Berkeley, las puertas de la percepción
George Berkeley fue el único filósofo contemporáneo de Newton que le puso objeciones proclamando que el mundo no está hecho de cosas, sino de impresiones
En una de sus frases más célebres, Heráclito afirmaba que el Sol tiene el tamaño de un pie. Seguramente lo dedujo tumbado al amanecer, levantando su extremidad hacia el astro y comprobando que, efectivamente, el diámetro del Sol coincidía con su pie. Con el tiempo, Descartes refutaría a Heráclito y hoy los astrónomos nos aseguran que el Sol tiene un radio de casi 700.000 kilómetros, que equivalen dos millones de pies de Heráclito, en el supuesto (nadie imagina al de Éfeso bajito) de que usara una buena talla. Sin embargo, hay filósofos que siguen creyendo a Heráclito y que, visto lo visto, el Sol mide un pie. Entre ellos hubo uno especialmente audaz, un irlandés de Kilkenny que nació en el siglo de la cruenta reconquista de Cromwell y que reivindicó toda su vida su condición de irlandés. George Berkeley (1685-1753) no sólo hizo frente a los abusos políticos del parlamento de Westminster, también a los filosóficos de Locke (amigo y consejero del rey) y Newton (jefe de la Casa de la Moneda).
Los irlandeses se distinguen de los ingleses en el temperamento, la pigmentación y el idioma. Son apasionados y emocionales, dotados para la poesía y la música. Los británicos consideran su tierra salvaje y hostil, poblada de bárbaros demasiado imprudentes y melancólicos. Berkeley era una mezcla de ambos. Heredó de su madre su amor por la aventura y la ensoñación (viajó por Italia, Francia y España, y se adentró en el océano hasta el Nuevo Mundo) y de su padre el pragmatismo de la vida de sociedad.
La vida de la mente sigue ciertas etapas. En una primera fase el embrión sólo experimenta impresiones táctiles y auditivas. Le siguen las gustativas y olfativas y, finalmente, cuando se abandona el útero, las visuales. Para ver hace falta cierta distancia. La impresión visual es la última, pero acaba convirtiéndose en la más importante. Los sueños, los recuerdos, la vigilia y la imaginación son combinaciones de imágenes. Algo hay en la mente que se encarga de hilar estas impresiones, de relacionar unas con otras, de tejer un tapiz de asociaciones. Vivir es aprender a inferir unas impresiones de otras. En la calle mojada del amanecer “vemos” la lluvia nocturna. Y esa capacidad de hilar la llamamos entendimiento.
Berkeley advierte todo esto muy temprano. Lo llama el “nuevo principio” y observa que debe empezar por ahí. La idea no es nueva, ya la barajaron los escépticos griegos e indios. El mundo no está hecho de cosas, como sostienen los filósofos corpusculares (cuya moda encabeza Robert Boyle); el mundo está hecho de impresiones. El irlandés sostiene que ser es percibir y al hacerlo se convierte, sin saberlo, en el primer filósofo budista europeo, cuando Europa no ha descubierto todavía el budismo. Su crítica de las abstracciones se convierte en un elogio de la atención, de la luz y los sonidos, de la percepción como apariencia verdadera. No engañan los sentidos, engaña la mente, que es la que hace inferencias, que es la que debe elegir entre un sentido u otro, entre la vista, el tacto o el oído. Para Berkeley las sensaciones no son duplicados de las cosas, son las cosas mismas. La rugosidad del papel o la impresión negra de estas palabras no tiene otra realidad que la mente que las percibe. Sujeto y objeto se funden y la mente parece no existir en el interior de la cabeza, sino fuera de ella, en el lugar donde se posa la mirada. No hay un yo frente al mundo, sino una participación mutua del mundo y del yo, una inmersión en el agua clara de la sensibilidad. Un mundo en el que las distancias son colores.
Pero no vayamos tan deprisa. Hemos dicho que la filosofía corpuscular está de moda en el Trinity College de Dublín, donde ingresa nuestro filósofo con 15 años. Su planteamiento es sencillo. Todo, cualquier sensación o intuición, debe explicarse en función del tamaño, la masa y el movimiento de unos corpúsculos (que nadie ha visto) y que se mueven en un vacío ilimitado. Cualquier otra explicación queda fuera del ámbito de la ciencia. El mundo es una compleja mesa de billar con bolas de diferentes tamaños. Conforme se desarrolla la partida surge diversos efectos y apariencias: olores, sabores e impresiones visuales cuya explicación debe buscarse en dichas colisiones. La coreografía mecánica de los átomos produce las sensaciones. Incluso la gravedad o el magnetismo, que parecen actuar a distancia, deben explicarse mecánicamente. Así lo aseguran los más ilustres hombres de ciencia de Inglaterra. Así lo cree Voltaire, que cree pocas cosas. La explicación es legítima si es mecánica. Y Berkeley se pregunta: ¿qué tipo de colisiones explicarían el sabor de una manzana?, o ¿cómo dividir un olor?, o ¿cuánto pesa la impresión de una melodía? Colores y sabores pasan a ser apariencias producidas por seres imperceptibles (aunque sólidos y compactos) que constituyen lo único real. ¿Cómo se ha obrado esa inversión del sentido común? ¿No hay aquí una usurpación de la experiencia? Los nuevos científicos prefieren experimentar con ratones a hacerlo consigo mismos, viven como extranjeros en su propio país. Las cualidades inalienables (que llaman primarias) no pueden ser la solidez, la impenetrabilidad o el movimiento, lo inalienable (que llaman secundario) son los colores, las melodías, el frío y el calor, las alegrías y las penas y, en fin, todo aquello que experimentamos en nuestra propia carne. ¿Qué sabemos de la impenetrabilidad de esas criaturas que nadie ha visto? ¿Por qué llamar primario a lo que no es sino una conjetura inaprensible? La filosofía corpuscular invierte el sentido común y es todo menos empírica: cae en la contradicción de empezar con lo imperceptible: el átomo insensible y compacto.
Para contrarrestar la moda británica, Berkeley escribe un audaz ensayo donde expone una nueva teoría de la visión. La idea es que los colores, que son el objeto de la visión, no están fuera de la mente. Vemos figuras, distancias, movimientos, pero todas ellos no son sino variaciones de color. Ello permite definir la distancia (la “extensión” cartesiana) como la transición de lo visual a lo táctil. La experiencia enseña que ciertas impresiones táctiles se asocian con las visuales. Observamos un objeto, percibimos cierta figura y color y sabemos que si nos acercamos, seremos afectados por tales o cuales impresiones táctiles. La visión es la antesala del abrazo afectuoso, la conquista de una cumbre o el atropello de un carruaje, todas ellas experiencias táctiles. Lo asombroso para Berkeley es que no hay una conexión necesaria entre las impresiones visibles y las tangibles. Cada sentido es un mundo en sí mismo. Lo único que podemos decir es que la impresión visible sugiere la impresión tangible. La primera es mediadora, la segunda inmediata.
Sin saberlo, fue el primer filósofo budista europeo, cuando Europa no había descubierto todavía el budismo
Con todo este planteamiento, el espacio se convierte en un asunto táctil. Es el tacto, y no la vista, el que nos hace creer en el mundo exterior. Y esa creencia en lo externo se fundamenta en que la magnitud tangible de los objetos (a diferencia de la visual) se mantiene constante. A ellos se añade un importante factor: la supervivencia. Tanto los humanos como los animales consideran los objetos circundantes en función de su disposición a beneficiarlos o perjudicarlos, a producir placer o dolor. La vista anticipa el beneficio o daño del contacto con otros objetos, esencial para la conservación de la vida. Pero el mundo externo que sugiere el tacto no implica necesariamente que no sea mental (la sensación táctil lo es). Sin embargo, lo que decidirá nuestro destino como civilización es la escisión entre las cualidades primarias y secundarias, que determinará el modo de hacer ciencia. Cuando Berkeley afirma que el mundo está hecho de sonidos y colores, lo que está proponiendo es un humanismo sin cortapisas. Lo que los corpusculares llaman materia no es sino una ilusión de la inteligencia. No modo de dar con eso que llamamos “mundo objetivo” fuera del ámbito de la mente. La mente es ese sexto sentido que decide a qué sentido escuchar.
Berkeley fue el único filósofo de su tiempo que puso objeciones a Newton. Anticipó una concepción del espacio más en sintonía con la teoría cuántica y la relatividad general. Su propuesta sería confirmada por la interpretación de Niels Bohr sobre el papel que juega la atención en el trabajo experimental. Poco antes la teoría especial de la relatividad había desmentido el mecanicismo newtoniano (o si se quiere, lo había reubicado). Las propiedades que la mecánica atribuía a la materia, al espacio o al tiempo, deben entenderse con la relatividad como relaciones entre sucesos y sistemas de coordenadas, relaciones que cambian conforme cambia el movimiento (la perspectiva, de nuevo la atención) de dichos sistemas. Sin embargo, en el ámbito de la filosofía, la crítica de Berkeley a la cosmología newtoniana fracasó. El mecanicismo siguió siendo la profesión de fe de físicos y biólogos durante el siglo XIX y lo sigue siendo en nuestros días. Para muchas personas cultas el mundo sigue estando hecho de átomos, partículas y planetas, antes que de sensaciones.
William James sostenía que los individuos contemplativos, dominados por el sentido de la vista, tendían al idealismo y al relativismo. Mientras que aquellos dominados por el tacto, se inclinaban hacia el materialismo, que explica las cosas mediante impactos o interacciones. El temperamento influye en la filosofía de cada cual y la elección de un sentido otro acaba siendo una cuestión pasional. El sol de Heráclito, del tamaño de su pie, es una verdad de la vista, mientras que el sol de dos millones de pies es una verdad del tacto (aunque nadie haya puesto los pies sobre ese fuego). Esa simple decisión decide el destino de una civilización. Berkeley estuvo en la encrucijada, pero su propuesta fracasó. Para el budismo, el tránsito de la muerte supone un despojarse del tacto, el gusto y el olfato, y un afianzarse en lo visual y lo auditivo. De ahí la importancia que esta tradición otorga al ejercicio de la atención visual y auditiva que, como la vida misma o la libertad, sólo la merece quien sabe conquistarla todos los días. Atender a lo vivo significa llenarse de vida. Esa fue la gran enseñanza del irlandés. No sería mala idea recuperarla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.