‘Hambre'
Algo así como un cuarto de millón de semillas, raíces y frutos fueron recogidas y clasificadas con obsesión humanitaria por Vavílov para tejer una red de bancos de germoplasma cuyo centro fue Leningrado
Desde muy joven, el naturalista ruso Nikolái I. Vavílov se propuso luchar en beneficio de los de abajo, de los más desfavorecidos. Para ello, se dedicó a estudiar genética, aplicando la herencia biológica a los cultivos con el fin de acabar con la pobreza y con la hambruna que sufría su país.
Identificando los centros originales de los cultivos, determinó la procedencia del boniato, la papaya y del tomate, originarios de América Central. Siguiendo el rastro de las plantas hasta su cuna, Vavílov resolvió que del Mediterráneo son la remolacha, la lechuga y el anís, así como el tomillo y el espárrago, además de los olivos. Rastreando Oriente Próximo, estableció el origen del membrillo, del higo y de la granada, localizando el ajo y el pistacho en Asia Central, de donde también es originaria la almendra. El arroz, el coco y el mangostán son de la región indomalaya, y de China son la soja y la nuez, mientras que la patata, la chirimoya, y la piña tropical proceden de Sudamérica.
Para dar con el origen de cada uno de los cultivos, Vavílov realizó expediciones por todo el mundo. Desde Persia a México, pasando por China, recolectó semillas y plantas que le ayudaron a tejer una red de bancos de germoplasma cuyo centro fue Leningrado. Algo así como un cuarto de millón de semillas, raíces y frutos fueron recogidas y clasificadas con obsesión humanitaria.
Desde la Agencia de Botánica Aplicada que Vavílov dirigía, se postuló el objetivo de acabar con la hambruna del pueblo ruso a través de mejorar genéticamente los cultivos para conseguir con ello más producción alimentaria
En su libro Cinco continentes, Vavílov da cuenta de sus expediciones a lo largo y ancho del mundo. No solo nos habla de los cultivos de cada una de las localidades a las que llega, sino que también detalla la manera de cultivar, poniéndonos en contacto con la filosofía de cultivo, con sus gentes y con el entorno político que condiciona sus movimientos. Sin ir más lejos, cuando llega a la España de la dictadura de Primo de Rivera, es seguido por la policía secreta. Pero Vavílov nunca retrocedió en su empeño. Desde la Agencia de Botánica Aplicada que Vavílov dirigía, se postuló el objetivo de acabar con la hambruna del pueblo ruso a través de mejorar genéticamente los cultivos para conseguir con ello más producción alimentaria.
Lo consiguió, pero no de inmediato. Llegada la década de los 30, la suerte se le torcería a Vavílov por culpa de la corriente agrónoma representada por Lysenko que señalaba los intentos genetistas como resultado de un idealismo burgués; experimentos que poco, o nada, tenían que ver con el materialismo ideológico que representaban los “científicos descalzos”, defensores de la agrobiología. Acusado de ejercer actividades contrarias al estado, Vavílov fue detenido en 1940 y se pudrió en la cárcel. Identificar el espíritu revolucionario rompiendo un marco científico como el creado por Vavílov, no deja de ser una medida autoritaria. Otra más de Stalin.
Hay una novela que nos lleva hasta el legado de Vavílov. Se trata de una ficción basada en hechos reales. Bajo el título Hambre, la escritora estadounidense Elise Blackwell nos cuenta la peripecia y el sufrimiento de los colaboradores de Nikolái Vavílov para proteger el banco de germoplasma durante los casi 900 días que duró el sitio de Leningrado. Una historia dura, de supervivencia y generosidad donde se reconstruye el asedio a la ciudad por parte de la Alemania nazi, así como la resistencia ejemplar representada por un grupo de científicos que mantuvieron intacta la colección de raíces, semillas y frutos recogida por Vavílov que, en aquellos momentos de asedio, ya se encontraba en la cárcel.
Los científicos se apresuraron a poner a salvo el tesoro biológico en unos sótanos, defendiéndolo no solo de la amenaza de invasión, sino también del hambre. Sabían que la recuperación de Rusia tras la guerra dependía de aquel tesoro. Y así fue.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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