William Blake, el viajero mental
Desde niño, el grabador londinense veía cosas que nadie era capaz de ver, y las plasmó en sus poemas y dibujos
Somos eternos vagabundos en la mente del mundo, cuyos confines desconocemos y cuyo torbellino cíclico nos impulsa. Una corriente presidida por la insustancialidad y fugacidad de las cosas, por la inestabilidad de emociones que oscilan como un péndulo. Una corriente estimulada por la oposición de contrarios que, como un resorte, mantiene viva la marcha del mundo. Donde hay goce habrá necesariamente dolor, donde hay tiempo habrá eternidad.
Si viviéramos en un universo artístico, el arte sería la forma más honda de conocimiento. Como vivimos en un universo mecánico, la máquina y su algoritmo son la forma más celebrada de la inteligencia. Ahora bien, si hemos de creer a algunos visionarios, el universo es una obra de arte. Y la mejor interpretación de una obra de arte, como decía el viejo Kant, es otra obra de arte. No entraremos aquí en la cuestión de si las críticas del filósofo de Königsberg son artísticas, lo que es indudable es que lo fueron los poemas y dibujos de un grabador londinense que, desde niño, veía cosas que nadie era capaz de ver.
William Blake es un genio extraño. ¿Cuál no lo es? Indómito y sencillo, orgulloso y desafiante. Su personalidad es tan compleja como sus cosmologías. A veces es un gnóstico, otras un brahmán o un budista. Lee la Biblia con la tenacidad del cabalista y extrae de ella lecturas inverosímiles. Llegado el momento, lamentará haber escuchado sólo a los ángeles y aprenderá la verdad de los demonios, depositarios de los instintos y las energías. El cielo es servidumbre y obediencia a la ley. El infierno, insurgencia y creación, genio poético. Sin ambas actitudes no habría evolución ni vida. Apolo y Dionisos. Blake anticipa a Nietzsche. También cuando habla de la muerte de dios. “Tú eres un hombre. Dios ya no existe / A tu propia Humanidad aprende a adorar”. Dios actúa y existe únicamente por intermedio de los seres vivos. Su dios no tiene otros poderes que los dones humanos más excelsos. Su dios es la imaginación que vive eternamente. Y la imaginación no es natural ni sobrenatural (se desmarca de deístas y clérigos), sino que ocupa el eje del mundo. De ella surge la naturaleza y surgen los dioses. Como en el sufismo (que Blake desconoce), la imaginación es un poder preternatural. Es la energía del origen y hacia ella se dirige el poeta.
Como todo buen poeta, Blake se encuentra cómodo en la contradicción. “Tus puertas del cielo son mis barreras del infierno”. La tensión de los opuestos es resorte e impulso del poema, como lo es del universo. Trampolín hacia lo incondicionado. La contradicción es una de las esencias del lenguaje. Por eso la lógica es chata y mojigata, por eso no alumbra. No así la poesía, que constantemente está dando a luz. Y el lenguaje de una y de otra no es, como creyó Heidegger, la casa del ser. Simplemente es un espectáculo para recrearse. Yeats decía que Blake, lo único que se tomaba literalmente, era su imaginación. Pero no era sólo suya, lo veremos, era universal. Esa era su seguridad y su osadía soberana. La imaginación como esencia del alma del mundo, de la que participa el alma individual. Pues imaginarlo todo es comprenderlo todo. Y comprenderlo todo, perdonarlo todo. Sólo la imaginación acaba conduciendo al amor y el perdón. Eckhart ya lo había advertido, los frutos de la contemplación deben resolverse en amor.
¿En qué consiste esa imaginación (se nos dirá) que es fundamento de todas las demás formas de conocimiento? Se podría decir que de cuatro cosas: percepción, memoria, intención y lenguaje. Y obsérvese que ninguna de las cuatro es un asunto individual, sino que todas ellas son cosas colectivas. La percepción no es una creación mía, sino algo que ocurre a través de mí. No podemos elegir lo que vemos al abrir los ojos o agudizar el oído. Lo mismo ocurre con el lenguaje que, como supo ver Heidegger, nos atraviesa y constituye. Venir al mundo es venir al lenguaje. Cada cultura con el suyo particular, con sus manías y caprichos, con sus certezas y dudas. ¿Y la memoria? La memoria es la hermana mayor de la intención. Queremos en función de lo que recordamos, ya sea consciente o inconscientemente. “Las hijas de la memoria devienen hijas de la inspiración”, escribe Blake en Milton. Y esa memoria es tan antigua como el mundo. En cierto sentido, es algo que hemos recibido (aunque nuestra propia vida la vaya configurando y afinando). Es una memoria genética y, además, dialogante. Una conversación ininterrumpida con todos esos seres con los que convivimos y que nos constituyen, con la memoria de virus, bacterias, alimentos y, por emanación, de amigos, familiares y conciudadanos, además de la memoria química de los fármacos (tan de actualidad). Todas esas memorias nos hacen ser lo que somos y deseamos. Como se ve, se trata de una memoria colectiva. No sólo social o históricamente, también biológica y químicamente.
El individuo navega en esa corriente imaginativa, mental. En ella ha de orientarse y elegir rumbo. Esa es la aventura del deseo y la percepción. Y William Blake se muestra como un viajero mental audaz, extraordinario y deslumbrante. Hace con todas esas colectividades una alquimia particular. En ocasiones nos dice que él no ha elegido ese destino, que las visiones le atraviesan sin él quererlo y que una voz le dicta sus versos. Cualquiera que lea sus poemas comprobará que en ellos hay ambas cosas, voluntad y atención. Unas veces navega en empopada, con mar de fondo, otras, navega a contracorriente, utilizando la palanca del viento, y otras, las menos, navega a su pesar.
La Imaginación mayúscula
Si nos preguntamos cual es el fundamento del universo, si la razón o la imaginación, lo primero será averiguar cuál de las dos es más comprehensiva. Si la razón forma parte de la imaginación o a la inversa. Es decir, si la imaginación produce el pensamiento racional o es la razón la que, cuando afloja sus bridas, deja volar a la imaginación. Blake defiende la primera opción y, si se piensa detenidamente, advertimos que tiene razón. El fundamento del pensamiento racional es, como se sabe, el principio de identidad. Y, ¿dónde encontrar, en un mundo en el que todo cambia, algo idéntico a sí mismo? Esa identidad sólo puede habitar en el cielo platónico. Y los cielos, ya sean platónicos o mahometanos, son asunto de la imaginación.
La crítica de Blake a los racionalistas, como la de Nietzsche, se puede formular así: si haces de la razón un Mesías, si endiosas el pensamiento cuantitativo y objetivo, entonces no queda otra opción que enviar el deseo y las energías imaginativas al infierno (ese es el reproche que hace a Milton). Mientras que si consideras que el mundo de la razón (tan útil y práctico para el día a día), es una porción del mundo de la imaginación, un área incolora y abstracta (cuyos habitantes, de no escapar de vez en cuando, serán empujados a la furia y la tristeza), entonces todo parece encajar mucho mejor. Esta es la lógica de Blake, heredada de Berkeley, y en la que insistirá Coleridge. Una visión que anticipa el romanticismo (aunque éste acabe desviándose de lo esencial).
Hasta aquí estamos de acuerdo con Blake. Ahora bien, el londinense da un paso más allá, un paso, a nuestro entender, demasiado temperamental. El fondo de la naturaleza se encuentra gobernado por la Imaginación. Pero esa Imaginación mayúscula tiene poco que ver con lo que habitualmente entendemos por imaginación: la facundia para contar historias o la capacidad de representarnos lo fabuloso o lo ausente. Esa Imaginación mayúscula no tiene que ver con la fantasía, sino que es algo claro y perceptible en ciertos vislumbres. Y, lo más decisivo, se trata de algo inalterable. Es decir, la Imaginación mayúscula hace referencia a las imágenes eternas de las cosas. Esas imágenes serían los moldes de las cosas (rescatando así el realismo platónico). Chesterton acierta en el diagnóstico. “Es posible acabar con todos los leones de la tierra; pero resulta imposible destruir al León de Judah. El León de la Imaginación. Es posible sacrificar y comerse todos los corderos del mundo; pero resulta imposible sacrificar el Cordero de la Imaginación”. Las razones que lleva a Chesterton a rechazar la propuesta de Balke son diferentes de las mías. Volver a la teoría de los moldes eternos es otro modo de caer en la ilusión de la razón. Las nuevas identidades ya no son las de la lógica formal, sino las Imágenes eternas (análogas a los arquetipos del inconsciente colectivo de Jung). Y esa caída es resultado de una sobrevaloración de lo inmutable, frente a la existencia, fugaz y pasajera, del viajero mental que somos. El nuevo ídolo ahora es visible (para ciertas sensibilidades), pero no deja de ser un ídolo. Lo profético consiste precisamente en ver esas Imágenes eternas, esos moldes que determinan la vida de las personas y la historia de los pueblos.
Como todo buen poeta, Blake se encuentra cómodo en la contradicción. “Tus puertas del cielo son mis barreras del infierno”
Para Blake hay cuatro niveles imaginativos. El más bajo se entretiene con la abstracción matemática. Una especie de infierno antiimaginativo al que llama Ulro y donde se sitúa a Locke, Newton y todos los mecanicistas que han hundido el siglo en la oscuridad. Gentes sombrías, incapaces de percibir el mundo que les rodea, que se parecen a las rocas y los minerales. Por encima está el mundo de la imaginación cartesiana, en el que habita la mayoría, un mundo dual constituido por sujetos y objetos, al que llama Generación. Por encima hay dos mundos, donde objeto y sujeto se reunifican, llamados Edén y Beulah. El Jardín del Edén bíblico se identifica con Beulah, allí nos encontramos unidos a los objetos de un modo inocente y pueril, pasivo y dichoso. El Edén, sin embargo, es el estado más elevado de la Imaginación. Un estado activo, en el que la relación entre sujeto y objeto es la del creador y lo creado. De ahí que el amor y el arte sean las formas primordiales del conocimiento. Lo llamará la Nueva Jerusalén.
El modelo recuerda, en cierto sentido, el de las upaniṣad. Los llamados cuatro estados de conciencia. La conciencia de la vigilia, la del sueño con representaciones, la del sueño profundo y, finalmente, el cuarto estado, la conciencia del ātman. Según el modelo indio, el más exterior es el más superficial, mientras que los demás se encuentran por debajo como capas de una cebolla. El conocimiento consistirá en ir penetrando en estas capas hasta dar con el ātman. Frente a la postura de Blake, es posible proponer otra que donde se unifican el budismo y la Bhagavadgītā. El mundo que conocemos está hecho de cualidades mentales (colores, sonidos, palabras) y la mezcla de estas produce realidades siempre cambiantes, fugaces, sin una esencia y, en general, dolorosas. A esas cualidades podremos aplicar el aparato de la razón y ello nos dará importantes réditos, sobre todo en lo que respecta al dominio de la naturaleza y el desarrollo de la técnica (es lo que hemos hecho como civilización). Pero que lo hayamos hecho no nos obliga a hipostasiar esas realidades. Lo que llamamos materia sigue siendo una experiencia mental y cualitativa. Ahora bien, el sujeto que la experimenta no puede ser el ego (que está hecho de esas mismas cualidades, como todo lo natural), sino que, para ser un verdadero sujeto, debe ser algo no cualitativo. Ese sujeto, en la tradición védica, se llama puruṣa o ātman. Términos que podemos traducir como “conciencia” o “espíritu”. La conciencia, según esta perspectiva, es inmutable. Pero no por tener la solidez de una roca inamovible e inalterable, sino todo lo contrario, por carecer de contenido. ¿Cómo podría cambiar lo que está vacío? Esa es la admirable solución hindú al problema mente-cuerpo. Al carecer de contenido, la conciencia no es visible ni cuantificable. Es una identidad sin identidad. O mejor, una identidad que asume todas las identidades particulares de los seres. Y los hace creer que son ellos los que experimentan el mundo, cuando de hecho el sujeto de todas las experiencias es ella.
Pintura y metafísica
La apuesta metafísica de Blake guarda relación con su concepción del arte pictórico. Él mismo la menciona: “La Naturaleza no posee contornos, pero la imaginación sí.” La primera parte de la frase hace referencia a la concepción budista del origen condicionado de las cosas que, por ser dependientes, son vacías. La segunda, a una elección estética y filosófica. Respecto a la primera, reproduce el debate planteado por los primeros impresionistas. Hubo impresionistas radicales, como Claude Monet, que veían las cosas naturales sin contornos completamente delimitados, y los hubo moderados, como Edgar Degas, que prefirieron conservar las líneas en sus lienzos. Es la querella entre dibujar al óleo (que Blake detestaba) o utilizar la acuarela sobre un fondo de líneas previamente trazado (su propia técnica). Respecto a la cuestión filosófica, a Blake le interesa la línea porque permitía representar la “forma humana divina”, el cuerpo exento de ropajes y elementos superfluos, que es un cuerpo de Imaginación. El arte no debe imitar a la naturaleza, sino revelar las Formas eternas que subyacen a ella. Blake insistirá en que el hombre, como imagen de Dios, tiene derecho a imponer su forma sobre la naturaleza y servirse de ella (siguiendo la admonición del Génesis). Pero ello supone caer en el mismo colonialismo en el que cae el racionalista al imponer, de un modo más o menos violento, sus moldes a la naturaleza. Una coerción que, cuando es altamente energética, desata respuestas violentas. El modelo indio es, claro está, más contemplativo y menos coercitivo. Busca la liberación del espíritu, no el dominio de la naturaleza. Un espíritu que, de hecho, ya está liberado. Sólo hace falta darse cuenta.
Vida de un cockney
Pero vayamos a los detalles, que son la esencia de lo biográfico. William Blake viene al mundo en 1757, en Carnaby Market, un barrio de artesanos, carpinteros y orfebres (actual Soho). Estamos en el Londres de Dickens, una ciudad tumultuosa y precaria, con sus bajos fondos, pero también con el campo a la vuelta de la esquina. Es el segundo de los cinco hijos de un mercero relativamente próspero. De niño muestra un talento singular para el dibujo y sus padres deciden no enviarlo a la escuela. A la edad de diez años ingresa en una academia de dibujo y pasa la mayor parte del tiempo copiando estatuas griegas y romanas. A los 14, se inicia como aprendiz de grabador. Su maestro lo envía a dibujar a la Abadía de Westminster, donde nace su amor al gótico y los manuscritos medievales (modelo de sus propios libros ilustrados). Tras siete años de aprendizaje, abre su propio taller de grabador. Tras la muerte de su padre en 1784, toma a como aprendiz a su hermano menor Robert, por el que siente un gran afecto. Al cabo de dos años y medio, Robert muere con apenas veinte años. Blake contará que, en el momento de su muerte, ve ascender su espíritu a través del techo, dando palmas de alegría. Desde ese momento, Robert le acompañará siempre, escribe lo que le dicta y sigue sus consejos sobre nuevas técnicas de grabado.
Desde niño Blake ha tenido visiones y vive con intensidad el mundo de lo invisible. Como dice Patrick Harpur (en la espléndida edición de los Libros proféticos que acaba de reeditar Atalanta), “Blake siempre tuvo un pie en el Otro Mundo”. Asiste al entierro de un hada y, con nueve años, ve un árbol poblado de ángeles. Llegará a conversar con poetas difuntos y profetas antiguos. Las visiones incluyen un catálogo de catástrofes cósmicas, luchas y emanaciones de titanes, alumbramientos y extinciones prodigiosas. Muchas de ellas inspiradas en la Biblia, que será su libro de cabecera hasta el fin de sus días. “Del principio hasta el final, este libro santo desborda de imaginación”, escribe en sus comentarios a Berkeley. Aunque no frecuenta los lugares de culto, no es en absoluto un descreído y está muy lejos de ser un librepensador. Sus interpretaciones del libro sagrado son excéntricas, poco ortodoxas y fundamentalmente creativas.
Hasta los 32 años Blake no se ocupa de su propia obra. Trabaja para otros, sus clientes son bibliófilos pudientes y escritores deseosos de publicar sus obras, también afamados libreros de Londres, para quienes ilustra novelas y publicaciones periódicas. Lee con voracidad la literatura gnóstica y hermética. Reniega de las secretas blasfemias de hipócritas y fariseos, que obstruyen la luz divina que hay en el fondo de sus corazones. Su interpretación del mito cristiano es sonora y visual, una colección de poemas ilustrados. A pesar de la importancia que otorga al mensaje que debe trasmitir, siempre se sentirá un artista.
Tras una profunda decepción amorosa (debida a un ataque de celos), contrae matrimonio con Catherine Boucher. Una mujer enfermiza e iletrada, hija de un hortelano, por la que siente una gran ternura. Ella calmará sus fiebres cuando sea presa de la inspiración, quedándose a su lado hasta que remita el acceso. Será su compañera el resto de sus días. Blake enseña a Kate a leer, a escribir y a colorear sus grabados. Tras la muerte de su madre se instalan en Lambeth, al sur del Támesis, un barrio de la periferia rodeado de campos. Allí escribirá sus libros proféticos. El cuerpo es la apariencia externa del alma. No son realidades separadas. Clama contra la superchería clerical y la represión sexual. El alma sólo es violenta y rebelde cuando se la obstruye. Blake es especialmente sensible a los símbolos de la represión, pero su interés por la revolución social irá siendo desplazado por sus visiones de la revolución cósmica. Siente que debe crear su propia mitología, si no quiere ser esclavizado por la de otro. La exigencia es grande, pero ni se arredra ni le falta la energía. Se inspira en mitos bíblicos y de la antigua Britania, en las leyendas del Rey Arturo. Pero sus personajes no son de ficción, sino personas reales con las que mantiene una relación visionaria, dinámica y, en ocasiones, tempestuosa. El héroe de los libros proféticos se llama Los, y Jesús es su inspiración primordial, al que llama “la Imaginación”.
La crítica de Blake a los racionalistas se puede formular así: si haces de la razón un Mesías, entonces no queda otra opción que enviar el deseo y las energías imaginativas al infierno
En 1800, la precariedad económica le obliga a aceptar el ofrecimiento de un mecenas. William Hayley le ofrece una sencilla casa de campo en sus tierras de Felpham (Sussex), cerca del mar, donde tendrá trabajo como grabador de libros del gusto de su protector. En su retiro campestre empezará a escuchar el dictado de los autores eternos. Esas voces le permiten terminar su Milton, que sigue el patrón bíblico: creación, caída, redención y apocalipsis (frente al ciclo trinitario hindú: creación de Brahma, conservación de Viṣṇu y destrucción de Śiva). La belleza del paisaje se infiltra en sus poemas: flores, pájaros, insectos, y alguna que otra figura angélica que se le aparece en su jardín, como la de Ololon y o el propio Milton (confinado en su racionalismo).
En ese mismo jardín ocurrirá el incidente con un soldado borracho, autoritario y grosero, al que saca a empujones de su propiedad. El soldado lo denunciará, acusándolo de maldecir al rey (el delito de sedición acarrea la condena a muerte). Aunque sale libre de cargos, la inminencia del juicio lo angustia y le impide escribir. A los tres años la relación con Hayley se vuelve insostenible y regresa a Londres. Se instala en el 17 de South Molton Street, cerca de Hyde Park, donde concluye su último gran poema, Jerusalén.
En 1809 decide exponer sus cuadros en la mercería de su hermano. Es la primera vez que muestra al público su trabajo y escribe un Catálogo descriptivo donde deja constancia de sus preferencias artísticas (el óleo es una aberración, siendo la línea y la acuarela la esencia de la pintura). La exposición es un completo un fracaso. Casi nadie acude a verla, pero el panfleto llega a manos de Leigh Hunt, que escribe una devastadora crítica: “Fárrago de sinsentido, ininteligible, egregia vanidad, locas efusiones de un cerebro trastornado”. El ultraje lo hiere profundamente, lo que le lleva a renunciar a su carrera como pintor y poeta. No abandona su producción artística, pero la mantiene en secreto durante una década. Nunca se revolvería ante la indiferencia general hacia su obra. En 1819 se decide a publicar su gran poema épico, Jerusalén, animado por un grupo de jóvenes admiradores, que lo describen en su ancianidad como la personificación de la energía, un tipo libre, noble y feliz. Su legado filosófico y poético será recogido por Coleridge, Keats, Shelley, Yeats y Eliot, también por Carl Jung.
Blake no logró llevar a cabo sus teorías sexuales y sintió en ocasiones el matrimonio como una cárcel. Condenó el ascetismo y escandalizó a su mujer cuando intentó instaurar la poligamia en su casa, tomando una concubina. La insatisfacción erótica quizá le produjo depresiones y ataques de ira, que le enfrentaban a amigos y protectores. Pocos días antes del final, Blake dibuja un retrato de Kate y le confiesa que ha sido un ángel para él. Ya en el lecho de muerte, sus cantos hacen temblar la habitación. Canciones que exaltan lo divino y son, como fue en el origen, canciones de inocencia. Parece que con la muerte aguarda que se le abran, de manera definitiva (y no eventual, como ha ocurrido a lo largo de su vida), las puertas de la percepción.
Locura o rapto
El mejor análisis de la supuesta locura de William Blake se lo debemos a Chesterton, que conocía de primera mano algunas de las malas pasadas que puede jugar la mente. Permítanme que glose sus argumentos. Si por locura entendemos la incapacidad de cuidar de uno mismo o de la familia, de llevar un negocio o una profesión, Blake no estaba loco en absoluto. Fue un ciudadano como tantos otros (al margen de unos cuantos incidentes), que protegió y educó a su mujer, gestionó eficazmente su imprenta y que, a pesar de algunos momentos de crisis, funcionó como negocio hasta el final de sus días. Si analizamos sus cosmologías observamos que no son asistemáticas ni incoherentes. Ilustran el fuerte sentido lógico del irlandés (su padre probablemente lo fue) y manifiestan un esfuerzo sostenido por una narración ordenada, por muy llenas que estén de prodigios. La lógica es algo que hay que tener siempre en cuenta. Pero también, como se sabe, algo que hay que superar. El lógico irredento es un ingenuo.
Blake no poseía tara alguna y muchos de sus excelentes poemas confirman que conocía bien la tradición de la poesía inglesa y que había asimilado el genio de Shakespeare, Milton y Chaucer. Su vanidad fue la vanidad del niño, alegre y cambiante; no el orgullo encapsulado del maniaco. Cuando vivió en Felpham veía habitualmente ángeles colgados de los árboles y patriarcas hebreos paseando por las colinas. Esas visiones, para muchos, lo convierten en un loco o un embustero. “Pero llamar loco a un hombre porque ha visto fantasmas constituye un ejemplo de auténtica persecución religiosa. Supone negarle su entera dignidad de ciudadano simplemente por no coincidir la suya con nuestra teoría del universo”. Es cierto, sin embargo, que Blake comenzó a expresarse de manera cada vez más violenta. Llegando a predicar que el pecado es bueno, porque conduce al perdón. Pero sería injusto tachar esas ideas de locura. El carácter anárquico de Blake se encuentra relacionado con su inocencia. Es imprudente porque es puro, actitud que Chesterton asocia con los irlandeses, una cultura rica en santos y poetas. Pero había una parte de la mente de Blake que no era “suya”, que sobrevenía, que irrumpía con violencia en determinados momentos. “Esa parte demencial de él mismo no era Blake. Era esta una influencia ajena y en cierto sentido accidental”. Blake no era ningún irresponsable. Era sólido, de anchas espaldas, baja estatura y gran cabeza. Pero su cabeza era una bala explosiva, que desataba visiones y estallidos de ira. Chesterton utiliza una imagen poderosa: “Era un roble arraigado en Inglaterra, aunque un roble casi asfixiado por la hiedra”. La hiedra irregular crece por mis sienes, dijo una vez Octavio Paz a propósito de la India. Algo parecido pasaba en la mente de Blake. Algo en ella se había quebrado o agrietado. Y por esa rendija entraban voces y visiones. Y esa enajenación tenía algo de tiranía. Él mismo se quejaba de tener que escribir cosas que le eran dictadas, que sometían su voluntad y la rendían a una oscura obstinación, a repetir ciertos versos en poemas diferentes, sin que vinieran a cuento (o cuya ilación lógica resulta opaca), como si se tratara de exorcismos. Todo ello le hacía ser, en ocasiones, violento y temerariamente suspicaz. Chesterton, para concluir, se distancia de la crítica habitual a Blake. Se dice que sus visiones eran falsas, puesto que estaba loco. “Yo digo que estaba loco porque sus visiones eran auténticas”. Pero se trataba de una enajenación ocasional, como la de la fiebre o los psicodélicos. Cualquier persona puede tener una visión salvaje sin ser necesariamente loca.
El efecto Berkeley
Blake no es un romántico, aunque sea precursor del romanticismo. Bebe de tradiciones gnósticas, herméticas y neoplatónicas. Ha leído a Henry More y Robert Fludd, que han introducido en Inglaterra a Paracelso y Marsilio Ficino. Utiliza simbologías alquímicas, la androginia del Hombre original, el Herrero como símbolo de la actividad creadora, el valor simbólico de los números, la Piedra filosofal como transformación de la imperfección material en perfección espiritual. También conoce la primera traducción europea de la Bhagavadgītā, publicada por Charles Wilkins en 1785. De hecho, graba un dibujo del propio Wilkins conversando con los brahmanes, que no se ha conservado. La obra le permite entender la dinámica entre la mente cósmica y la humana, y le regala una idea: la naturaleza como velo de lo eterno. Su personaje Vala podría haberse originado tras su lectura. El ángel Vala simboliza el velo que impide el contacto con lo real, el velo de las cualidades, que son la “materia” del mundo natural. Esa idea, fundamental, proviene de Berkeley. Lo que llamamos mundo no es un entramado de seres o de cosas, sino un entramado de percepciones. El irlandés recupera una sensibilidad presocrática: todo percibe y siente. Y la encapsula en una fórmula filosófica: ser es percibir. Es posible interpretar esa filosofía al modo budista. No hace falta un Dios que sostenga al árbol con su percepción cuando nadie lo percibe. Lo están haciendo ya el viento, la tierra y el sol, que sienten su presencia y la acompañan. La percepción no es un asunto individual. Y los entresijos de la percepción pueden suscitar la sospecha de que alguien ve a través nuestro.
Se han conservado las anotaciones de Blake a Siris, una obra que debió fascinarle por el desafío radical que plantea. Lo que Berkeley afirma de Dios, Blake lo afirma de la Imaginación, que es el “Eterno Cuerpo Humano en Todo Hombre”. Ambos conocen la literatura hermética. Y ambos elaboran una enmienda a la totalidad del pensamiento cartesiano y de la concepción del espacio y el tiempo de Newton. Para Berkeley un espacio puro carece de sentido (curiosamente, para Descartes también). Es mejor utilizar la idea de Plotino del alma del mundo, de modo que el alma no está en el mundo sino el mundo en el alma (Leibniz reactivará esta idea). Hermes dice algo parecido en el Asclepio. A la pregunta por el lugar donde se mueve el universo, contesta que en la mente. En la mente del mundo. Esa mente puede entenderse como percepción, memoria, intención y lenguaje. Pero la apuesta newtoniana decidirá el destino de occidente, que pasará a vivir en la retícula, ordenada y absoluta, del espacio-tiempo. Nunca antes un axioma había tenido tanta influencia.
Berkeley rechaza la distinción de Locke entre cualidades primarias y secundarias. La materia es una experiencia mental, una sensación visual de color o táctil de dureza. Blake le sigue a la zaga e identifica “la longitud, la anchura y la altura” con la visión divina, que es un Cuerpo de Imaginación. El universo está hecho de cualidades mentales y, sólo de manera subsidiaria, de materia. La ridícula refutación de Johnson fue de hecho una confirmación. Se cuenta que Samuel Johnson refutó a Berkeley dando una patada a una piedra, lo que demostraría la realidad de la materia. Pero el dolor que experimentó confirmaría justamente lo contrario, que la piedra es una experiencia mental. En sus Bodas, Blake escribe: “El cuerpo es una porción de la mente (soul) percibido por los cinco sentidos, que son las puertas del alma en esta fase de la existencia”. Un modo de decir que el cuerpo es, en esencia, percepción.
Es interesante observar que William Jones, uno de los primeros sanscritistas ingleses, vio una conexión clara entre el pensamiento védico y el de Berkeley. La doctrina védica no niega la materia, su solidez, figura e impenetrabilidad, eso sería un disparate, sino que corrige la visión popular argumentando que todas esas cosas, solidez, figura e impenetrabilidad, forman parte de una experiencia mental, que existencia y perceptibilidad son intercambiables. El mundo se convierte así en un “muestrario de percepciones” y es más una actividad que algo hecho y consolidado.
Emanaciones
Para interpretar a Blake hay que evocar un pasado remoto, antiguo. La palabra clave de sus mitologías es “emanación”. Término acuñado por el egipcio Plotino y que da cuenta del obrar divino. Dios no crea, emana. Y lo que llamamos universo es la irradiación del amor divino. Frente a la creación, la emanación es más sutil y volátil, menos brusca, y subraya la continuidad entre la causa y el efecto (el efecto continúa siendo parte de la causa). Esa forma de relación no es sólo divina. Todos los seres emanan a su alrededor su esencia, como si fueran perfumes. Imitan la emanación primera, pero con menor intensidad. El fuego emana calor, pero también las personas o las plantas, por muy herméticas que sean, emiten vibraciones a quienes están próximos a ellas. De ahí que rodearse de amigos sea una fuente de salud. La emanación es emisión y desprendimiento. Por esa razón los seres más evolucionados y perfectos generen el ser. Esa es la magia de lo emanado, que hace emanar.
Blake no es un romántico, aunque sea precursor del romanticismo. Bebe de tradiciones gnósticas, herméticas y neoplatónicas
Nada de lo que vive lo hace aisladamente y por sí solo. “Si eres alimento de los gusanos, qué útil es tu papel, qué grande tu privilegio”. Todas las cosas llevan una corona que nadie puede quitarles. Blake insistirá en el valor infinito de las realidades más bajas. Ese valor viene precisamente de que son emanaciones divinas. Pero el mundo que avistan Locke y Newton es un mundo de sujetos y objetos, y contra esa ilusión se levanta nuestro poeta.
La emanación es la forma primera del amor. “¿Por qué el ojo se complace en el veneno de una sonrisa?” La oposición de los contrarios es sólo aparente. Sin ellos no habría cambios y el mundo quedaría estancado. Atracción y repulsión, bien y mal, amor y odio, son el motor de la existencia. El acceso de la humanidad a la libertad y el amor universal pasa por entender que la oposición entre el bien y el mal debe resolverse, mediante su conciliación, en la imaginación. Ese es el secreto del perdón. Para Blake, como para gran parte de la sabiduría perenne, todo lo que existe es santo. Todos los deseos y todas las pasiones, por aberrantes que sean, participan de esa luz de fondo que hay detrás de la existencia. De ahí su insurgencia frente al fanatismo cruel de las iglesias y los estados y su inversión de los valores. Satanás, que personifica la energía vital y el deseo, es ahora el Mesías; y Jehová, que representa el orden y la ley, la causa de todos los males. Estas potencias luchan por el dominio y sólo en la imaginación pueden reconciliarse y fundirse en el entusiasmo del amor. La tensión de los opuestos se resuelve en armonía en la mente poética o imaginativa. Una experiencia que los biógrafos sitúan durante su estancia en Felpham, donde sufrió en una crisis profunda. Ese ardor convocó la aparición de Milton y el coro de los ángeles que tocaban las trompetas del juicio final. La visión que le permitió recuperar la unidad en su alma. De nuevo, es la imaginación la que arranca a la humanidad de la muerte y la perdición.
El entusiasmo del amor es el secreto de la vida del espíritu. Al final de Jerusalén, Jesús dice a Albión (que representa a la humanidad): “No temas, a menos que yo muera, tú no podrás vivir” (un viejo tema de la cábala, el En-sof ha de ocultarse para que puedan vivir los hombres, los animales y las plantas). “Mas, si muero, resucitaré de nuevo y tú conmigo. Esa es la amistad y la fraternidad. Sin ella el hombre no existe”. “¿Acaso el hombre no puede vivir sin el misterio?”, pregunta Albión. Y Jesús responde con otra pregunta: “¿Amarías a uno que nunca murió por ti? Y si Dios no muriese por el hombre y no se diese a sí mismo eternamente por el hombre, el hombre no podría existir. El hombre es amor y Dios es amor. Toda bondad hacia otro es una pequeña muerte”.
De este modo el poeta cierra el ciclo de sus mitológicas. Lo que empezó siendo insurgencia y revolución de almas divididas y emanaciones en lucha, entreveradas por las ciegas pasiones, se resuelve en una mística del amor. Sólo cuando el hombre se perdona a sí mismo y a los demás, sin reservas, realiza plenamente su origen divino. Reproduciendo así el acto mismo de la creación, que es, al mismo tiempo, un morir y un acto de amor. Una emanación.
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