María Sabina: la chamana que canalizaba la inteligencia del hongo
Quien fuera la curandera más célebre de México recurría a los hongos alucinógenos como medio para adivinar y sanar. Bernardino de Sahagún ya documentó el uso de yerbas y raíces en Mesoamérica en su ‘Historia general de las cosas de la Nueva España’
La vida es misteriosa, esa es su magia. Hay quienes viven ese misterio con absoluta naturalidad, como si vivir fuera algo común y corriente, como si no hiciera falta hacerse preguntas. Otros lo viven continuamente asombrados, perplejos por el mero hecho de ser. Estos últimos son los poetas y, a veces, los filósofos. En las sociedades indígenas, el asombro es un asunto de los chamanes.
Los problemas exigen una solución. Para eso están los ingenieros. La visión ingenieril del mundo ha desterrado el misterio, pero los artistas y los poetas lo han conservado. Saben que la solución al misterio es siempre inferior al misterio. Para ellos carece de sentido solucionar el misterio. Su solución es siempre un cierre en falso. El misterio es algo que ha de vivirse, el aliento mismo del vivir. Ciertas sustancias vegetales, hongos, lianas y cactos, permiten un contacto diferente con ese misterio. Desplazan nuestro punto de encaje con la realidad. Permiten (y en esto son fieles a la mejor filosofía), reconocer nuestra ignorancia consustancial. Ofrecen pistas sobre la relación entre las palabras y las cosas. Hacen posible experimentar lo que está fuera del texto.
María Sabina es probablemente la chamana más célebre de México. India mazateca, fue convertida a su pesar en celebridad tras el encuentro con el banquero y estudioso de los hongos Gordon Wasson, que dio a conocer en Estados Unidos el uso ceremonial y curativo de los hongos psilocibios. María acabó sin quererlo en el centro de un debate (ajeno a su cultura) sobre el uso legal y abierto de sustancias psicoactivas. Llamados los Niños santos, estos hongos crecen en las sierras vírgenes de Oaxaca (y en muchas otras partes del mundo como Siberia o Galicia). Los mazatecos sienten por ellos amor y reverencia. Un culto que no carece de razones: el hongo habla. Y habla de muchas cosas: de lo divino, del provenir, de la vida y de la muerte. El hongo es un manantial de palabras que nos interpelan. Pueden ayudar a encontrar personas perdidas e incluso permiten atisbar “el sitio donde está Dios”. Algunos mazatecos creen que los mensajes del hongo vienen de Jesucristo, que son las gotas derramadas de su sangre. La palabra que los designa en lengua mazateca significa “el que brota”. Son espontáneos, “como el viento que viene sin saber de dónde ni por qué”.
María Sabina no es una mística sino una sanadora. El uso que hace del hongo no busca una experiencia extática, tampoco indagar en la naturaleza de lo real. La naturaleza imaginal de la realidad se da por sentada. Se emplea con el fin de curar alguna enfermedad física o mental, o resolver algún problema familiar. Al hongo se le consulta a través de ella. Y esa consulta, como la del médico, tiene una tarifa.
María nace en Huautla de Jiménez en 1894, es hija de campesinos y pobre de solemnidad. Su padre muere cuando ella sólo tiene tres años. Se traslada con su madre y hermana a vivir con los abuelos, agricultores y criadores de gusanos de seda. La pobreza y la desnutrición pueblan su niñez. María dice haber tenido antepasados que practicaban la ceremonia de los hongos. Su bisabuelo, Pedro Feliciano, su abuelo y su padre fueron curanderos, aunque no conoció a ninguno. A los seis años tiene su primer contacto con ellos. En su casa se celebra una velada para sanar a uno de sus tíos. En aquella ocasión no los ingiere, pero poco después, mientras está en el cerro cuidando el ganado, encuentra unos hongos parecidos a los que ha visto y los toma junto a su hermana. En esa primera embriaguez ora fervorosamente. Llora de sentimiento, en su miseria y desamparo. Lo dirá muchas veces, los hongos le han dado el valor para crecer, luchar y soportar las penalidades. Así comienza un diálogo con la inteligencia fúngica (a caballo entre la animal y la vegetal) que durará hasta su muerte.
María es una mujer extraordinaria. Wasson la llama “la Señora”. A los siete años ya se levanta antes del alba, trabaja la tierra con la azada, hila el algodón y teje los huipiles. Aprende a bordar y vende sus telas o las cambia por gallinas. A los catorce años un mercader ambulante, que viaja a Orizaba cargando ollas y mantas, pide su mano. En uno de esos viajes lo reclutan para pelear con los zapatistas. Regresa trayendo caballo y carabina. María le pide que abandone el ejército revolucionario. Serapio deserta. La unión dura siete años (los indios no se casaban entonces) hasta que Serapio muere de gripe española en 1914. Durante 13 años, la viuda recoge café en las fincas vecinas. En una ocasión le preguntaron la diferencia entre un brujo y una curandera. “Yo adivino. Llego al lugar donde están los muertos y si veo al enfermo tendido y la gente llorando, siento que se acerca una pena. Otras veces veo jardines y niños y siento que el enfermo se alivia y las desgracias se van. Cantando adivino lo que va a pasar. El brujo rezando ahuyenta los malos espíritus y cura mediante ofrendas”. Marcial, su segundo esposo, era brujo y aficionado al aguardiente. Temeroso de que le arrebate su poder, la golpea. María le ocultó su ciencia y nunca comió hongos en los 12 años que duró su unión. No le daba dinero y maltrataba a los niños. Abandonó a María por una mujer casada. Una noche el marido y los hijos le quebraron la cabeza a palos.
De nuevo viuda, tiene que sostener a una familia cada vez más numerosa, ahora con diez hijos. Una vez empieza a trabajar con los hongos, los hombres dejan de interesarle. No se volverá a casar. Está convencida de que, si come una gran cantidad, puede ver la enfermedad y curarla. Empieza a ser respetada en la comunidad cuando profetiza el asesinato de un exalcalde de Huautla. Su fama llegará a los Estados Unidos, cuando Gordon Wasson publique un artículo en la revista Life. María tiene que soportar la visita de aventureros de la psicodelia, que faltan al respeto a su cosmovisión e ignoran su forma de proyección espiritual. “Mucha gente se aprovechó de mí. Recuerdo cuando regresó Wasson y me regaló un disco con mis cantos. Le pregunté cómo lo había hecho, nunca imaginé oírme a mí misma. Estaba disgustada porque en ningún momento le había autorizado a que grabara mis cantos. Anduve mucho tiempo llorando y el asunto no me dejaba dormir”.
Tras la milagrosa curación de su hermana, empieza a vivir de su profesión como curandera y a ganarse la confianza de la gente. No volverá a cortar café. Asiste a las parturientas, ahuyenta los malos espíritus y a quienes siente que han perdido el alma. María sólo utiliza tres clases de hongos psilocibios. El Pajarito, que brota en los maizales o en las faldas húmedas de los montes, el San Isidro (menos estimado), que crece en el excremento de toro, y el Desbarrancadero, que se encuentra en el bagazo de la caña de azúcar y que se usa también para darle sazón a las sopas. Del primero (psilocybe mexicana), también llamado angelito, el curandero come 15 o 20 pares. Para el que hace la consulta, dependerá de su peso. En todo caso, es el chamán el que decide cuántos pares va a tomar. Los cantos de María hacen las veces del tambor chamánico. La imágenes, dispersas y ondulantes, parecen ordenarse o cobrar sentido gracias a los cantos.
El hongo decanta diversas metamorfosis, sentimientos de fuerza, elevación y grandeza. Una galería alucinante de personajes, algunos terroríficos, otros auspiciosos. Se siente la presencia de un poder misterioso y sagrado. La psilocibina que actúa sobre la mente occidental suscita imágenes occidentales. María confiesa que ve a los hongos como niños, como payasos diminutos que cantan y bailan a su alrededor, tiernos como retoños, como los botones de las flores, que chupan lo malos humores y la sangre envenenada, que sanan. Canta a los enfermos: “Soy la mujer relámpago, la mujer águila, la sabia herbolaria. Jesucristo, dame tu canto”. María incorpora palabras españolas (no habla nuestro idioma) y palabras que inventa, atenta al ritmo del canto y su percusión. “Soy una mujer limpia, el pájaro me limpia, el libro me limpia”. Es conocida en el cielo, Dios la conoce, también la Luna, la Cruz del sur o la estrella de la mañana. “El Espíritu santo baja cuando lo invoco. Puede verlo, pero no tocarlo. En realidad, es el poder de los hongos el que me hace hablar. No puedo decirte en qué consiste ese poder. Sin los hongos me sería imposible cantar, danzar o curar. ¿De dónde me van a salir las palabras? Yo no puedo inventarlas. Las palabras me brotan cuando estoy embriagada, como brotan los hongos en la milpa, después de las primera lluvias”. Emanaciones. Ese es el estilo del mundo natural. Creación por emanación espontánea. No hay nada que hacer, simplemente afinar la atención. Toda la materia es radiactiva.
María se orienta por el modo de ser de las gentes que la consultan, por sus necesidades. Si la consulta es de un mazateco, ve con más trabajo las cosas, pues dentro del pueblo hay mucha envidia y muchas maldiciones”. Fija su pensamiento en el enfermo y ruega para que los espíritus de los tiempos más remotos la ayuden a curarlo. Invoca a los Santos, al Dueño de los Cerros, a la Doncella del Agua Rastrera. “Y entonces me siento como una mujer santa y grande, como una mujer que todo lo sabe. Estoy fuera, muy lejos de aquí, muy lejos y muy alta y no recibo nada, no quiero nada, ni me importa nada”.
María tiene un nietecito predilecto. Vive con diez familiares. Una de sus hijas cose, teje y borda. Otra siembra maíz y frijol. Un hijo es jornalero y cohetero y la pólvora le voló cuatro dedos de la mano izquierda. Todos contribuyen a la economía familiar pero es ella quien mantiene a la prole trabajando con los hongos. Su ilusión es poner una tiendecita y vender a los caminantes comida, cervezas y bordados. Pero le quemaron la casa (debido a que compartió el secreto de los hongos a los extranjeros) y ahora debe comenzar de cero.
Como india mazateca, María nunca tuvo el deseo de experiencias, propio de la mente occidental, expedicionaria, libresca y quijotesca. Sus ascensiones no buscan el éxtasis, son propias de una técnica (el vuelo chamánico), que permite contemplar las cosas en perspectiva, desde lo alto, o descender a los infiernos, pudiendo ver allí donde no alcanza la mirada. Dibuja mapas, construye escalas y encuentra nuevas rutas en el mundo imaginal. No es fácil orientarse en este mundo, en apariencia caótico. Conocer sus campos de fuerza, sus itinerarios y atajos, es el trabajo del chamán. Baja al mundo de los muertos y restablece puentes rotos.
María sabe que es famosa. Muchos turistas extranjeros la visitan atraídos por los hongos. Guarda retratos y artículos de prensa que han escrito sobre ella. Pero no le gusta hablar del asunto. Un documental reciente la muestra envejecida, más pequeña y delgada, como los duendes y los Niños santos. Tiene cejas espesas (rareza entre los mazatecos), pómulos salientes, fuerte y ancha nariz y una boca carnosa y elocuente. Todavía aguanta las exigentes veladas, en las que canta cinco o seis horas, baila y percute instrumentos, fuma tabaco y bebe pequeños sorbos de aguardiente. Sigue conservando su prodigiosa energía. Lo mazatecos siguen subiendo a su cabaña solitaria en busca de consejo. Acude a la iglesia y, llena de humildad, se sienta en un rincón. Ya no oficia ceremonias sin que esté presente alguno de sus nietos. Fernando Benítez, el gran estudioso de los indios de México, ha descrito la escena: “El niño duerme enroscado, como un cordero, apoyando la cabeza en sus piernas recogidas. María lo acaricia de tarde en tarde y cuando despierta le ofrece pan o lo cubre con un rebozo”. El pan que ha ganado buscando remedios.
Lo sagrado y lo profano
Los hongos alucinógenos nunca se han vendido en la calle, como nunca se han vendido las hostias o cualquier otro alimento sagrado. Pero a los pocos años, ya se ofrecían en muchos lugares y constituían un negocio. Empezaron a proliferar los charlatanes, los psiconautas caprichosos, hijos de la ilustración e insensibles a las mitologías indígenas. Al inicio de la década de los sesenta, las psilocibes se convierten en sustancia ilegal. María sufre el acoso de la policía. Hasta su casa llegan agentes federales, registran su vivienda y la detienen. María se defiende ante el alcalde: “Tú sabes que nuestra gente no usa el tabaco que ese desdichado afirma que yo vendo. Me acusa de traer gringos a mi casa, ellos llegan a buscarme, me toman fotografías, platican conmigo, me hacen preguntas, las mismas que ya he respondido muchas veces… y se van después de tomar parte en una velada”. Para María, la fuerza de los Niños santos ha declinado debido a su uso lúdico y recreativo. Siente que ella lo pagará con todas las enfermedades que ha curado.
El exceso de racionalidad es irracional. Lo mejor es enemigo de lo bueno. El éxtasis suele estar envenenado para la lógica occidental. María sahúma los hongos y los distribuye en pares. Se comen despacio, acompañados de chocolate. La curandera toma sorbos de aguardiente y fuma sin descanso mientras salmodia en mazateco. “Soy y no soy. Estoy aquí y no estoy. Soy actor y testigo”. Se anuncia una presencia. María muere en silencio y en la pobreza, como ha nacido, en 1985.
El primer relator
Unos de los primeros antropólogos del mundo náhuatl fue un franciscano leonés. No se olvide que, para ser antropólogo, hay que ser de fuera. Esta lengua autóctona de México, de origen azteca, se ha mantenido durante siglos como lengua franca en Centroamérica (hoy la hablan tres millones de mexicanos). Y el primer léxico conocido en náhuatl, la primera gran historia de esta cultura, escrita en lengua náhuatl, se la debemos a Bernardino de Sahagún, compilador de la Historia general de las cosas de la Nueva España. Un texto elaborado gracias a los testimonios de indígenas acreditados. Allí se habla de unos honguillos que, ingeridos con miel, producen una enajenación pasajera. Bajo sus efectos los indios cantan, bailan o lloran. En algunos casos provocan visiones de espanto o risa. Transcurrida la embriaguez, comentan unos con otros las visiones. Sahagún reconoce el profundo conocimiento que tienen los indígenas de yerbas y raíces. “La raíz que llaman peyotl la toman en lugar del vino, y se juntan en el llano, donde pasan la noche cantando y bailando”. Pero Sahagún tiene una agenda oculta que se parece a la del psicoanalista: para curar las enfermedades espirituales lo primero es conocerlas. Una agenda que comparte con la antropología moderna, que no puede evitar cargar con su propia mochila de valores cuando realiza su trabajo de campo. En general, cuando se predica contra la idolatría, siempre hay un ídolo que sustituye al destronado, ya sea en ciencia o en teología. Somos seres de ídolos. El lenguaje inevitablemente los crea. Pero ignorar la raíz de estas idolatrías y descartarlas de entrada, no es la estrategia más inteligente para su desconstrucción. Así lo justifica Sahagún, que, tras el encargo del Provincial, emprende una investigación sobre la cultura mexicana que le llevará toda la vida. Estamos en 1529, ocho años después de la rendición. Sobre las ruinas del Templo Mayor se inicia la construcción la primera catedral de Nueva España. Se escuchan los golpes de los canteros y el empuje de los remos en los canales de Tenochtitlan. El centro de la isla ha sido destinado a los españoles, la periferia a los indios. En la linde de estos dos mundos, “como brazo tendido del conquistador al conquistado”, se erige el convento de San Francisco (hoy en la calle Madero). Una pequeña iglesia techada de madera, un portal cubierto de paja y un atrio arbolado. Extramuros, una acequia provee agua potable. Allí se inicia la investigación de este leonés de 30 años, educado en la Universidad de Salamanca.
El Nuevo Mundo lleva la máscara de la utopía. Las conversiones masivas de indios se consideran milagrosas. Pero algunos como Sahagún sospechan. La vía evangélica no puede desarrollarse desde el desconocimiento de las costumbres de aquellos a quienes va dirigida. Las creencias de los indios, su panteón, sus costumbres y su lenguaje se convierten en una prioridad. Sahagún comienza a estudiar el náhuatl en el convento de Tlamanalco. Los indígenas aparentan ser cristianos y acuden a la iglesia, pero no han renunciado al culto a sus dioses. Un franciscano del siglo XVI no puede entender que estas dos actitudes no son incompatibles. En el valle de Puebla, Sahagún comienza a escribir textos cristianos en náhuatl. No es el único. Otros componen sermonarios, doctrinas, vocabularios y gramáticas. En 1547 trabaja en un tratado de retórica y moral indígena. Ya no se trata de una traducción al náhuatl de textos doctrinales cristianos, sino de una recopilación de oraciones, exhortaciones y alegorías de uso corriente entre los antiguos mexicas. A ello añade una crónica de la conquista, tal y como es relatada por los conquistados, con el propósito de que se conozcan aspectos de la guerra ignorados por los españoles. Es el primer caso conocido de history from below, del intento de contar la historia desde el lado de los vencidos. No todos los misioneros aceptan esta iniciativa. Temen que “escribir en náhuatl cosas de idolatría puede dar ocasión a los indios a volver a ellas”. Sahagún hace caso omiso y recopila en náhuatl lo más idolátrico del pensamiento indígena: los himnos a los dioses. Durante 20 años se reúne con los ancianos de las diversas comunidades indígenas, recoge informaciones, consigue códices pictográficos, reorganiza su extensa obra, en doce libros, y vierte al español gran parte de ella. Le ayudan cuatro colegiales de Tlatelolco que entrevistan a los ancianos versados en la tradición. Cuando se lee la obra se advierte el interés del fraile por la recopilación del léxico, ya se trate de yerbas o astrología. Llegado el momento, la Orden de San Francisco le retira el apoyo de los colegiales. Estratégicamente, no interesa el conocimiento de la cultura indígena. Sahagún se encontrará sólo y envejecido. Redacta un breve compendio de su obra y lo envía a Madrid y Roma, solicitando el favor de la Corte y el Pontificado. El presidente del Consejo de Indias le otorga su apoyo. Pero el 1576 una devastadora peste vuelve a detener su trabajo, que exige encuentros constantes con los jefes de clan. Transcurrida la epidemia, concluye finalmente su obra monumental, profusamente ilustrada, en 1577. El manuscrito bilingüe llega a la corte española en 1580. Forma parte de la dote que Felipe II entrega a su hija cuando se casa con Lorenzo el Magnífico. Desde entonces se lo conoce como el Códice Florentino. La obra de Sahagún es la fuente más importante para cualquier estudio de la cultura náhuatl. El fraile nunca dejó de revisar, cotejar y completar las informaciones que recibía. A pesar de que la obra incluye no pocos juicios de valor, en términos generales puede decirse que fue la propia sociedad investigada la que produjo este texto monumental, el panorama más completo de la vida prehispánica en el valle de México, resultado de un diálogo continuo durante más de cuatro décadas de investigación.
Sahagún estructura la obra al modo medieval: dioses, hombres y mundo natural. Un tesoro de “muchas cosas dignas de ser sabidas, que será de mucha estima en la Nueva y la Vieja España”. Encuadra el valor de su trabajo y su necesidad histórica. “Aprovechará mucho toda esta obra para conocer el quilate de esta gente mexicana, que no se ha conocido porque vino sobre ellos aquella maldición de Jeremías. “La ira divina que fulminó Judea y Jerusalén, que trajo de lejos gente muy robusta y esforzada, muy diestra en pelear, gente cuyo lenguaje no entenderás, fuerte y animosa, codiciosísima de matar. Esta gente os destruirá a vosotros y a vuestras mujeres e hijos y todo cuanto poseéis, vuestros pueblos y edificios”. Esto es a la letra lo que ha acontecido a estos indios con los españoles. Fueron tan atropellados y destruidos ellos y todas sus cosas, que ninguna apariencia les quedó de lo que eran antes. Así son tenidos por bárbaros y por gente de bajísimo quilate, aunque, en verdad, en cuestiones de política superan a muchas otras naciones sin descartamos algunas tiranías que su manera de regir contenía”. Y cita la civilización de Tula, asiento de la cultura tolteca, “muy antigua y rica, de gente muy sabia y esforzada, que tuvo la adversa fortuna de Troya”. Sahagún no oculta su admiración hacia estas culturas antiguas. “De la sabiduría de esta gente hay fama que fue mucha. Y se dice que los primeros pobladores de esta tierra fueron perfectos filósofos y astrólogos, diestros en las artes mecánicas y de gran valor… Hábiles también en la santa teología, fuertes para sufrir los trabajos del hambre y del frío”. Pero tampoco olvida su labor evangélica: “Con estas tierras ha querido el Señor restituir a la Iglesia lo que el demonio le robó en Inglaterra, Alemania y Francia, en Asia y Palestina, de lo cual quedamos muy agradecidos y obligados a trabajar fielmente en esta su Nueva España”. Abundará la gracia donde abundó el delito. La frase de San Pablo es premisa para Sahagún, primer antropólogo de Mesoamérica, que puso en valor la sabiduría de la gente mexicana, “que son nuestros hermanos, procedentes del tronco de Adán como nosotros, a quien somos obligados a amar como a nosotros mismos... Por esta razón se han escrito doce libros en el lenguaje propio y natural de esta gente mexicana, que además de ser muy gustosa y provechosa escritura, donde se encuentran todas las maneras de hablar y todos los vocablos que esta lengua usa, tan autorizados como los de Virgilio o Cicerón”.
Los hongos alucinantes
Hay hongos y algunas yerbas, escribe Sahagún en su Historia, “que sacan al hombre de su juicio y lo desatinan”. Menciona estas yerbas que emborrachan en el libro undécimo, “como aquella llamada xoxouhqui, que cría una semilla llamada ololiuqui, semilla que emborracha y enloquece, y quien la come ve visiones y cosas espantables”. “La dan a comer con la comida o con la bebida los hechiceros, es también medicinal y cura la enfermedad de la gota. Hay otra yerba, llamada peyotl, que se toma en el norte. “Los que la comen o beben ven visiones espantosas o de risas. Dura este emborrachamiento dos o tres días y después se quita. Es común manjar entre los chichimecas, que los mantienen en el ánimo de pelear y no tener miedo, ni sed ni hambre”.
“Hay unos honguillos de esta tierra que se llaman teonanácatl. Críanse debajo del heno, en los campos o páramos. Son redondos y tiene el pie altillo y delgado y redondo. Comidos son de mal sabor. Daña la garganta y emborracha. Son medicinales contra la calentura y la gota. Hanse de comer dos o tres nomás. Los que los comen ven visiones y sientes vascas del corazón, y las visiones son a veces espantosas y otras de risa. A los que comen muchos de ellos provocan lujuria. A los mozos locos o traviesos dícenles que han comido nanácatl.” Otros, “veían en visión que los devoraba alguna bestia y morían”. A continuación, Sahagún lista los diferentes tipos de setas y sus diversos usos médicos o culinarios, así como las diversas yerbas medicinales.
Los honguillos son pequeños, de color leonado, amargos al gusto y de cierta agradable frescura. Algunos nobles los buscan para sus fiestas, pues emborrachan como el vino. Quien los ingiere canta y baila toda la noche. Locura pasajera, hilaridad irresistible. Mientras que el cacto peyote brota bajo un sol de justicia en la sequedad del desierto, el hongo brota de la humedad y la putrefacción. Nace oculto y debe tomarse bajo el manto de la noche. Hace aparecer visiones de todas clases, geometrías sagradas, combates, serpientes luminosas y demonios. El historiador franciscano Toribio de Benavente, llamado por los indígenas Motolinia (“el afligido”), identifica al hongo con el mismo demonio. Pero los nativos lo llaman la “carne de Dios”. Motolinia admite el paralelismo entre la ingesta ritual de hongos y la comunión cristiana. Pero en este caso se trataría de una comunión demoniaca. No sabemos si los informantes comunicaron alguna epifanía o revelación significativa mediante esta práctica. Quizá lo hicieron y los frailes las omitieron de su relato.
El último relator
Las referencias a los hongos cesan en 1726. El renacimiento psicodélico se inicia con las investigaciones de Huxley y Artaud. En 1936, el ingeniero Robert Witlander escribe un informe sobre el consumo de hongos alucinantes en la Sierra Mazateca. En 1938, Evans Schultes lleva a Harvard algunos especímenes recogidos en Huautla Jiménez. Participa en una velada, pero no los ingiere. También los menciona el etnólogo sueco Jean Basset Johnson. Estos trabajos pasan inadvertidos, y la gloria del descubrimiento occidental de los hongos psilocibios recae sobre un banquero neoyorquino. Robert Gordon Wasson hará célebre el nannacatl de los indios mazatecos con una serie de artículos en revistas de gran difusión.
Todo empieza con una experiencia iniciática. Wasson se enamora en Londres de la pediatra rusa Valentina Pavlovna. En su viaje de bodas, ambos descubren la magia de los hongos en un bosque próximo a Nueva York. Desde entonces y hasta el final de sus días la pareja se dedica al estudio, disección y clasificación de los hongos, creando una disciplina, la etnomicología. Se dedican a ella primero en sus ratos libres y tras su jubilación a tiempo completo. Las sociedades humanas pueden dividirse en micófilas y micófobas: amantes de los hongos y alérgicas a los hongos. Ciertas culturas premodernas tienen una relación más consistente con el trasmundo que se adivina tras la experiencia con los hongos. Y, entre todos ellos, los psilocibios son los que más enseñanzas han traído, los enteógenos superiores. El principio activo, la psilocibina, es producida naturalmente por alrededor de 200 especies de hongos. Una herramienta útil para distintas prácticas de meditación, introspección y viaje por la mente extendida.
La noche del 29 de junio de 1955, Wasson participa en una ceremonia de ingestión de hongos con María Sabina. La experiencia lo transforma hasta el punto de dedicar el resto de su vida a la etnomicología. Sus artículos atraen una ola de hippies, psiquiatras heterodoxos y buscadores de emociones, que ponen rumbo a Oaxaca en busca de los hongos mágicos.
Un poema náhuatl pregunta: “¿De dónde vienen las flores que embriagan?” A lo cual los chamanes responden: “De su casa, del centro del cielo, de la casa de Dios vienen las flores”. Como si la relación con ellas fuera un modo de abrir nuevas vías de comunicación con lo divino. Los hongos transportan al cielo, cuya cúpula representan, a ese misterioso lugar donde todo ha nacido. Wasson asegura que no hace falta la fe para creer en los hongos; ellos mismos llevan su propia convicción: “Cada comulgante podrá atestiguar el milagro”.
El estudio de las culturas mesoamericanas no ha prestado suficiente atención a estas prácticas. Wasson lo atribuye a las inclinaciones micofóbicas de los anglosajones, fundadores de la antropología moderna en la época colonial. Pero Wasson es parte de ese movimiento. En esa paradoja ha de vivir toda antropología. Los chamanes genuinos evitan el contacto con los extranjeros. Durante siglos los indígenas preservaron el secreto de los hongos para que no fuera profanado. Y uno de los primeros profanadores, y de sus grandes amantes, fue el propio Wasson. En 1952 recibe una carta de Robert Graves desde Mallorca. En ella se menciona a un profesor de botánica de Harvard, Robert Evans Schultes, que ha publicado dos artículos sobre frailes del siglo XVI que mencionan el culto a los hongos. Blas Pablo Reko le informa que ese culto que sigue vivo en algunas aldeas de Oaxaca. Ambos visitan Huautla Jiménez en 1937. Schultes regresa en 1938 y 1939. Wasson y su esposa lo hacen en 1953. Wasson y Schultes comparten intereses y en seguida se hacen amigos. La colección del banquero pasa al Museo Botánico de Harvard. Roger Heim, director del Museo de micología de Paris, se une al proyecto. En la India adquieren nuevos conocimientos sobre los hongos. Según la sabiduría tradicional, un hongo de Orissa, el putka, está dotado de alma, como los humanos y los animales. Al preguntar porque entre las plantas sólo el hongo tiene ese privilegio, responden: “Los hongos deben comerse rápidamente, si no se hace, apestarán a muerto”. La indóloga Stella Kramrisch les informa que putka deriva del sánscrito pūtika (“pútrido”), nombre de una planta no identificada que los arios utilizaron como sustituto del Soma.
Una velada en Oaxaca
Durante de la década de los cincuenta, los Wasson se consagran al estudio de los enteógenos en México. No practican ninguna religión, aunque ella pertenece a la iglesia ortodoxa rusa y él es hijo de un ministro episcopalista. Valentina muere en 1958, él proseguirá sus investigaciones hasta el fin de sus días. Wasson no es un investigador profesional, pero sabe relacionarse. Para ganarse la confianza de los indios hace falta paciencia y tacto. Hay que evitar tratarlos como niños. Su amistad con Roger Heim, director del laboratorio de micología de París, será decisiva en su trabajo.
Wasson llega a Huautla Jiménez con el fotógrafo Allan Richardson. Tiene la fortuna de conocer al síndico del pueblo, Cayetano García, en cuya casa se celebrará la velada. Sus hermanos conducen a los extranjeros a un barranco, a orillas de un riachuelo, donde encuentran abundantes racimos de hongos. Los hongos sagrados deben trasportarse en un fardo cerrado, para que conserven su fragancia y humedad. Si en el camino encuentran algún animal muerto, los hongos perderán su virtud. Cayetano les presenta a María Sabina, “una curandera de primera categoría”. Cuando le muestran los hongos, las mujeres irrumpen en exclamaciones de alegría. Tiempo después, María confesará que se sentía en la obligación de obedecer al síndico y que no tendría que haber mostrado el secreto a los extranjeros. La presencia de María les impresiona. Circunspecta, de modales solemnes y sonrisa franca. Nunca ha deshonrado su profesión ni utilizado sus poderes para causar el mal. Wasson pasará muchas veladas con María y con su hija Apolonia.
En lugar donde se celebra la velada es una típica casa zapoteca. Por la estancia circulan libremente pollos y guajolotes. Una gallina negra empolla bajo la mesa y será testigo de la velada. Richardson hace algunas fotografías. La Señora le pide que “cuando le agarre la fuerza” deje de tomar fotos. La hija de Cayetano sirve chocolate. Los extranjeros están impresionados por el ambiente. Los hongos reciben un tratamiento respetuoso, pero sin demasiado formalismo.
La ceremonia toma la forma de una “consulta”. El patrocinador quiere saber cómo afrontar un contratiempo. La inteligencia del hongo ayudará a resolver la encrucijada a través de la chamana. Las veladas deben celebrarse de noche, en la oscuridad, en un lugar apartado donde reine el silencio. El ruido o la luz pueden entorpecer el viaje. Los sonidos de la naturaleza no se consideran interrupciones. Debe haber vigías, una o dos personas que no tomen los hongos. A partir del desayuno, uno debe de abstenerse de comer hasta la noche. Durante la velada se puede tomar chocolate. Cuatro días antes hay que privarse de huevos, alcohol y relaciones sexuales. Lo mismo durante los cuatro días subsiguientes.
Se les advierte que nadie debe abandonar la habitación antes del amanecer. Algunos de los presentes se recuestan en petates sobre el piso. María y su hija Apolonia se sientan ante el altar. La Señora pregunta a los extranjeros por su consulta. Quieren saber del hijo de Wasson, Peter, entonces en el ejército. La Señora abre la cesta de los hongos, quita los terrones y los pasa por el humo aromático del copal. Los hongos se cuentan en pares. Coloca en cada una de las dos ollas 13 pares de hongos, para ella y para su hija. En diversas tazas coloca cuatro, cinco o seis pares. Wasson recibe seis pares. Los niños no reciben ninguno.
La Iglesia ha dejado de perseguir los hongos, pero no siempre fue así. Incluso se dice que algunos sacerdotes de mentalidad abierta oficiaron el rito. Con el tiempo, algunos elementos cristianos se introducen en la ceremonia pagana. La mentalidad indígena ignora el sectarismo semítico y confesional. Se canta en náhuatl, pero también se entona el Padre Nuestro en español. María es feligresa de la parroquia local e inicia sus ceremonias frente a una estampa del Niño dios, sobre un pequeño altar. Tras invertir una flor sobre la última vela, la ceremonia se desarrolla a oscuras. El canto y la música, el temor y la reverencia, se prolongan hasta el alba. En la semioscuridad apenas pueden distinguir la sombra de las chamana, cuya voz se alza en cantos. Comienza a mascar y tragar los hongos en silencio, tanto el sombrero como la estirpe. El sabor es acre y desagradable. La Señora le pide a Wasson que se cambie de lugar, pues el “lenguaje” descenderá allí. Tras tomar el último bocado, la Señora se santigua. Con una flor, apaga la última de las velas. La luz de la luna penetra por una rendija de la puerta. Los extranjeros se recuestan sobre esteras de palma. Sienten escalofríos y empiezan a ver “cosas”. Intercambian murmullos. Wasson trata de tomar notas y llevar un registro de las horas. Siente nauseas. Vomita. Desea experimentar los hongos plenamente y, al mismo tiempo, ser un observador imparcial de lo que acontece. Pero los hongos no dan opción y se apoderan de la psique. Su alma parece salir del cuerpo y situarse en un punto flotante del espacio. Ve formas geométricas de vivos colores, angulares, no circulares, como las que ornamentan tapices y alfombras. Esas formas se transforman en arquitecturas de estilo oriental, con columnatas y arquitrabes de oro y ébano. Todo es deslumbrante y abigarrado. El ramillete del altar adquiere la forma de un carro imperial tirado por criaturas mitológicas y gobernado por una dama ataviada con regio esplendor. Con los ojos abiertos, ve desfilar visiones en sucesión interminable. Los muros de la humilde vivienda se han desvanecido. “Mi espíritu, libre de trabas, flota en el empíreo, arrastrado por rachas divinas”. Recuerda que le dijeron que “los hongos te llevan adonde está Dios”. Sólo mediante un esfuerzo consciente es capaz de regresar a los confines de la habitación, pero ese contacto le produce nauseas. Se abren pasajes. Un vasto desierto y una caravana de camellos. De pronto se ve en ella, escuchando el resoplar de los camellos, sintiendo el bamboleo de la marcha, el hedor del animal, el tintineo de las campanillas.
Tres días después Wasson vuelve a tomar hongos. No aparece la imaginería oriental sino motivos del periodo isabelino y jacobita inglés: armaduras, ornamentos, sillas catedralicias y escudos de armas. Las visiones le parecen arquetipos preñados de sentido. No se trata de alucinaciones o fantasías desquiciadas, sino de imágenes revestidas de la mayor autoridad. Ve ríos rebosantes de aguas transparentes. Advierte que los paisajes responden a la voluntad del espectador. Cuando algo le interesa, la visión se acerca y lo muestra en detalle. Escribe: “Quien ha ingerido hongos queda suspendido en el espacio; es una mirada descarnada, invisible, incorpórea, viendo sin ser vista. De hecho, es los cinco sentidos descarnados, todos ellos afinados en el más alto registro de sensibilidad y atención… uno deviene puro receptor de sensaciones infinitamente delicado. Lo que uno mira y lo que uno escucha parece ser una misma cosa: los cantos y las percusiones asumen formas armoniosas y sus armonías adquiere formas visuales”. La descripción de Wasson coincide con la cosmología hindú. El sonido como precursor de la luz y lo visible. La vibración original como portadora de todas las formas de la percepción y la imaginación. Todos los sentidos parecen funcionar como un solo. Y en la base de todos ellos está el sonido eterno.
Por primera vez en su vida adquiere sentido la palabra éxtasis. Hay un instante en que parece que las visiones van a ser trascendidas y que tras ellas va a encontrar lo esencial. Esa promesa no se cumple. Vuela como una mariposa hacia unas puertas sombrías alzadas a lo alto. Espera que las puertas se abran y le franqueen el paso. No lo hacen y, con un ruido sordo, cae a tierra jadeante y sin aliento. Se siente frustrado y, al mismo tiempo, aliviado de no haber enfrentado lo inefable.
Tiempo después, Aristeo Matías le describe las cuatro etapas que conducen al dominio de los hongos. La chamana ingiere una dosis alta y realiza un trabajo de precisión. El principiante se ve desbordado por el asombro y la turbación. Donde el inexperto ve caos y desorden, ella encuentra el camino del sentido y puede entender los mensajes del mundo imaginal. La Señora comienza a plañir. Hay pausas de silencio y luego renace el canturreo. Articula sílabas aisladas agudas, chasqueantes y rápidas, rasgando la oscuridad como puñales. Los cánticos se prolongan toda la noche. El canto es el guía. Ensalmos antiguos en mazateco, español o latín. Fraseo tierno y quejumbroso. Se oyen los nombres de Cristo. Uno de los hombres se acerca a Wasson y le susurra que Peter está vivo y arrepentido por no haber enviado noticias. Les dice que, como han tomado hongos, pueden hablar directamente con él. La Señora está de rodillas ante el altar, la luz de la luna perfila sus brazos alzados. Su hija se hace cargo del canto y ella inicia una danza que dura más de dos horas. A la luz de un cigarrillo, ve a la Señora beber de una botellita de aguardiente mientras baila (les han dicho que el alcohol es tabú antes, durante y después de la ceremonia). Con un ritmo perfecto, uniforme y rápido, golpea el petate con la base de la botella. El golpeteo llega a ser extremadamente doloroso. Wasson no lo soporta y comienza a gemir angustiado.
Los ojos de la Señora relampaguean, su rostro expresa sentimientos tiernos y generosos. Dos veces alarga su mano hacia Wasson buscando sus dedos en saludo amistoso, saltando por encima del abismo cultural y lingüístico. Los indígenas de Mesoamérica son reacios a mostrar afecto, incluso en el ámbito familiar. Los hongos emancipan de esas inhibiciones. También desquician la sensación del paso del tiempo. Visiones que parecen durar una eternidad transcurren en segundos. Refuerzan la memoria, hacen recordar cosas olvidadas. Despliegan todo un inventario de maravillas, pero también hacer que el mundo se detenga (viejo tema del budismo de Vasubandhu). Permiten viajar en el tiempo asomarse a otros ámbitos de existencia. Como dice William Blake, “mientras más diáfano sea el órgano, más nítido será el objeto”.
Wasson hace su propio retrato de María Sabina. La chamana es la receptora de los dolores y las esperanzas de la humanidad. Es el hierofante y psicopompo, en quien las generaciones han encontrado alivio y comprensión. Su mente debe estar templada como la cuerda de un violín. Es una forma de la santidad, de quienes ayudan a quienes lo necesitan. María pertenece “a los que saben”. Los hongos hablan a través de ella. Su mérito es su capacidad de entender lo que dicen. El chamán es simplemente un vehículo para que el hongo se exprese. El hongo es Palabra. Palabra delicada que hay que tratar con asombro y reverencia. María cura exclusivamente por la virtud del hongo, que es diagnóstico y guía para el tratamiento. Nunca ha empleado su poder para causar el mal. Los chamanes de segunda categoría son curanderos. Gentes que “construyen”, pueden curar “chupando el daño”, mediante pociones y conjuros. Una tercera categoría es la del brujo o hechicero que utiliza sus poderes para causar daño.
A quien come los hongos, los santitos se le aparecen como seres diminutos, del tamaño de un naipe. Cuando se toman en la circunstancia propicia y la dosis adecuada, estos hombrecillos se hacen cargo de las dificultades le que preocupan a uno. El hongo habla un lenguaje tan antiguo como la vida. Su melodía no puede ser desligada de lo que aparece. En México lo llaman la “carne divina” (teonanácatl). Y como lo divino brota de forma espontánea.
El micólogo francés Roger Heim ha clasificado científicamente las diversas clases de psilocibes. Afirma que los hongos levantan el silencio. Entre el oído y el mundo hay un velo de silencio. Los hongos descorren ese velo y los sonidos adquieren una vibración singular. El mundo, antes sordo, recobra su condición sinfónica y las más leves entonaciones de la voz aparecen magnificadas. El mundo recupera su melodía perdida, que es el lenguaje de lo divino. Los silencios son tan perfectos como la misma melodía. Silencios profundos como abismos. El canto abre el túnel. El universo es una sola voz. Un misterio con infinitos acordes. Música táctil, música que se ve. Uno se siente diminuta antena receptora que acompaña al poderoso ritmo y se sostiene con la secuencia del canto. La experiencia psicodélica comparte con la onírica y la fílmica en que limita su expresión a lo visto y lo escuchado. Pone en suspenso el instinto de conservación. Desactiva los sentidos vinculados a la supervivencia: el olfato (respiración), el gusto (alimento) y el tacto (reproducción sexual) y activa los sentidos que median para conseguir esos fines: la vista y el oído, que son, como decía Berkeley, sentidos indirectos. Y de estos dos, el oído es el facto dominante en todo el relato. Se parece también al barzaj o mundo imaginal de los sufíes, y al bardo o estado intermedio (entre una encarnación y la subsiguiente) del budismo tibetano, donde es posible liberarse mediante la audición.
Dónde está ahora el relato
Uno de los grandes errores del relato contemporáneo sobre las sustancias psicoactivas (psilocibios, peyote, ayahuasca o LSD), es considerarlas drogas. Todas estas sustancias no crean ningún tipo de adicción, como puede ocurrir con el tabaco, el alcohol, el opio o la heroína. Ahora bien, son sustancias peligrosas si no se toman en las circunstancias adecuadas y en el momento vital adecuado. En el caso de los hongos desecados, conservan su virtud durante largo tiempo y cada persona requiere una misma dosis a lo largo de su vida.
El laicismo moderno ha propiciado que estas sustancias se consuman fuera del contexto ritual. La contracultura favoreció estás prácticas, síntoma de una búsqueda legítima de jóvenes desencantados con la sociedad de consumo y los sueños de la vida burguesa. A mi entender, para tener una experiencia plena con estas sustancias, lo más importante es conservar cierta sensibilidad para la cosmovisión indígena, para la idea (desterrada por la modernidad) de que todo percibe y siente. Ya en su apartamento de Nueva York, Valentina Pavlova tomó unos hongos, fumó un cigarrillo y afirmó nunca haber fumado algo tan exquisito. Se asomó a un jarrón y vio una danza majestuosa, bailarines diminutos y una música remota. Bebió agua y la encontró superior al champán. La intensificación de la percepción es una de las bendiciones de estas sustancias, pero nunca serán experimentadas plenamente sin la interiorización de la cosmovisión que late por debajo de ellas.
El mundo natural está hecho de relatos. Relatos visionarios, antropológicos, teológicos o científicos. No hay un relato privilegiado, pero sí relatos más aptos que otros para ciertos propósitos. Para transformar el mundo natural el relato científico es el más efectivo. Para transformarse uno mismo son necesarios otros relatos, visionarios o imaginales. Lo que enseñan estas sustancias es que se puede transformar el mundo exterior transformase uno mismo. Esa es la distinción fundamental entre el itinerario occidental y el indígena. Pero tanto el que experimenta la visión como el que la describe (con la mayor objetividad posible) son relatores. Si los observamos con detenimiento, vemos que el primer relator y el último no son tan diferentes. Wasson probó el hongo, Sahagún no tuvo oportunidad de hacerlo. La episteme de su tiempo se lo impedía. María Sabina, la gran protagonista de esta odisea, nunca tuvo interés en hacer públicos sus hallazgos. Su trabajo era otro. Sanar las heridas mentales o físicas que todos traemos a este mundo. Cada relator tiene sus intereses y ambiciones. En medio, entre la espada y la pared, la experiencia visionaria e imaginal de una india, minúscula y poderosa, que sugiere que este mundo es una alucinación. Un mundo hecho del mismo material del que están hechos los sueños. Una tempestad para nuestro tiempo. Próspero nunca se ha ido.
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