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Maneras de vivir
Columna
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Escupir sobre su tumba

Ridley Scott intenta mostrar una verdad monumental: que la guerra es un horror sin paliativos, y que Napoleón era un monstruo

Joaquin Phoenix, en 'Napoleon' de Ridley Scott.
Joaquin Phoenix, en 'Napoleon' de Ridley Scott.Aidan Monaghan (Sony / Everett /
Rosa Montero

Decía Cicerón que la paz más injusta es siempre mejor que la más justa de las guerras. Supongo que, en este mundo que vivimos, atormentado por el eco de las bombas y por el dolor de las batallas, todos nos sentimos tentados a suscribir esta rotunda frase. Aunque, si la pienso bien, no sé si estoy de acuerdo. Hay paces tan injustas que no se pueden negociar; hay paces que equivalen a aceptar un genocidio, como la brutalidad de los talibanes contra las mujeres o como el holocausto nazi. ¿Vamos a cerrar los ojos y permitir que un poder aberrante haga eso? Quizá haya situaciones en las que un enfrentamiento bélico resulte inevitable. Pero esto que acabo de decir es una contradicción para mí irresoluble y una tragedia, porque también sé que los conflictos armados abren las puertas del infierno. Déjame sustituir la frase de Cicerón por otra mía: incluso la guerra más justa termina provocando las más aterradoras injusticias. Y es que la guerra es un monstruo en sí misma. La guerra es el cáncer de la humanidad.

¡Y qué acostumbrados estamos a ella! Todas las culturas son profundamente belicistas. Se nos educa desde la misma cuna en una falsa épica, en un heroísmo de latón pintado. Incluso los que se declaran pacifistas luego van al cine tan contentos a ver Star Wars con sus bonitos, excitantes y enardecedores combates. Por eso el Napoleón de Ridley Scott me ha parecido impresionante: porque es una de las películas más radicalmente antibelicistas que jamás he visto. Una obra que demuestra que las batallas nunca son bonitas, excitantes o enardecedoras. Ni siquiera contiendas tan famosas como Austerlitz o Waterloo, que cuentan con el añadido rutilante, para el imaginario colectivo, de esos uniformes tan primorosos; de las pecheras llenas de botones de bronce, los morriones peludos, las bayonetas brillando entre jirones de humo, los tambores tronando y toda la fanfarria pseudoheroica habitual. Qué valor ha tenido Ridley Scott para meterse contra las madres de todas las batallas y contra el padre de todas las mentiras belicistas, que es Napoleón. Así le están criticando. Supongo que los adictos a la épica, que son legión, hubieran querido ver una película convencional sobre la guerra, bien maquillada de grandeza; ya saben, una de esas historias sobre el supuesto fragor de los imperios al desmoronarse. Pero lo único que piensas al ver las batallas de Scott es que el crujido de los huesos humanos al quebrarse debe sonar igual que el del caparazón de las hormigas cuando son pisadas, así de pequeños y aturdidos parecen esos pobres soldados. Todo es grotesco, innecesario, aterrador, idiota y miserable. Un sufrimiento colosal carente de la más mínima brizna de sentido y nobleza.

En el cartel final de la película, Ridley Scott dice que las guerras napoleónicas causaron tres millones de muertos en el breve lapso de 16 años (de 1799 a 1815). En realidad, es una cifra conservadora. Diversos historiadores estiman que las bajas militares pueden estar entre dos millones y medio y tres millones y medio de personas; las bajas civiles, más difíciles de calcular, van desde las 700.000 víctimas a los tres millones. Qué importa que haya desajustes históricos menores en el filme cuando la intención de Scott es evidente y consiste en mostrarnos una verdad mayor y monumental: que la guerra es un horror sin paliativos, y que Napoleón era un monstruo semejante a Hitler. Y, sin embargo, ahí está, en el panteón de las grandes figuras. Un tipejo ensalzado y encumbrado en la memoria colectiva por el único y simple hecho de haber sido uno de los más brutales, insensatos y egocéntricos carniceros de la historia.

Sólo de pensarlo me da náuseas. Náuseas reales, de revolverme el estómago, pero también intelectuales. Me deja estupefacta que sigamos admirando a psicópatas de ese calibre, que tengamos tan poco criterio, tan mínimas defensas ante el persistente veneno del belicismo. Ya digo, hasta las películas como Star Wars, ligeras e inocentes, están atravesadas por ese engaño. Pienso en Napoleón entronizado en su sepulcro de mármol, el más perfecto ejemplo de esta enfermedad que nos aqueja, y no entiendo cómo no reaccionamos. Cómo no dictamos contra él, como hacían los romanos, una damnatio memoriae. Derribemos sus estatuas, arranquemos con cincel su nombre de las lápidas y vayamos a escupir sobre su tumba.

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