_
_
_
_

Albert Hofmann, el descubridor del LSD: desconócete a ti mismo

Hay un materialismo ramplón, fisicalista, mecánico; y un materialismo osado, en el que la materia está viva y respira luz. A esta última tribu pertenecería el químico suizo

Albert Hofmann, fotografiado en 1976.
Albert Hofmann, fotografiado en 1976.Ullstein bild Dtl (Getty Images)
Juan Arnau

La Química es la ciencia del enlace y la mutación. La Física, de las interacciones y fuerzas que articulan el esqueleto del mundo. Metabolismo y estructura. Albert Hofmann se convirtió en el químico más célebre del mundo por su encuentro, más o menos casual, con el LSD. El químico ve cosas que el físico no ve. Sabe que las matemáticas no lo son todo, que los enlaces que forman las moléculas tienen un componente erótico y no numerable. La molécula, pese a ser un eléctricamente neutra, nunca es de todo estable, siempre está dispuesta a compartir un enlace o formar uno nuevo. A ello se dedican los químicos, que son los casamenteros de los átomos: rompen algunos enlaces y forman otros. De ahí que la química sea más humanista que la física. La física se mueve en el cielo platónico, la química prefiere el fuego de las alcobas, la reactividad y las metamorfosis. El enlace es interacción atractiva (las cargas opuestas se atraen) y confiere estabilidad. La vida es, en esencia, coincidentia oppositorum. No hay que irse a la mística para comprobarlo. Heráclito lo sabía. Nicolás de Cusa lo aseguró. El número ocho (un infinito de pie) juega aquí un papel. Cuando son ocho los electrones que orbitan en su último nivel, hablamos de gases nobles. Como noble era el óctuple sendero budista. Los electrones pasan más tiempo entre núcleos que en cualquier otro lugar. Esa inquietud y ese baile hace que los núcleos se atraigan y la vida sea posible.

El gusto, el olfato, el tacto, lo visto y lo escuchado, son también enlaces. Constituyen nuestro singular compromiso con la mente del mundo. Esa mente del mundo es percepción, memoria, intención y lenguaje. Ninguna de estas cuatro cosas es egoica. El yo es un fenómeno superficial. Y lo que llamamos conciencia no pertenece a ese yo ni a la mente del mundo, aunque ambos puedan hacerla participar en el juego de la existencia, invitarla a la fiesta de la evolución. La conciencia, por otro lado, es indefinible. La razón es sencilla: se precisa de la conciencia para reflexionar acerca de su naturaleza. Cuando hablamos de ella, inevitablemente caemos en un razonamiento circular. Hay que suponer aquello que se quiere probar. Al negarla la afirmamos, al afirmarla se nos escabulle. Esa vida en círculos del filósofo de la mente, ese disco rayado, ilustra un hecho esencial: la conciencia escapa a cualquier intento de objetivación. La conciencia no es científica, si por ciencia entendemos conocimiento objetivo. De ahí que, como dicen los expertos en estas lides, sea un “problema difícil”, el llamado hard problem of concioussness. Podemos objetivar el gusano, el átomo y la berenjena, aunque con ello no les hagamos justicia (y los reduzcamos), pero con la conciencia no es posible. Es como las anguilas, se escabulle a cualquier intento de objetivación. Y, sin embargo, nada es más cercano, nada tenemos más a mano. De hecho, es el punto de partida de la filosofía más torticera que ha conocido la historia de las civilizaciones: el mecanicismo cartesiano. Este es el motivo de que la conciencia resulte tan insidiosa para el materialismo filosófico actual (los Dawkins y los Dennet), ese que maneja una idea mojigata de la materia. Hay un materialismo ramplón, fisicalista, mecánico; y un materialismo osado, en el que la materia está viva y respira luz. A esta última tribu pertenecería Albert Hofmann.

Los enteógenos (“dios dentro de nosotros”) han estado presentes en casi todas las culturas antiguas. Los encontramos en Eleusis, el gran templo de iniciación griega, en la India védica y la América prehispánica, en las cuevas del Sahara y las estepas siberianas. Muestran, entre otras cosas, la superficialidad del ego. Dionisos desordena a Apolo, paradigma del orden y la proporción. Narciso viene de narké, la misma raíz que narcótico. El yo es un fenómeno superficial en la mente del mundo. En la versión griega del mito, Narciso es un bello mancebo que enamora a las doncellas. Entre ellas se encuentra la ninfa Eco, que, tras ser despechada, se refugia en una cueva. Para castigar la soberbia de Narciso, Némesis (la memoria) hace que se enamore de su propia imagen reflejada en un estanque. El amor, claro está, no es correspondido. Y Narciso se arroja al agua para apoderarse de su propio reflejo. La imagen se desvanece y el joven de ahoga. El mito de Narciso es un mito de actualidad.

En este sentido, el LSD es una crítica de la civilización moderna, que ha agrandado la distancia entre el yo y el mundo, sojuzgando la tierra. “Nosotros saqueamos la tierra, y a los maravillosos logros de la civilización técnica se le opone una destrucción catastrófica del medio ambiente. Hemos conquistado las energías atómicas que amenazan la vida en todo el planeta”. Aunque hoy intentamos reparar los daños con medidas de protección del medio ambiente, “esos esfuerzos no son sino parches superficiales y poco efectivos”. No siempre fue así. Hofmann recuerda los misterios de Eleusis, en los que fueron iniciados Platón, Aristóteles, Marco Aurelio, Adriano y Cicerón. Este último dejó escrito que “allí obtuvimos no sólo el motivo para vivir con alegría, sino también una esperanza mejor ante la muerte”. Es probable que la bebida sagrada que tomaban los iniciados tuviera como ingrediente el cornezuelo de centeno, lo que justificaría las experiencias estático-visionarias que se producían en el sanctasanctórum del telesterion. Cuando el rey godo Alarico destruyó el santuario de Eleusis, se produjo el fin definitivo del mundo antiguo. Ese paganismo regresó fugazmente en los años 50 y que parece vivir hoy un nuevo renacimiento. Para Hofmann, el LSD facilita una experiencia mística, totalizadora, decisiva “para la sanación de quien padece una imagen del mundo unilateralmente racional y materialista”.

Tanto en el viaje psicodélico como en los relatos sobre el estado intermedio del budismo tibetano (síntesis de doctrinas indias y chamanismo bon), se habla de la experiencia de tortuosos infiernos de insoportable confusión y de excelsos paraísos de beatitud. La enseñanza de la liberación mediante la audición conmina a quien atraviesa ese umbral a no dejarse enredar por la dicha o la desdicha, y avanzar hacia la luz. Generalmente estos paraísos e infiernos han sido considerados por los budistas como creaciones de la mente del difunto (proyecciones su karma) y se ha enseñado a no identificarse con ellos. Con la tesis de la mente del mundo, esta interpretación varía ligeramente, aunque en un sentido que nos parece decisivo. Los infiernos y paraísos no son creaciones de quien ha muerto a la vida física y atraviesa el estado intermedio. Son, más bien, creaciones de la mente del mundo, en la cual participan todos los seres. En este sentido, pueden considerarse “realidades externas” aunque en continuidad con lo que somos (percepción, memoria, intención y lenguaje). El lazo que trata de retenernos sí es nuestro, lo hemos ido creando conforme vivíamos, mientras participábamos de la mente del mundo. Pero lo decisivo es que no somos (al menos enteramente) esa realidad. Falta un factor decisivo: la conciencia, que no forma parte de la mente del mundo pero que, paradójicamente, la anima y da sentido. Sin la participación de la conciencia, la percepción, la memoria, el deseo y el lenguaje sería realidades inermes, estériles, no creativas. Sin la conciencia, la mente del mundo no podría activarse y el universo, tal y como lo conocemos, no se manifestaría. El viajero, como parte de su formación, se ve obligado a atravesar todos esos ámbitos, fastos y nefastos, para comprender la naturaleza del mundo por el que navega. Y así, advertir que su mente es sólo suya de un modo superficial, y que esa mente individual que participa en la mente del mundo no es la conciencia, sino algo superpuesto a ésta. Y que es el magnetismo y la colaboración entre estas dos, la mente y la conciencia, lo que hace posible la manifestación universal.

Pero volvamos a Hofmann. La idea fundamental que extrae de sus experiencias psicodélicas es que lo real no es una cosa fija, sino múltiples y fluctuantes realidades. Y cada una de ellas encierra una diferente conciencia del yo. Lo real, además, es impensable sin un sujeto que lo experimente. Lo real es una relación, entre un mundo “exterior”, el emisor, y un receptor, el “yo”. Y, paradójicamente, el ácido lisérgico borra la distinción entre lo exterior y lo interior. En la experiencia común, las antenas de los órganos sensoriales registran las irradiaciones del mundo exterior. Si falta uno de los polos, no se concreta ninguna realidad. El LSD modifica bioquímicamente el receptor, el sistema nervioso del psiconauta, y así puede sintonizar con diferentes longitudes de onda. Amplía el espectro de la sintonía y puede ingresar a diversas realidades, a múltiples voces (de ahí que la música de Bach resulte tan afín a la experiencia). Estas realidades, o estos diversos estratos de lo real, no son mutuamente excluyentes, sino que se consideran complementarios. Juntos forman “una realidad universal, intemporal, trascendente, en la que también está inscrito en núcleo inatacable de la conciencia del yo que registra las modificaciones del propio yo”. Hofmann no distingue entre mente y conciencia. Pero si lo hacemos, se entenderá bien lo que quiere decir. La mente es sólo superficialmente egoica. Navega en una mente mayor, la mente del mundo, hecha de percepción, memoria, intención (deseo) y lenguaje. Pero la mente no es la conciencia. De hecho, los estados que propicia el LSD no son estados expandidos de conciencia, sino estados expandidos de la mente egoica, que empieza a reconocer que navega en una mente universal (lo que los antiguos llamaban el alma del mundo). La conciencia (antiguamente llamada espíritu) es ese factor que permite a la mente reconocerse a sí misma. Pero la conciencia no es egoica, ni tiene lugar en el espacio tiempo. (Tampoco está “fuera”, de modo trascendente, pues el término fuera ya supone un emplazamiento). La conciencia, como dirían algunos filósofos de la India, está vacía. No pertenece a nadie. Pero la mente puede participar de ella, traerla al juego de la existencia. Aristóteles intuyó esta idea cuando dijo que el noûs era ese “factor” (no una parte) del alma que es inmortal, coincidiendo con la Bhagavadgītā. El alma, la mente egoica, hay que entregarla tras la muerte. Pero la conciencia es inmortal. Y cuanto más haya participado esa mente superficial de la conciencia (que en esencia es libre), más liberada se proyectará tras su existencia. Ahora bien, la conciencia no es de nadie, sino el factor que motiva (en un sentido casi artístico) el despliegue y repliegue del cosmos. La conciencia es el amante secreto de la naturaleza.

Una fotografía antigua en blanco y negro de cornezuelo del centeno, expuesta en la muestra 'LSD, the 75 Years of a Problem Child', celebrada en Berna en 2018. Este hongo contiene ácido lisérgico y su precursor, la ergotamina.
Una fotografía antigua en blanco y negro de cornezuelo del centeno, expuesta en la muestra 'LSD, the 75 Years of a Problem Child', celebrada en Berna en 2018. Este hongo contiene ácido lisérgico y su precursor, la ergotamina. FABRICE COFFRINI (AFP / GETTY IMAGES)

Con el viaje de LSD, la imagen familiar del mundo sufre una súbita transformación, feliz o aterradora. Para nuestra visión occidental, el yo y el mundo exterior están separados. El mundo exterior es un objeto que se erige frente al sujeto. En el viaje de LSD esa frontera se difumina. “Tiene lugar un acoplamiento regenerativo entre el emisor y el receptor. Una parte del yo pasa al mundo exterior, a las cosas; éstas comienzan a vivir, adquieren un sentido distinto, más profundo. Esto puede vivirse como una transformación feliz, pero también como algo demoníaco, que conlleva la pérdida del yo familiar e infunde terror. En el caso feliz el nuevo yo se siente dichosamente unido a las cosas del mundo y por tanto también al prójimo. Siente que el yo y la creación constituyen una unidad”. Una experiencia emparentada con la unión mística y con el “tú eres eso” de las upaniṣad, donde una parte del yo pasa al mundo exterior. El receptor se convierte en emisor. Una experiencia en general breve, pero de gran hondura.

Primeras experiencias

Hofmann recuerda un episodio significativo de la infancia. Lo cuenta en su biografía: LSD, cómo descubrí el ácido y qué paso después en el mundo (Arpa editores). Una mañana de mayo caminaba por un bosque reverdecido. Los rayos del sol se filtraban entre las copas de los árboles, los pájaros llenaban el aire con sus cantos. De pronto, todo apareció con una luz desacostumbradamente clara. Le invadió una sensación de felicidad, pertenencia y dichosa seguridad. El episodio fue breve. Posteriormente tuvo algunas experiencias parecidas en sus paseos por montañas y bosques. Como no sentía la vocación del poeta o el pintor, se hizo químico (para comprender la estructura de la materia). Y como desde niño había estado vinculado a las plantas, escogió investigar las plantas medicinales. Esa experiencia temprana, espontánea y totalizadora, de íntima pertenencia, le acabaría llevando al descubrimiento del ácido lisérgico. Un descubrimiento que sólo fue en parte casual. La síntesis del principio activo del cornezuelo del centeno se produjo en 1938, y se llamó LSD 25. Pero ahí quedó la cosa. Cinco años después, debido a un accidente, experimentó sus efectos. Era la primavera de 1943. Repitió la síntesis para obtener unas décimas de gramo del compuesto. De pronto, empezó a sentir extrañas sensaciones. Intranquilidad y mareo. Se recostó en la penumbra, con los ojos cerrados. Lo penetraron imágenes de extraordinaria plasticidad, un juego intenso de colores. Sospechó que se había intoxicado, quizá a través de la punta de los dedos, cuando estaba recristalizando la sustancia. Decidió someterse a un autoensayo a fondo. El 19 de abril, a las 16.20 horas, ingiere 0,5 cm³ en disolución acuosa. A las 17.00 horas comienza un ligero mareo, sensación de miedo, parálisis con risa compulsiva. Decide irse a casa con el velomotor. Le acompaña su ayudante. Todo se tambalea en su campo visual, distorsionando las figuras como en un espejo alabeado. Los árboles del camino se retuercen como si bailaran. Tiene la sensación de que la bicicleta no avanza. El asistente le dice que ha viajado muy deprisa. Llama a un médico y pide leche a la vecina. Se acuesta en un sofá. La habitación gira. Los muebles adoptan formas grotescas y amenazadoras. Bebe dos litros de leche. Su vecina no es su vecina, sino una bruja malvada y artera. Siente que un demonio se ha apoderado de su cuerpo y hace escarnio de su voluntad. Se levanta y grita para liberarse de él. Miedo terrible a haber enloquecido. Ingresa en otro tiempo y otra realidad. Piensa que está muriendo, que es la experiencia del tránsito. Le apena dejar el mundo prematuramente, interrumpir su investigación. La familia está ausente. Su mujer se ha ido con sus tres hijos a Lucerna. Miedo y desesperación. El médico lo examina. Al margen de las pupilas dilatadas, el pulso y la respiración son normales. Lentamente regresa la normalidad. El susto cede y da paso a una sensación de felicidad y agradecimiento crecientes. Comienza a gozar del juego inaudito de los colores. Le sorprende que las sensaciones acústicas acaban por transformarse en colores. El sonido del picaporte o de un automóvil se convierten en luz. Lo escuchado se hace visto. Una confirmación de la cosmogonía védica: el sonido como la fuente primera de lo natural, y su juego con la luz como energía universal.

Exhausto, le vence el sueño. A la mañana siguiente amanece con la cabeza despejada. Sale al jardín. El sol refulge tras la lluvia primaveral. El mundo brilla como si estuviera recién creado. Sus sentidos vibran en un estado de máxima sensibilidad que durará todo el día. Le sorprenden dos cosas. La potencia de la sustancia con una dosis tan baja, y el hecho de que puede recordar con detalle lo vivenciado. Considera que la sustancia será útil para la farmacología y la neurología. Al día siguiente escribe un informe.

En el laboratorio comprueba que, bajo los efectos del LSD, los peces adoptan posiciones raras para nadar, las arañas tejen torpemente y los chimpancés dejan de reconocer el orden jerárquico familiar. La CIA ha estado años financiando la investigación con LSD en busca de un suero de la verdad. Pero la sustancia nada quiere saber de la guerra fría ni de la competencia de los estados nación. El LSD no sólo desorganiza la integración psíquica del individuo, también su integración social y nacional. Un libro de publicación reciente, Sueños de ácido (Página Indómita), recorre esta divertida odisea, entre absurda y cómica. El LSD terminaría alejándose del paradigma médico-militar. Humphry Osmond, en una carta a Aldous Huxley, sugirió el término psicodélico (“que revela el alma”) para referirse al ácido y a otras sustancias similares como la mescalina o la psilocibina. El psiquiatra dejó abierta la cuestión de si podría convertirse en una herramienta valiosa para la investigación de la mente. Pero investigó diversas aplicaciones en psicoterapia, para curar adicciones, instintos violentos y ayudar a enfermos terminales en el tránsito de la muerte (hay un libro de casos, recopilado por Groff y Halifax) o a enfermos de cáncer que no responden a los analgésicos convencionales: “el paciente sometido a LSD se separa psíquicamente de su cuerpo hasta el punto que el dolor físico ya no penetra en su conciencia”.

El descubrimiento del LSD despierta en Hofmann la esperanza en que se convierta en medicamento. No ve todavía en la sustancia un instrumento, equivalente al microscopio, para explorar la mente. Le preocupa el uso incontrolado fuera del ámbito médico. El riesgo del ácido no reside en su toxicidad, sino en la imposibilidad de prever sus efectos psíquicos. La farmacéutica suiza para la que trabajaba Hofmann pone la sustancia a disposición de médicos e investigadores. La embriaguez lisérgica podía servir para que los propios médicos experimentaran los estados de sus pacientes, como el contacto con experiencias olvidadas o reprimidas. “No se trataba de un recordar común, sino de un verdadero revivir, no de una réminiscence sino de una réviviscence”, escribió el psiquiatra francés Jean Delay”. El LSD parece desmentir el tiempo sucesivo, el rio de Heráclito. Frente al tranquilizante, el revivificante. Los conflictos no se tapan, sino que se viven con mayor intensidad, pero esta vez como espectador.

Revuelta en Harvard

Timothy Leary es un joven y brillante profesor de psicología de la Universidad de Harvard. Ha probado casualmente las setas mágicas en Cuernavaca durante unas vacaciones. Tiene la experiencia más intensa de su vida. A partir de ese momento, se vuelca en la investigación de los psicodélicos. Con los métodos al uso de la ciencia del momento, investiga con enteógenos la reintegración social de presidiarios, la generación de experiencias místicas en teólogos, el fomento de la creatividad en artistas plásticos y escritores. Realiza sesiones grupales en las que participan Aldous Huxley, Arthur Koestler y Allen Ginsberg. En 1963 envía un informe a Hofmann. Está entusiasmado con los resultados. Considera que la sustancia tendrá una gran utilidad social y cognitiva.

La farmacéutica Sandoz recibe un pedido de la universidad de Harvard de 25 gramos de LSD y 25 kg de psilocibina, unas cantidades desorbitadas que se traducen en un millón de dosis de LSD y dos millones y medio de psilocibina. La empresa pide una licencia de importación que justifique el envío. Nunca llega. Tras consultar con el decano, la farmacéutica cancela el envío. Las autoridades de Harvard pronto se hartan de las actividades de Leary. Organiza parties de LSD a las que acuden como voluntarios cientos de estudiantes. En una entrevista con Playboy, destaca los poderes afrodisiacos de la sustancia (algo muy dudoso). Leary es expulsado de la universidad (junto a su colega Richard Alpert), con el que ha realizado experimentos multitudinarios con LSD. Se convierte entonces en el nuevo mesías del movimiento psicodélico. Crea, con fondos privados, el instituto IFIF para la investigación de enteógenos. Viaja a la India. Se convierte al hinduismo. Funda la League for Spiritual Discovery (LSD). Trata de establecerse en Zihuatanejo, pero acaba siendo expulsado por las autoridades mexicanas. Se refugia con su grupo en una mansión en el estado de Nueva York, propiedad de un millonario aficionado a los viajes lisérgicos. Mientras tanto, por todo el país se desata la histeria del LSD, se publican numerosos libros sobre la magia del ácido, que todavía no aparece entre las sustancias prohibidas. La ola toxiconómana es capitaneada por Leary bajo el lema: turn on, tune in, drop out (enciende, sintoniza y abandona). Una llamada a volver la espalda a los deberes sociales, abandonar las responsabilidades burguesas y unirse al trip a través de la música, el erotismo y la vida en común.

El LSD se difunde a velocidad epidémica. Ofrece una vía opuesta (inestable y arriesgada) a la que predomina la sociedad estadounidense: materialismo, voluntarismo, puritanismo, alejamiento de la naturaleza, vida urbana, consumismo y aburrimiento, los mismos factores que llevaran al surgimiento del movimiento hippie. Los jóvenes se suben a la ola con entusiasmo, mientras sus padres se horrorizan. En una renombrada clínica de California, Cary Grant se somete a un tratamiento de LSD. Toda su vida ha estado buscando la paz interior con poco éxito, mediante el yoga, el hipnotismo y el misticismo. Tras la experiencia, sale convencido de que ahora podrá amar de verdad y hacer feliz a una mujer. La entrevista se publica en la popular revista Look.

Retrato de Albert Hofmann expuesto en la muestra 'LSD, the 75 Years of a Problem Child', celebrada en Berna en 2018.
Retrato de Albert Hofmann expuesto en la muestra 'LSD, the 75 Years of a Problem Child', celebrada en Berna en 2018. FABRICE COFFRINI (AFP / GETTY IMAGES)

La CIA, que ha trabajado a fondo con la sustancia de modo poco escrupuloso, se encarga de magnificar los efectos colaterales del ácido: actividades criminales, colapsos psíquicos, homicidios, suicidios… Hofmann empieza a dudar si las valiosas cualidades farmacológicas y psíquicas del ácido compensarán los daños que causan su abuso. La farmacéutica Sandoz congela la entrega de LSD 25 y psilocibina en abril de 1966. La mayoría de los estados americanos promulga severas sanciones sobre su tenencia, venta y distribución. La administración Nixon pasa a considerarla un invento satánico, que provoca un estado de omnipotencia o invulnerabilidad. No andan muy descaminados. El ácido revela el daimon, el demonio interior y creativo de cada cual. También sugiere, como la Bhagavadgītā, que el espíritu, a diferencia del alma, nunca muere. Otro asunto es si la experiencia es o no digerible. Hay viajes en los que se experimenta tanto la dicha del paraíso como el horror del infierno. En ellos, es decisivo tanto el marco externo como el estado anímico y la disposición del psiconauta. El LSD tiende a intensificar los estados mentales, un sentimiento de alegría puede inflarse hasta la dicha suprema y una ligera tristeza puede transformarse en desesperación. El riesgo es especialmente alto para la vida anímica de adolescentes y jóvenes, o de personas que todavía no han madurado mentalmente, pudiendo desencadenar reacciones psicóticas perdurables.[1]

Viaje a México

El LSD tiene parientes mexicanos. No sólo la mescalina, ya conocida en el siglo XIX, sino unos hongos que crecen en la sierra mazateca. A su estudio ha dedicado su vida una peculiar pareja: la doctora Valentina Pavlovna y el banquero Robert Gordon Wasson. Se sabe de estas setas mágicas desde la época de Hernán Cortés, pero su culto tiene más de dos mil años de antigüedad. Los frailes Bernardino de Sahagún y Diego Durán las mencionan. Su efecto embriagador parece cosa del diablo. Intentarán cortar de raíz su uso, pero los indígenas seguirán ingiriendo las setas sagradas en secreto. Están presentes en los festejos de coronación de Moctezuma en 1502. En Tenochtitlan llaman a estos hongos teonanácatl, la “carne de dios”, nosotros, psilocibes. La mayoría de las especies se encuentran en México, pero crecen también en otros lugares. En Galicia son fáciles de encontrar.

Los Wasson estudiaron este culto ancestral y rastrearon su presencia en los misterios de Eleusis. Elio Arístides (s. II) menciona que nunca se han suscitado mayores emociones mediante representaciones dramáticas. Y añade: “en ningún lugar ha existido una rivalidad mayor entre lo visto y lo escuchado”. Las visiones en el interior del santuario adquieren contornos rítmicos y los cantos asumen poderosas formas visibles. Para Porfirio, las setas eran la nodriza de los dioses y se hallaban contagiadas de la cualidad divina. La secuencia de imágenes mística se parece mucho a la psicodélica. Los hongos permiten penetrar otros planos de existencia, viajar en el tiempo (hacia delate y hacia atrás) y, según los indígenas, conocer lo divino. De ahí que su experiencia sea conmovedora, abrumadora y, en ocasiones, terrorífica. Nuestra dimensión finita no siempre puede soportar la visión de estos abismos. Hay, además, una intensificación de la percepción, “todo adquiere una claridad prístina, todo parece recién salido del taller del creador, y todo parece preñado de sentido”. Esa inmediatez es la que experimentó Platón cuando bebió la poción en el templo de Eleusis. Especialmente interesante es cómo se mezcló el culto a los hongos sagrados con el cristianismo en la época colonial. A menudo se habla de las setas como la sangre de Cristo, que crecen sólo allí donde ha caído una gota de la sangre del salvador, o donde un poco de su saliva ha humedecido el terreno. El propio Cristo es quien habla a través de los hongos (Cristo en la materia, como en Teilhard de Chardin). Dios ha regalado a los indios las setas porque son pobres e iletrados (no pueden leer la Biblia) y carecen de médicos y medicamentos. Dios les habla directamente a través del hongo. Sólo la persona pura puede comer las setas sin perjuicio. Se requiere abstinencia sexual, cinco días antes y cinco días después de la ceremonia. Si no se observan las prescripciones, el hongo puede enajenar e incluso matar a quien lo ingiere.

La primera experiencia de los Wasson con las setas data de 1927, durante su luna de miel en las montañas de Catskill, no muy lejos de Nueva York. Valentina se ha formado como médico en Londres, huyendo de la revolución bolchevique. En el bosque donde se encuentra su cabaña encuentra multitud de hongos, a los que llama con su nombre ruso. Recoge algunos en su delantal. Robert le previene de su peligrosidad. Ella ríe. Esa noche, Valentina prepara una sopa y una guarnición de hongos para la carne. Tras la velada, los hongos se convertirán en el centro de sus vidas. Estudian su influencia en todas las civilizaciones y épocas y las diversas actitudes hacia “esas criaturas de la tierra”, que dividen a las personas y las culturas en micófilas y micófobas.

La primera expedición de los Wasson al país de los mazatecos de Oaxaca data de 1953. Robert Graves les ha puesto sobre la pista. Dos años después logran ser admitidos en una velada chamánica. Es la primera vez que unos blancos participan de esa comunión (si exceptuamos al jerezano Álvar Núñez Cabeza de Vaca, conquistador de la Florida y chamán). Las ceremonias se celebran bajo la forma de una consulta, que oficia la chamana. Los presentes toman también setas, pero en una dosis menor, entre oraciones y conjuros. Se reza y se canta frente a un altar. Bajo la influencia de las setas, el oficiante entra en estado visionario. Wasson describe su experiencia. “El cuerpo de uno yace en la oscuridad, pesado como un plomo, pero el espíritu se remonta y abandona la choza… Lo que uno mira y lo que uno oye parece una misma cosa… la música de las esferas… el cigarrillo que rompe la tensión de la noche tiene un aroma que jamás ha tenido, el vaso de agua es mejor que el champagne. La persona que ha ingerido hongos se encuentra suspendida en el espacio: una mirada despojada del cuerpo, invisible, incorpórea, que ve pero no puede ser vista… Alto nivel de sensibilidad y alerta. Para los griegos ekstasis significaba que el alma volaba fuera del cuerpo, y la palabra provenía de los misterios de Eleusis”.

Tiempo después, Hofmann realiza un autoensayo ingiriendo 32 ejemplares disecados de psilocibe mexicana. Ve únicamente motivos y colores indígenas. El médico que lo acompaña y mide su presión sanguínea, le parece un inmolador azteca que blande un cuchillo de obsidiana. Contempla, en el rostro teutónico de su colega, una expresión netamente indígena. El caudal de imágenes lo desborda, pero trance dura sólo unas pocas horas. El ensayo le muestra que el ser humano es más sensible a los psicodélicos que el animal (se había ensayado en ratones y perros). Posteriormente sintetizará la sustancia y descubrirá una estructura química parecida al LSD. Ambas sustancias bloquean los efectos de la serotonina en diversos órganos.

En 1962, los Wasson invitan a los Hofmann a una expedición a México. Desde la capital viajan en automóvil hasta Puebla, descienden el valle de Orizaba, cruzan en balsa el Popoloapán y llegan al pueblo mazateca de Jalapa Díaz. Llevan pases del gobierno civil que certifican que se trata de una expedición científica. Comen en la casa de una vieja mazateca. En el centro de la choza hay un hogar abierto, construido con barro y elevado. Como lechos se usan unas esterillas de esparto. La choza se comparte con los animales domésticos, cerdos negros, pavos y pollos. Comen pollo frito con frijoles y tortillas de maíz. Beben cerveza y un aguardiente de agave (tequila). A la mañana siguiente, alquilan unas mulas y se adentran en la sierra mazateca. Hace mucho calor y el aire es húmedo. Las mulas resultan la mejor manera de viajar por senderos poco transitables, siguen al animal guía y no requieren indicaciones por parte del jinete. En los pasos difíciles, la mula elige instintivamente la mejor opción. Tras descansar varios días en el poblado de Ayautla, prosiguen hasta San José Tenango, donde Albert y su esposa se bañan en una piscina natural y ven por primera vez un colibrí en libertad.

El día antes de partir, logran establecer contacto con una curandera. Al caer la noche, sin que nadie los vea, los llevan a una choza solitaria en la colina. Se considera punible hacer participar a los extraños de los ritos sagrados. Una vez dentro, la chamana obstruye la entrada con maderos. Se acuestan en las esterillas. La chamana, que sólo habla mazateco, prepara el filtro mágico con la hierba de la Pastora. Pregunta quienes quieren beber con ella. Hofmann se abstiene por arrastrar problemas estomacales. Gordon levanta la mano, también la esposa de Hofmann. Ambos experimentan fuertes alucinaciones. Al terminar la ceremonia se desata una tormenta tropical. La lluvia golpea con furia el techo de la choza. La ceremonia es el punto culminante de la expedición de Hofmann en México. A los pocos días, en Huatla, ofrecen sus respetos a María Sabina, que se ha hecho famosa con las publicaciones de los Wasson. La curandera vive alejada del pueblo. Robert y María se saludan como viejos amigos. La casa de aquella sesión legendaria fue quemada, incendiada por una horda enfurecida. Revelar el secreto de la “carne de dios” a los extraños se considera una traición a la comunidad. Por el nuevo hogar corren niños semidesnudos, pollos y cerdos. “La vieja curandera tenía un rostro inteligente y con expresiones sumamente cambiantes”. Le impresiona que los extranjeros hayan podido retener el espíritu de los hongos en pastillas y de inmediato ofrece una consulta en casa de doña Herlinda. Allí se reúnen esa misma noche. María Sabina trae compañía: sus dos hijas, Apolonia y Aurora, dos curanderas novicias y una sobrina. Esta vez sí que participa Hofmann, con las pastillas que él mismo ha sintetizado. Una de las hijas de Sabina prepara un jugo prensado con cinco pares de hojas de hierba Pastora. Hofmann quiere recuperar la sesión perdida. “La pócima es especialmente eficaz cuando la prepara un niño inocente”. Las pastillas tardan en hacer efecto. Sabina comenta que ha perdido el espíritu de la seta. Reaccionan rápido y Wasson reparte más pastillas. Al poco rato comienza a desplegarse el espíritu de la pastilla, que dura hasta el amanecer, entre oraciones y cantos. Los quejidos lánguidos y voluptuosos de Apolonia y Aurora dan la sensación de una embriaguez erótica. Hofmann, que ha ingerido las hojas, se encuentra en un estado de hipersensibilidad, pero sin alucinaciones. El resto de la expedición vive “un estado de embriaguez eufórica, influenciada por la atmósfera extraña y mística” (se confirma la tesis de Huxley de la importancia del entorno, de ahí que carezca de sentido en el laboratorio). Al clarear la mañana, María Sabina confirma que las pastillas tienen la misma fuerza que las setas y se alegra de poder realizar ahora las ceremonias en cualquier época del año.

Terminamos. La experiencia psicodélica enseña tres cosas fundamentales. En el mundo que muestra, uno no se conoce a sí mismo, más bien se desconoce. Sólo se puede conocer verdaderamente al fantasma mental que nos hemos creado, de ahí que algunos poetas y sabios afirmen: “hay días en los que me desconozco”. En segundo lugar, por decirlo al modo de Eckhart, que lo que se obtiene de la contemplación debe devolverse en amor. La autotrascendencia redunda finalmente en solidaridad con los seres y el universo. Nada muy alejado de las tesis budistas sobre la empatía y la compasión. Pero hay un tercer aspecto, epistemológico, relacionado con el conocimiento en general. La posibilidad de esa experiencia directa, sin las distorsiones producidas por las palabras y los conceptos, nos permite liberarnos momentáneamente de las ataduras simbólicas (aunque luego haya siempre que volver a ellas para narrar y compartir lo vivido). El recuerdo de esa liberación hace que lo simbólico se viva de otro modo. En este sentido, los enteógenos cumplen una función educativa, sobre todo para mentes hipertrofiadas por el racionalismo, que es una versión radical de la dependencia simbólica que caracteriza lo humano.

[1] El LSD es fotosensitivo. El oxígeno del aire lo destruye por oxidación y la incidencia de la luz lo desactiva. Sólo se conserva indefinidamente en ampollas exentas de oxígeno y protegidas de la luz. Diseminado en papel secante se descompone en el curso de semanas o meses.

Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_