategias para alimentarse del sol. Los segundos, más inquietos, se dedicaron a la caza, a alimentarse de otros seres, plantas incluidas. Hoy, 600 millones de años después, la vida animal sigue dependiendo de la vida vegetal. Y ambas del sol. Respiramos gracias al oxigeno que producen las plantas, nuestros alimentos y recursos energéticos son de origen vegetal, también nuestros medicamentos. La vida animal siempre ha dependido de la vida vegetal, que constituye más del 80% de la biomasa del planeta. Todo esto es bien sabido. Lo que no lo es tanto es que las plantas, tan pasivas, tan a merced de sus depredadores, tienen una afilada inteligencia y una sofisticada sensibilidad. Un botánico calabrés lleva años dedicado a mostrarlo. Hasta ahora nos hemos servido de las plantas por lo que producen, es hora de empezar a escuchar lo que nos dicen, de sintonizar con la inteligencia vegetal, que es la que señala el camino hacia un futuro luminoso, frente a la artificial, cuyo horizonte es más bien sombrío y sórdido.

El diálogo con la inteligencia vegetal es muy antiguo. Las técnicas arcaicas de éxtasis y los viajes chamánicos se han imbuido de esa telúrica conversación desde hace milenios. Un diálogo que es posible porque las plantas, como nosotros, ven, oyen y razonan. Y no lo hacen con un órgano, sino con todo su cuerpo. La planta conoce el inframundo mediante sus raíces (el agua de la que venimos) y el mundo solar (el fuego que nos alimenta). Un ingenioso modo de sintetizar la luz le permite alimentarse del sol. Las culturas indígenas llevan inmersas en esa conversación mucho antes de que Sócrates practicara su célebre mayéutica. Hay plantas santas, que saben mucho y que tienen mucho que contar. Pero para escuchar lo que dicen lo primero es reconocer su inteligencia. La imaginación semítica occidental ha fomentado un mito: la superioridad humana sobre el resto de las especies. Hemos vivido en ese “filtro-burbuja” durante demasiado tiempo (dentro y fuera de internet todos vivimos en nuestra propia burbuja). Ha llegado el momento de reconocer una sensibilidad vegetal (superior a la animal) capaz no solo de percibir el entorno y analizar los recursos, sino de tomar decisiones. Muchas de ellas innovadoras.

La solución evolutiva de las plantas fue optar por un modelo descentralizado. Las plantas son organismos sin órganos. Una idea genial. Distribuyen por todo su cuerpo las funciones que los animales concentramos en órganos específicos. El motivo de esa decisión es sencillo: las plantas no se desplazan, viven arraigadas al suelo y no pueden huir de sus depredadores. Si un animal pierde el corazón o los ojos, muere o queda indefenso. Algo que no ocurre con la planta, que carece de órganos. O mejor, en la que todo es órgano (y sensibilidad). Nosotros respiramos con los pulmones, las plantas respiran con todo el cuerpo, oyen con todo el cuerpo, calculan (sí, calculan) con todo el cuerpo. De ahí que algunas plantas psicoactivas faciliten la experiencia de la unidad de todas las cosas. Su cuerpo es expresión de esa unidad, de ese todo cósmico u orgánico.

De este modo, las plantas pueden renunciar a partes importantes de su cuerpo sin que merme su funcionalidad. Son textos que admiten correcciones salvajes, supresiones de capítulos enteros. Precisamente porque no tienen un centro de control, resisten no solo a los depredadores, sino al fuego mismo. Hay plantas que toleran las llamas, como una palmera enana que crece en Sicilia. Un filósofo dijo que un árbol era fuego encapsulado. La llama no sería posible sin su madera. El fuego es uno de sus modos de expresión.

Las señas de identidad de la Tierra son la vegetación, las nubes y el agua. Una bandera verde, azul y blanca. Ningún otro planeta exhibe estos colores. La teoría de Gaia no es ingenua. La Tierra es lo que es debido a la acción de la vida en el planeta. Sin vida la Tierra sería una roca desnuda, una enana marrón. Y del mismo modo que el cuerpo humano tiene mecanismos para mantener estable su temperatura, el planeta, como un único ser vivo, es capaz de regular y estabilizar las oscilaciones de su cuerpo siempre cambiante. Los humanos seríamos una enfermedad de la piel, mientras que el manto vegetal y el agua de los océanos servirían para regular esa irritación.

Stefano Mancuso nos recuerda una de las principales ventajas del mundo vegetal sobre el humano. No posee burocracia, no hay funcionarios ni estructuras jerarquizadas. Las plantas no son centralistas, no tienen una sede central (cerebro) desde donde emitir órdenes de gobierno. Las organizaciones jerárquicas y centralizadas de la vida animal son siempre más vulnerables. Basta con matar al emperador para hacer que se tambalee una civilización. Los modelos organizativos de las plantas son difusos, descentralizados, repetitivos. Una mente extendida.

Apoyo mutuo

La idea de la naturaleza como un circo romano en que las especies compiten entre sí por la supremacía, tan del gusto de capitalismo global y la depredación financiera, es fruto de un profundo desconocimiento del funcionamiento de las comunidades naturales. Una vulgarización del pensamiento de Darwin muy extendida. Frente a las teorías supremacistas (y racistas) de la evolución competitiva y la lucha despiadada por la supervivencia, el naturalista y anarquista Piotr Kropotkin propuso el apoyo mutuo como factor decisivo de la evolución. Es la colaboración (y no la competición), el factor dominante en el éxito de las especies. Lynn Margulis ha profundizado en esta idea. Las células eucariotas son el resultado de la evolución de relaciones simbióticas entre bacterias. Un factor de enorme importancia para las formas de vida desarrolladas. Las células procariotas que componen las bacterias carecen de orgánulos internos y las funciones internas no se hallan compartimentadas. Mientras que las células eucariotas de plantas y animales sí los tienen (delimitados por membranas), y cada uno desempeña una función metabólica particular, siendo el más importante el núcleo, que contiene el ADN. Margulis sostiene que algunos de estos orgánulos celulares básicos como el cloroplasto (encargado de la fotosíntesis) y las mitocondrias (encargadas de la respiración celular) son el producto de una vieja simbiosis. Como en el Timeo de Platón, donde el animal humano vive dentro del animal cósmico, o en la idea de Pablo de Tarso (“en ti vivimos, nos movemos y existimos”), la teoría endosimbiótica de Margulis postula la colaboración entre dos organismos que viven uno dentro del otro. Una maravillosa demostración de la fuerza del apoyo mutuo, dice entusiasmado Mancuso. “Organismos simples que unen sus destinos y dan vida a un nuevo tipo de célula totalmente distinto cuya función supera la suma de sus componentes, hasta el punto de que se convierte en la base de la organización misma de plantas y animales”. Los líquenes, simbiosis entre un hongo y un alga, pueden vivir en la Antártida y en los desiertos más áridos del planeta. “El arte del vivir conjunto despliega admirables manifestaciones, desde la polinización hasta la defensa, desde la resistencia al estrés hasta la búsqueda de nutritivos, las plantas son las maestras indisputadas del apoyo mutuo”. Hongos que se asocian con raíces, árboles con hormigas, flores con abejorros.

Memoria e individuo

La memoria es un requisito fundamental no solo de la inteligencia, sino de aquello que denominamos individuo. Mancuso ha mostrado que las plantas no solo recuerdan impresiones del pasado, sino que son capaces de comunicarse entre sí, concebir estrategias de defensa y aprender de la experiencia del pasado. Un caso paradigmático de inteligencia sin cerebro. Podemos aprender mucho de las plantas, de su mente extendida o inteligencia descentralizada. Con su estructura modular reiterada, las plantas cuestionan la idea misma de individuo. Son un buen ejemplo de mente extendida. Vivimos dentro de una mente más amplia, hecha de percepción, memoria, intención y lenguaje. El individuo es un fenómeno superficial en la mente del mundo.

Según la etimología, un individuo es aquello que no se puede dividir en partes, algo que una planta puede hacer perfectamente. Para la planta dividir no significa destruir, sino multiplicar. Goethe ya identificó el fenómeno. Cada yema de cada árbol es una planta en sí misma. Un árbol, más que un individuo, es una familia. Según la genética, el individuo es aquello que posee un genoma estable en el espacio y en el tiempo. Pero en un mismo árbol pueden identificarse ramas mutantes y en una planta coexistir genomas diferentes.

Mimesis

De las insospechadas destrezas de la planta, la más sorprendente es su capacidad mimética, donde sobrepasa al animal. Un organismo puede tener el impulso de hacerse invisible (Bartleby). Expandirse o contraerse en función de los recursos. Un caso extraordinario de mimesis es el de la Boquila trifoliata. Esta planta imita con precisión las hojas de la planta huésped a la que trepa. Ninguna otra planta conocida es capaz de este tipo de mimesis. Imita las dimensiones, la forma y el color de especies completamente distintas. Pero su destreza no queda ahí. Es también capaz de moldear sus hojas de modo que, una misma planta, se confunda con cada una de las plantas vecinas. Las hojas de la Boquila pueden cambiar de forma, dimensión y color varias veces en función de las especies próximas a ella. Los pintores imitan modelos capaces de confundir a pájaros o personas. Lo mismo hace esta planta. Mancuso sugiere que, para ello, la planta debe estar dotada de algún tipo de visión. Una hipótesis ya planteada por Haberlandt en 1905, que sostuvo que las plantas podían percibir imágenes gracias a unas células convexas de su epidermis. Harold Wager tomó fotografías utilizando como lente estas células de la epidermis foliar de varias especies vegetales. La teoría cayó en el olvido. Ahora resurge con descubrimientos que muestran la capacidad visual de organismos unicelulares. Tras el espejismo de la modernidad, regresamos a la visión presocrática e india: todo percibe y siente.

Un estudio reciente de la cianobacteria procariota ha mostrado que es capaz de medir la intensidad y el color de la luz mediante fotorreceptores. La bacteria funciona como una microlente y puede ajustar su posición respecto a una fuente luminosa. La imagen penetra a través de la membrana convexa y se proyecta en la cara opuesta. Otros organismos unicelulares poseen oceloides (proto-ojos) con estructuras similares a las lentes y que recuerdan a la córnea o la retina. Los organismos más simples son capaces de obtener información de la luz y orientarse en el espacio. Hay un tipo de plancton marino unicelular que utiliza estos oceloides para detectar y capturar su alimento.

La imitación es esencial a la vida. Todos hemos de mimetizarnos para adaptarnos al gran teatro del mundo. Hay plantas, como los lithos, que se hacen pasar por piedras para sobrevivir en los desiertos de Namibia. Imitan las vetas y manchas de las piedras, han prescindido del tallo y del color verde. Para adaptarse a las condiciones de aridez extrema y evitar la depredación animal, sus hojas se tornan gruesas y suculentas y se confunden con el fondo pedregoso del desierto.

Frente a la discreción, también puede darse la ostentación. Una actitud tan humana como animal y vegetal. La gacela salta como un muelle, sin huir, cuando se encuentra con el león. Un derroche que envía un mensaje: “Soy fuerte y veloz, no me alcanzaras, perderás tiempo y energías”. Los colores vivos de la selva otoñal son una ostentación parecida a la del pavo real o a nuestros símbolos de estatus. Un mensaje de poder de los árboles dirigido a los áfidos y pulgones que chupan su savia.

Hay plantas adventicias que gracias a la imitación de una especie más noble logran sobrevivir. Un buen ejemplo es la alverja, que lleva mucho tiempo imitando a la lenteja, hasta el punto de que hoy es idéntica a ella. El objetivo: beneficiarse de las ventajas del cultivo humano. Transforma sus rasgos distintivos para dar gato por liebre al agricultor. Tras el paso de las generaciones y ante la dificultad de distinguirlas, se la acaba plantando en nuevos cultivos. Es el llamado “mimetismo vaviloviano”, postulado por Nikolai Vavílov (1887-1943). El centeno, especie cultivada desde hace 3.000 años, siguió una estrategia parecida. Se hizo pasar por trigo y adquirió las prerrogativas de éste: el mimo y el cultivo humano. Sin el centeno hoy no tendríamos la harina, la cerveza y algunos whiskies. En el pasado, el centeno era una mala hierba del trigo y la cebada, con cuyas semillas compartía parecidos. El ser humano siempre ha buscado plantas cómodas de domesticar, que reúnan semillas grandes, fáciles de recoger, como sucede con la espiga. Estas fueron las primeras seleccionadas, junto con sus adventicias. El hijo bastardo siempre puede usurpar el trono. Cuando el cultivo del trigo se extendió a regiones más frías y suelos más pobres, el centeno hizo valer su rusticidad. Las malas hierbas son capaces de sobrevivir allí donde no se las quiere. El centeno producía más y mejor que el trigo o la cebada, y al poco tiempo acabó sustituyéndolos.

El arte de la persuasión (y la manipulación)

Las plantas no pueden desplazarse, al menos en teoría. La planta madre no tiene interés en verse rodeada de hijos. Pone en juego todas sus estrategias para que sus vástagos se alejen de ella. Una vez en el suelo, la semilla inicia su aventura, las cerdas la ayudan a desplazarse y, cuando encuentra una hendidura en el suelo, se coloca cabeza abajo. La variación de humedad entre el día y la noche le confiere la fuerza de propulsión para penetrar en el suelo. En pocos días alcanza la profundidad idónea, lista para germinar y convertirse en una nueva planta.

Las plantas también se sirven de la capacidad motora de insectos y pájaros para esparcir sus semillas. Y los premian por sus servicios con el jugoso néctar. A veces puede ser más arteras y no ofrecer nada a cambio, como cuando las semillas se aferran al pelo de los animales. O incluso pueden manipularlos sin que éstos lo adviertan. El engaño y el fraude son tácticas que encontramos en todas las especies. Mancuso pone el ejemplo del néctar extrafloral, ese que brota en las ramas, los brotes o las axilas de las hojas. Sería raro que las plantas desperdiciaran una sustancia tan costosa energéticamente sin un propósito. Esa finalidad ha sido identificada. Las plantas atraen así a las hormigas para que las protejan de otros insectos. Un buen ejemplo es la acacia africana, que produce frutos específicos para alimentar a las hormigas y les proporcionan espacios donde vivir y criar sus larvas. Ofrecen vivienda y alimento a cambio de defensa. Las hormigas saben morder y lo hacen eficazmente, logrando hacer desistir a herbívoros de gran tamaño como elefantes o jirafas. Además, protegen a la acacia de las plantas cercanas que pudieran usurpar su agua y nutrientes. En las selvas amazónicas pueden verse claros circulares, desprovistos de vegetación alrededor de una acacia. Un buen ejemplo de colaboración entre árboles e insectos. Pero el asunto puede ser más inquietante. El néctar extrafloral no solo es azucarado, también es rico en alcaloides (como la cafeína o la nicotina), sustancias que inciden en el sistema nervioso y la excitación neuronal. Estas sustancias crean dependencia y afectan a las capacidades cognitivas de las hormigas. Una vez creada la dependencia, el árbol puede controlar su comportamiento.

Acacia africana en la sabana de Kenia.
Acacia africana en la sabana de Kenia. Anton Petrus (GETTY IMAGES)

Algo parecido ocurre con las guindillas, cuyo ardor hace que el cerebro produzca endorfinas. La dependencia de las endorfinas, que conoce cualquier deportista, es la misma que la de los adictos al picante (capsicófagos). Hay países como India o México adictos a esta sensación. Un entusiasmo comparable al colocón que producen ciertas drogas. Esa manipulación química no se da en otros animales. Al parecer solo los humanos somos aficionados a las guindillas. La neurobiología del consumo de drogas ha constatado que las moléculas que crean dependencia activan un área cerebral relacionada con los mecanismos de recompensa. Cuando algo como el agua, la comida o el sexo es útil para la supervivencia, hay una recompensa en placer que nos invita a volver a consumirla.

Según las hipótesis más difundidas sobre el asunto, las drogas vegetales ricas en alcaloides habrían evolucionado para castigar o amedrentar a los herbívoros. Un mecanismo de protección de la planta. Pero, según este planteamiento, la evolución no debería haber producido compuestos que crearan dependencia del consumo de la planta. Pero si aceptamos que estas sustancias no solo son disuasorias, sino un instrumento para atraer a otros animales y controlar su comportamiento, entonces la paradoja evolutiva queda resuelta. La manipulación de las plantas se extendería así los humanos, favoreciendo el cultivo de sustancias como el cáñamo indio o las opiáceas. Plantas que han dejado de ser seres pasivos, a merced de las necesidades animales, para convertirse en organismos complejos capaces de dirigir el comportamiento de otras especies.

Cosas del diablo

La falta de entendimiento o diálogo con la inteligencia vegetal tiene raíces culturales. ¿Qué no las tiene? Según el diccionario, el diablo es el príncipe de los ángeles rebelados contra Dios y representa el espíritu del mal. Para la mentalidad indígena, dioses y diablos no son necesariamente agentes del bien o del mal. ambos participan de lo bueno y lo malo, de la prosperidad y la ruina, de la salud y la enfermedad. El maniqueísmo sigue presente en nuestra cultura, aunque no siempre es el marco dominante. Un diablo puede ser una persona de mal genio, temeraria y atrevida, pero también alguien astuto y sagaz. Sócrates cifra su sabiduría en lo que dicta su demonio interior (daimon). Los anglosajones dicen que el diablo está en los detalles, en esas cosas que pasan desapercibidas y hacen que las cosas funcionen.

En general, cuando hablamos de “cosas del diablo”, apuntamos a algo inexplicable. Hay una causa desconocida. No es necesario condenarla, simplemente hay que investigar más, pues el asunto no encaja en nuestro marco epistemológico. Eso es precisamente lo que le ocurrió al jesuita Ippolito Desideri (el primer europeo que entendió el budismo), cuando asistió por primera vez a una ceremonia de tulku. No le pareció que estuviera manipulada, simplemente era una “cosa del diablo”, algo que requería una ulterior investigación. Y eso es lo que pasa con ese diálogo antiguo, chamánico, que las culturas indígenas mantienen con el mundo vegetal. Las empresas farmacéuticas se han aprovechado desde hace más de un siglo del conocimiento de tabaqueros y ayahuasqueros del Alto Amazonas. No entienden cómo estas gentes, que desconocen la biología molecular, pueden saber tanto. Pero usan su conocimiento si pudor alguno y les reporta pingües beneficios. La explicación indígena del asunto, por sorprendente que parezca, es que son las mismas plantas las que señalan los remedios para las distintas enfermedades. Yerbas como la ruda o la salvia corrigen con su virtud los malos humores. Y esa comunicación ocurre durante el viaje chamánico.

Mancuso no ha hollado todavía estos temas, esperemos que algún día se aventure a hacerlo. Sería un buen modo de salirse del marco epistemológico que constriñe, como una camisa de fuerza, su investigación científica. Esos conflictos epistemológicos salen siempre a la luz cuando dos grandes culturas colisionan. Pondré algunos ejemplos, referidos a la Nueva España, pero pueden aplicarse también al encuentro occidental con la cultura tibetana, inca, india o africana.

La medicina indígena pone el énfasis en lo emocional como causa de la enfermedad. El padre Sahagún detalla con minucia admirable los diferentes remedios. El médico de Felipe II, don Francisco Hernández, enriquece la farmacopea mundial con una descripción fabulosa de diferentes yerbas medicinales. Monardes incorpora plantas y minerales a la medicina del Siglo de Oro. Pero todos ellos segmentan y reducen “una mentalidad impregnada por lo maravilloso” (Aguirre Beltrán). El motivo: los prejuicios religiosos y epistemológicos. No curan las propiedades farmacológicas de las plantas, sino sus propiedades místicas. Las yerbas se catalogan en purgantes, vomitivas. estupefacientes, diuréticas y diaforéticas, pero se menosprecia, por visible incomprensión, factores imaginales decisivos. Se ignora el pathos (tan griego) de los médicos aztecas, que comparten atributos con los sacerdotes: en las dolencias intervienen fuerzas divinas. En el territorio de la confederación azteca y fuera de ella, entre mayas, huicholes, zapotecos y tarahumaras, los conocimientos de las propiedades míticas de las plantas se trasmiten de los ancianos a los aprendices. Hace falta una buena memoria y capacidad de observación. Las mujeres pueden dedicarse a la ciencia médica una vez traspasado el ciclo sexual activo y con ello, la impureza de partos y menstruaciones. El sueño inducido por la ingestión de alucinógenos es un uso de aceptación general. La etiología de la enfermedad es divina y es en el mundo imaginal donde hay que buscar los remedios.

La dogmática africana interviene también aquí, a través de los esclavos capturados en el Congo y Guinea. La personalidad humana la integran cuatro partes perfectamente definidas. El cuerpo (la parte perecedera de la persona), el alma-soplo (el principio vital o aliento que mantiene al cuerpo vivo), el alma-sueño (la parte de la personalidad que deja el cuerpo cuando se sueña o, cuando despierto, la mente vagabundea), y, finalmente, el espíritu del muerto, que es la forma que toman las tres anteriores tras el colapso del cuerpo físico. La etiología de la enfermedad sigue siendo emocional. Las enfermedades pueden deberse a la ausencia o cautividad del alma-sueño, a la pérdida del alma-soplo, y ambas pueden deberse a los influjos de un hechicero. Y el resentimiento motivado por deseos hostiles reprimidos, o la ansiedad y temor a la muerte. El espíritu del muerto se prolonga más allá de la muerte. Se reviste de nuevos poderes, se hace respetable, digno de un mayor temor y devoción, y sigue presente en la comunidad. La muerte es solo un cambio de estatus. Los clanes se hallan integrados por los vivos y los muertos en completa paridad. Estos últimos siguen interviniendo en la vida comunitaria. Hay una cierta acumulación del conocimiento. El más antiguo de los difuntos es el más poderoso. Como en la china, el culto a los antepasados tiene una enorme trascendencia en la cultura africana.

El prestigio de las plantas

Recién llegados a las Antillas, los españoles conocieron plantas de gran prestigio entre los indios. Una de las primeras ofrendas que recibieron fue una yerba narcótica, de la familia de los solanos, a la que se atribuían propiedades místicas y curativas. Los indios la llamaban tabaco y este nombre antillano prevaleció en las lenguas de Occidente. La hoja de tabaco se difundió con extraordinaria rapidez al resto del mundo. Los nahuas del altiplano de México la llamaban yetl y era conocida como un modo de defensa eficaz contra las condiciones maléficas de los seres y las cosas. El tabaco no mata, protege. En la mayoría de lugares se inhalaba, unas veces enrollando sus hojas secas en forma de puro, otras colocándolo picado en pipas o canutillos, junto a otras hierbas aromáticas. El humo aspirado tenía propiedades terapéuticas y preventivas. Las propiedades narcóticas del yetl adormecía a los hechiceros y mantenía alejados de los enfermos a los entes maléficos. Las hojas secas trituradas con una décima parte de cal, al ser mezcladas con la saliva y mantenidas en la boca, liberan un alcaloide que, a la manera de la coca, hacen desaparecer la sensación de hambre y de fatiga, permitiendo largas caminatas y sostenidos combates.

La peligrosidad de las daturas era conocida en Europa. En India es la nuez de dutra (de donde deriva el nombre), en España el beleño, en Turquía la mandrágora. Todas ellas con un alto porcentaje de alcaloides y con efectos sedantes, hipnóticos y midriáticos. Su alta toxicidad se traduce en vértigos y alucinaciones, delirios y convulsiones. Los médicos indígenas las utilizaban para provocar estados de hipnosis y alucinaciones pasajeras que no pusieran en peligro la vida. La dosis era un aspecto de vital importancia, ya que los médicos, como el paciente, ingerían las daturas.

El ololiuqui

Pocas plantas han alcanzado tanta influencia entre los curanderos como esta, de semilla redonda, llamada “culebra verde” o “yerba de la serpiente” por su aspecto. En el interior de su semilla habita una deidad llamada ololiuqui. La planta tiene un carácter sagrado y un uso místico. Su nombre esotérico, cuetzpalli, significa “lagarto”, símbolo de la abundancia del agua y del placer sin pena. El lagarto habita charcas que nunca llegan a secarse, de ahí que se lo asocie a la fecundidad. El cuetzpalli es símbolo unas veces del falo y otras de útero. Agua copiosa, fertilidad y abundancia se asocian en la mentalidad local con el maíz, principal alimento del indígena. Un alimento divino con el que los dioses formaron a los hombres.

Dado que su principio es el agua, el ololiuqui sirve para el tratamiento de la fiebre. “Ven aquí, Frio Venerado”. Mucho de lo que sabemos del estatus y consideración de esta planta lo sabemos gracias a los informes de la Inquisición. La vehemencia de la planta permite a los chamanes utilizarla como instrumento mágico para ver cosas que el hombre común no ve. El chamán se pone a disposición del cliente y toma el brebaje sagrado. En su viaje psicodélico, trasmite a la divinidad la pregunta apetecida. Y del mundo imaginal trae la respuesta. En ocasiones, también el interesado puede realizar la consulta, siempre y cuando ingiera la sustancia psicoactiva. Se lo identifica, como en otros casos, con figuras sagradas del cristianismo, con los Ángeles, “Nuestro Señor” o “María santísima”. Morelos constituye el centro desde el cual el ololiuqui se difunde al resto del país. El bachiller Alarcón dedica dos capítulos enteros de su Tratado de supersticiones a la planta, un factor decisivo para la ofensiva del Santo Oficio contra los adeptos a la sustancia. Alarcón mismo remitió a muchos de los informantes al tribunal inquisitorial para que fueran castigados por su diabólica conducta. En el relato de Alarcón se especifica que el lugar del campo donde brota la planta milagrosa se asea de malas hierbas. Recolectada la semilla, se la trata con temor y reverencia. El anciano pone bajo su protección a todo el clan. Teje una pequeña cesta y en su interior guarda el ololiuqui. Se le venera ofreciéndole incienso, paños labrados y vestidos de niñas. La custodia de la planta se trasmite en línea hereditaria. Ritualmente, se le interroga para diagnosticar enfermedades, para conocer la persona causante de un mal, para descubrir el paradero de una persona perdida o desaparecida y para acceder a los sucesos por venir. La semilla es la parte de la planta utilizada por el chamán. Se la muele y disuelve en agua, en dosis de 25 granos. Una parte se unta en la piel, el resto se ingiere. La semilla debe ser preparada por una persona ritualmente pura. La ingesta se realiza durante la noche, en un silencio sepulcral. Nada debe perturbar la llegada del dios. Cuando es el paciente quien toma la sustancia debe estar acompañado por una persona, que permanecerá quieta y muda durante el viaje mental. Tanto la sustancia como el paciente deben sahumarse para prevenir la intromisión de seres hostiles. En el momento de beberse a dios se pronuncian palabras llenas de devoción que prometen rendición y acatamiento.

Un tratamiento parecido recibe el hongo sagrado o teonanacatl: la “carne de dios”. La recolección se realiza una noche de vigilia entre plegarias y conjuros. Al amanecer, cuando el rocío ha humedecido el hongo, es el momento de recogerlo. Motolinía nos ofrece una vívida descripción de las virtudes de esta planta prodigiosa (psilocibe mexicana). “Tenían otro modo de embriaguez que los hacía más crueles: unos hongos o setas pequeñas, que las hay también en Castilla, más los de esta tierra son de tal calidad que, comidos crudos (con un poco de miel de abeja, por ser amargos), al poco rato ven mil visiones, en especial culebras, que salen de todo sentido, y les parece que tienen el cuerpo lleno de gusanos y que se los comen vivos, y así, rabiando, salen de casa deseando que alguien los mate y, con esa bestial embriaguez, acontecía alguna vez ahorcarse y también eran contra los otros más crueles. Estos hongos, que llaman carne de dios, son del demonio que ellos adoran y de la dicha manera con aquel amargo majar su cruel dios los comulgaba”.

Planta de peyote.
Planta de peyote. Paul Starosta (GETTY IMAGES)

El peyote

El peyote es un cactus pequeño que crece en las zonas áridas de Coahuila, Zacatecas, San Luís Potosí y Querétaro. Planta única y autóctona, hasta el momento no se ha descubierto fuera de México. Es muy discreto. Carece de espinas y bayas y apenas se deja ver sobre la superficie de arena. La cabeza es redondeada, radialmente dividida en gajos, cuando florece, brota del centro carnoso una flor rosa y amarilla, que rápidamente madura en un fruto rojizo. La parte oculta de la planta, la raíz, tiene forma de zanahoria o nabo y está cubierta de escamas leñosas. Crece bajo el rigor del sol, durante la temporada seca se arruga y achica, como enterrándose en la arena, como si sumiera la cabeza dentro de su cuello.

Cuando es joven la planta tiene un solo alcaloide, mitras que en el ejemplar adulto llega a nueve. Unos tienen propiedades analgésicas e hipnóticas, otros excitantes. Una sintomatología paradójica que estalla en el individuo intoxicado. Hay una etapa de euforia y alegría, donde se ralentizan las capacidades kinestésicas y se dilatan las pupilas. Le sigue una fase que reclama la horizontalidad. Las ideas fluyen a gran velocidad. El tiempo se estira. La atención es incapaz de fijarse en un solo punto, el menor estímulo provoca un giro en el pensamiento. Alucinaciones visuales y sonoras. Las primeras aparecen gradualmente, con los ojos cerrados. Juego caleidoscópico de colores. En ocasiones puede ocurrir un desdoblamiento de la personalidad: uno se ve a sí mismo desde fuera. Esta es la fase más interesante desde un punto de vista filosófico.

Sahagún es el primero en describir la planta. Hernández lo llama, siguiendo a sus informantes, “medicina resplandeciente”. Se lo considera el manjar de los chichimecas, nombre de los grupos étnicos cazadores y recolectores del norte. El nombre de peyotl prevaleció entre las diferentes etnias debido al carácter de lengua franca que tenía el náhuatl, aunque entre los huicholes de Jalisco se lo llaman jícuri, los tarahumaras de Chihuahua jículi y los coras de Nayarit huatari.

El uso ritual del peyote no ha perdido su antiguo simbolismo. Ingerirlo sirve para tener comunicación con el dios que lo habita. Los huicholes establecen una trinidad: peyote, venado y maíz. Asociados a ciertos elementos: aire, flecha, pájaro, lluvia, fuego y tabaco. En 1620, el Santo Tribunal de la Inquisición dicta su prohibición. Pero el sincretismo con las figuras sagradas de los invasores ya ha comenzado. El peyote se asocia con el Niño dios y con la Santísima Trinidad. En Zacatecas con Nuestra Señora. En León se le llama Santa Rosa María, más tarde será la Yerba María o Santa María del peyote. Se lo lega a asociar con San Nicolás y su imagen aparece en los altares de los peyoteros.

Cuando la planta es cabeza o raíz se le otorga masculinidad. En flor es femenina. Ambas partes se administran “casadas”. La cabeza-raíz contiene los alcaloides. La dosis aconsejable para un viaje completo es una raíz y seis o siete cabezas. Para incrementar su poder místico a veces se lo diluye en agua bendita o en licor destilado del agave (mezcal). Para facilitar el desdoblamiento de los alcaloides se beben diversos azúcares como miel o panela.

El atardecer o la noche son los momentos más propicios para el ritual, que se realiza en un lugar sacro. Puede ser un baño de sudor (temazcal) o una habitación campesina con un altar doméstico, donde se emplazan las imágenes de Nuestra Señora, Santa Rosa, San Nicolás y otras. El humo del tabaco contribuye a purificar la ceremonia, en la que intervienen tanto el chamán como el enfermo o patrocinador. El fuego, dios viejo, siempre está presente (en el hogar o en un candil). Una doncella inmaculada ha molido previamente la planta. El rito atiende a consultas colectivas (conocer el desenlace de una batalla) o privadas (el paradero de algún familiar). Sirve para diagnosticar achaques y enfermedades, pero también para pelear y no tener miedo, no sentir el hambre o la sed, o descubrir los autores de un robo. La planta sabe cosas que no sabemos y nos las confía a través del chamán. Un enigma que merecería la atención de la ciencia.

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