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Maneras de vivir
Columna
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Algo casi ñoño

Ninguna promesa de luz puede ser creíble y sanadora si no se reconoce la existencia de las tinieblas

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Xavier Caparrós (Getty Images)
Rosa Montero

En medio de este valle seco y pedregoso que suele ser la travesía de las primeras semanas de enero (ya se sabe, la consabida cuesta), con la resaca física, económica y emocional de las fiestas y el año extendiéndose largo y brumoso por delante entre amenazas de crispación y guerras, me he puesto a pensar en algún tema consolador y amable sobre el que escribir este artículo. Un texto que fuera lo suficientemente luminoso y que nos abrazara, redactado con esa parte más blandita y ñoña que yo sé que tengo (y que por lo general consigo mantener a raya con firmeza).

Así que me van a dejar que les cuente una historia que leí hace tres semanas en un precioso artículo. Lo publicó Olaya Suárez en El Comercio (gracias, César Alonso, por enviármelo) y en él se hablaba del cadáver de un desconocido que encontraron unos excursionistas en enero de 2015, a 1.400 metros de altura, en los montes asturianos de Somiedo. Tenía unos 50 años, 30 kilos de peso, apenas 130 centímetros de altura, graves deformidades en el esqueleto, sin duda profundo retraso mental y ceguera. No podía andar, no veía, casi con toda seguridad tampoco hablaba. Era, en suma, un ser peculiar, pero en la comarca nadie sabía de su existencia. Como ha sucedido en otros casos semejantes en la montaña, la familia debió de mantenerlo oculto toda su vida. En ocasiones este ocultamiento ha sido atroz: personas con graves discapacidades atadas en una cuadra durante décadas. Pero nuestro extraño había logrado vivir hasta los 50 años, cuando sus patologías deberían haberlo matado mucho antes. Estaba perfectamente cuidado, bien alimentado, bien afeitado, con el pelo cortado con primor, las uñas limpias y arregladas, ni una sola cicatriz ni una rozadura ni un moretón que indicaran descuido o maltrato. Lo habían mimado. En la clausura del secreto doméstico, alguien se había desvivido por él durante medio siglo. Y cuando murió, por causas naturales, lo dejaron en una ruta de montaña para que lo encontraran. Los guardias civiles que se ocuparon del caso piensan que lo llevaron allí para “darle una dignidad”. Es decir, para que el cuerpo pudiera ser enterrado como es debido. Y así se hizo. El desconocido, porque aún no ha podido ser identificado, está en el cementerio de Arbeyales, a mil metros de altura.

Ahora imagino yo a unos padres, o quizás a una madre; a hermanos o hermanas cuidando década tras década del enfermo en esos duros y bellos montes asturianos. Muy pobres tenían que ser para no pensar ni siquiera en la posibilidad de recibir ayuda médica, de regularizar su existencia, de enterrarlo ellos mismos. Tanto esfuerzo invertido y tantas lágrimas. Vale, vale, vale; me parece poder escuchar, desde el otro lado de la página, el refunfuñar de ustedes, los lectores, diciendo que esta es una historia terrible, y que cómo se me puede ocurrir que semejante espanto es consolador. Pero verán, es que seré ñoña pero no soy imbécil, y no sólo sé que el sufrimiento existe, sino que también sé que ninguna promesa de luz puede ser creíble y sanadora si no se reconoce la existencia de las tinieblas. En ese amorosísimo y penoso cuidado de alguien por completo incapaz de cuidarse a sí mismo veo lo mejor que los seres humanos podemos ser.

Erik Trinkaus, profesor de Antropología de la Universidad de Washington (EE UU), publicó en 2018 un estudio que recopilaba las anomalías óseas de diversas especies de Homo (había sapiens, es decir, nosotros, pero también denosovianos y neandertales) desde hace 200.000 años. Encontró 77 patologías en 66 especímenes, un porcentaje de incidencia muy elevado para el registro fósil existente, lo cual es probable que se explique por la elevada consanguinidad de las poblaciones, que eran pequeñas y endogámicas. Pero lo verdaderamente fascinante es que muchas de las deformidades eran incompatibles con una supervivencia autónoma, y sin embargo la mayoría de los sujetos llegaron a la edad adulta y ocho de ellos murieron ancianos. Y no solo eso: estaban igual de bien alimentados que los demás (fuente: Miguel Ángel Criado, en EL PAÍS). Desde hace 200.000 años, desde las mismas cavernas, incluso en las situaciones más difíciles, pese a la pobreza y la ignorancia y la más carente de las existencias, entre los homínidos siempre hubo ese trazo de magnánimo amor y de cuidado. A mí me es suficiente.

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