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Cicerón ya defendía la importancia de ser liberal

En la antigua Roma se acuñó la idea de que la clave de la civilización está en “dar y recibir” para contribuir al bien común, escribe Helena Rosenblatt en su libro sobre la historia del liberalismo

Cicerón en el Senado, fresco de Cesare Maccari (1840-1919).
Cicerón en el Senado, fresco de Cesare Maccari (1840-1919).DEA PICTURE LIBRARY (De Agostini via Getty Images)

Si preguntáramos hoy qué significa “liberalismo”, obtendríamos una gran variedad de respuestas. Es una tradición de pensamiento, una forma de gobierno, un sistema de valores, una actitud o un marco mental. Sin embargo, todo el mundo convendrá en que el liberalismo tiene que ver principalmente con la protección de los derechos y los intereses individuales, y que los gobiernos están ahí para protegerlos. Los individuos deberían disponer de la máxima libertad para poder tomar sus propias decisiones en la vida y obrar como deseen.

No obstante, lo cierto es que este énfasis en el individuo y en sus intereses es algo muy reciente. La palabra “liberalismo” ni siquiera existió hasta principios del siglo XIX y, durante cientos de años antes de su nacimiento, ser liberal significaba algo muy diferente. Durante casi dos mil años significó exhibir las virtudes de un ciudadano, mostrar devoción por el bien común y respetar la importancia de la conexión mutua.

Podríamos empezar por el estadista y escritor romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), uno de los autores más leídos y citados de la historia del pensamiento occidental, quien escribió con elocuencia sobre la importancia de ser liberal. La palabra deriva del término latino liber, que significa tanto “libre” como “generoso”, y liberalis, “propio de una persona nacida libre”. El sustantivo correspondiente a estas dos palabras era liberalitas o “liberalidad”.

En primer lugar, en la antigua Roma ser libre significaba ser un ciudadano y no un esclavo. Quería decir estar libre de la voluntad arbitraria de un amo o de la dominación de cualquier hombre. Los romanos creían que este estado de libertad solo era posible en un Estado de derecho y con una constitución republicana. Eran necesarios mecanismos jurídicos y políticos para garantizar que el Gobierno se centrara en el bien común, en la res publica. Solo si se daban estas condiciones podía un individuo esperar ser libre.

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No obstante, los antiguos romanos pensaban que para ser libre se requería algo más que una constitución republicana; también era necesario que los ciudadanos practicaran la liberalitas, esto es, que tuvieran una manera noble y generosa de pensar y tratar a los conciudadanos. Lo contrario era el egoísmo, o lo que los romanos llamaban “servilismo”, un modo de pensar o actuar que solo se tiene en cuenta a uno mismo, sus beneficios y sus placeres. En su sentido más amplio, la liberalitas significaba la actitud moral y magnánima que los antiguos consideraban esencial para la cohesión y el buen funcionamiento de una sociedad libre. La traducción de la palabra es “liberalida”.

Plutarco escribió que una educación liberal daba sustento a una mente noble y conducía al perfeccionamiento moral

Cicerón describió en Sobre los deberes (44 a.C.) la liberalitas de un modo que resonaría durante siglos. Escribió que la liberalitas era el “vínculo de la sociedad humana”. El egoísmo no solo era repugnante moralmente, sino también destructivo socialmente. La “ayuda mutua” era la clave de la civilización. Los hombres libres tenían el deber moral de comportarse con liberalidad los unos con otros. Y ser liberal significaba “dar y recibir” de un modo que contribuyera al bien común.

Cicerón afirmaba que los hombres no han nacido solo para sí mismos; han sido engendrados en razón de los hombres:

‘Por otra parte, ya que no hemos nacido solo para nosotros; y ya que... los hombres han sido engendrados en razón de los hombres —para que entre ellos puedan favorecerse unos a otros—, debemos seguir la guía de la naturaleza en lo de poner a disposición general los bienes de utilidad común mediante la prestación de servicios, aportando y recibiendo; y en lo de afianzar la asociación de los hombres entre sí tanto mediante experiencia como por el esfuerzo, como con los recursos’.

Un siglo después de Cicerón, otro famoso e influyente filósofo romano, Lucio Anneo Séneca (c. 4 a.C.-65), desarrolló el principio de liberalitas en su tratado De los beneficios. Séneca puso mucho empeño en explicar cómo dar, recibir y devolver regalos, favores y servicios de un modo que fuera moral y, por tanto, constitutivo del vínculo social. Al igual que Cicerón, creía que para que un sistema basado en el intercambio funcionara correctamente era necesaria una actitud liberal tanto en quienes dan como en quienes reciben; en otras palabras, un talante desinteresado, generoso y agradecido. Séneca, inspirándose en el estoico griego Crisipo (c. 280-207 a.C.), utilizaba como alegoría de la virtud de la liberalidad la danza circular de las Tres Gracias: dar, recibir y devolver favores. Para pensadores antiguos como Cicerón y Séneca, la liberalidad hacía girar el mundo y lo mantenía unido.

Ser liberal no era fácil. Cicerón y Séneca explicaban detenidamente los principios en los que se debían basar el dar y el recibir. Al igual que la propia libertad, la liberalidad requería un razonamiento correcto y fortaleza moral, autodisciplina y control. También era claramente una ética aristocrática, concebida por y para hombres ricos, acaudalados y bien relacionados que estaban en condiciones de dar y recibir favores en la antigua Roma. Se consideraba una cualidad especialmente encomiable en la clase patricia y entre los gobernantes, como muestran muchas inscripciones antiguas, textos y dedicatorias oficiales.

Si la liberalitas era una virtud adecuada para los aristócratas y gobernantes, también lo era la educación en las artes liberales que los formaba para ella y que exigía disponer de abundante riqueza y tiempo libre para estudiar. Su propósito primordial no era enseñar a los estudiantes a enriquecerse o formarlos para una profesión, sino prepararlos como miembros activos y virtuosos de la sociedad. Su objetivo era enseñar a los futuros dirigentes a pensar correctamente y hablar con claridad en público, lo que les permitiría participar eficazmente en la vida civil. Los ciudadanos no nacían, se hacían. Cicerón afirmaba con frecuencia que las artes liberales debían enseñar humanitas, una actitud humana hacia los conciudadanos. El historiador griego y ciudadano romano Plutarco (46-120) escribió que una educación liberal daba sustento a una mente noble y conducía al perfeccionamiento moral, la actitud desinteresada y el civismo de los gobernantes. En otras palabras, era esencial para inculcar la liberalidad.

Helena Rosenblatt (Suecia, 1961) es profesora de Historia en el Graduate Center de la Universidad de Nueva York. Este extracto es un adelanto de su libro ‘La historia olvidada del liberalismo’, de la editorial Crítica, que se publica este martes, 19 de mayo.

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