Siguiendo el río Infierno, un paraíso asturiano
Del pueblo de Espinaredo y sus 26 hórreos al Santuario de la Virgen de la Cueva con paradas en uno de los bosques más bellos del Principado y un curioso museo con 500 piezas de relojería
El río Infierno nace en las montañas del confín meridional del concejo de Piloña, en el oriente de Asturias, y baja saltando por los bosques celestiales del parque natural de Redes, rodeado de seres como corzos, rebecos, nutrias, urogallos y otras 204 criaturas (la mayor biodiversidad vertebrada de la región). Lo de llamarle Infierno a un río tan paradisíaco tiene difícil explicación. Por buscarle alguna, hay quien dice que, en otoño, las hayas, los castaños, los robles, los alisos y los avellanos que pueblan sus riberas refulgen como las llamas del infierno y que por eso se conoce con ese nombre. A falta de otra razón mejor, tendremos que conformarnos con esta. Seguimos su cauce para descubrir un entorno sin igual en el Principado.
Los hórreos de Espinaredo
Para ver el paraíso del río Infierno hay que pasar antes por el purgatorio de la PI-4, una carretera estrecha y llena de curvas sin visibilidad, que serpentea entre Infiesto, la capital del concejo, y Espinaredo, un pueblín partido en dos por la corriente que, si no es el más guapu de Asturias (título que casi nadie le discute a Cudillero), le falta poco. Lo que sí es seguro es que es esta villa rodeada de bosques y montañas es la que más hórreos, y más antiguos, posee de todo el Principado: 26.
Guía práctica
Comer: El Rincón de Espinaréu (Espinaredo); restaurante Atalaya (Torín). Dormir: Palacio de Cutre (La Goleta); Albergue Avellanos (Riofabar. Turismo de Piloña: tierradeasturcones.com. Turismo de Asturias: turismoasturias.es.
Los hórreos tienen cuerpo de madera de castaño (alguno de ellos, con bajorrelieves policromados) y tejado de teja árabe, y están erguidos sobre cuatro altas patas o pegollos para preservar de la humedad las patatas, las panojas y los chorizucos. De la humedad y de los roedores, porque entre los pegollos y la caja de madera del hórreo hay muelas, unas piedras lisas y redondas como las de un molino, cuya cara inferior es impracticable para los ratones: no tienen dónde agarrarse. Por dentro, los hórreos están divididos en cuatro y cada parte pertenece a una familia. Han servido para guardar el maíz y las avellanas, luego como trasteros, como garajes e incluso como terraza de un restaurante, como la de El Rincón de Espinaréu. El más antiguo data de 1548. Muchos tienen sobrepuertas talladas, liños (vigas que sustentan el tejado) tallados o pintados con radiales, hexapétalas o cruces, además de motivos solares, cuyo origen se remonta a la Edad del Hierro. Destaca l'Horru La Capilla, así llamado porque antiguamente se usó para oficiar misa, antes de que se construyera la iglesia.
Riofabar y el Arboreto de Miera
Continuamos el viaje valle arriba, hacia Riofabar, viendo cómo el río y la carretera surcan prados orlados de avellanos y manzanos en los que pacen asturcones. De las avellanas se saca motivo para la fiesta más popular del valle (el Festival de la Avellana), que se celebra cada primer domingo de octubre en el Santuario de la Cueva, a un kilómetro de Infiesto, con ofrenda de los primeros frutos a la Virgen. De las manzanas se obtiene una sidra de la que se ufanan mucho en la comarca (“Dos cosas hay en Infiesto / que no las hay en Madrid: / la santina de la Cueva / y la sidra Manolín”. Y del asturcón, que es un caballejo duro y montaraz se obtiene la satisfacción de conservar una raza autóctona y un eslogan turístico: “Piloña, tierra de asturcones”.
Enhebrando pastos hípicos, pues, la carretera rebasa la aldehuela de Riofabar y, dos kilómetros después, el área recreativa del Arboreto de Miera, donde hace décadas fueron plantados cipreses de Lawson, pinos de Oregón y otras coníferas exóticas, como si los árboles autóctonos no fuesen ya suficientemente grandes e impresionantes. Árboles como los castaños que asombran, un poco más arriba, las mesas y praderas ribereñas del área recreativa La Pesanca, que es la más antigua de Asturias. Aunque, para antiguos, estos castaños gigantescos. Aquí acaba el asfalto y comienza el recorrido a pie por las foces (hoces) del Infierno, el tramo más alto, selvático y encañonado del río.
Camino de las foces
El camino no tiene pérdida. Es la continuación natural, sin asfaltar, de la carretera: una excelente pista de tierra que cruza aquí mismo el río Infierno por el primero de los siete puentes que uno se encuentra a lo largo de la excursión. Dicha pista lleva a los caminantes en suave ascenso por un valle que se cierra poco a poco hasta que, llegando al segundo puente, como a media hora del inicio, acontece un cambio radical: el bosque de robles y alisos ribereños se torna en un espesísimo hayedo. La luz que bañaba los risueños prados de más abajo se vuelve verdinegra, espectral, casi lunar, y las aguas se encajonan rugidoras en un estrecho, el de la Lanchosa, tajado a lo largo de miles de años en la roca caliza por el Infierno, río que ora se encabrita en espumeantes cascadas, ora se remansa en pozas de agua tan cristalina que casi no se ve y donde las truchas semejan ingrávidas criaturas aerobias.
Al llegar al sexto puente (que no se cruza), se ha de tomar en la bifurcación que allí se presenta la pista de la derecha, la cual traza un par de revueltas, cruza el río por última vez y se aleja definitivamente de él para morir, una hora después, al pie de la foz de Moñacos, Moniacos, Muniacos o Muñiacos... nombres para todos los gustos que recibe este minidesfiladero, labrado por un afluente del Infierno, donde aflora en forma de paredes verticales la blanca roca caliza de los montes. Una senda pedregosa permite, desde el final de la pista, atravesar esta pequeña hoz para ir a salir a un idílico vallejo, situado a mil metros sobre el mar y 500 sobre La Pesanca, que es de buena querencia de los corzos y los rebecos. Aunque se puede, no hace falta subir más. Aquí, cumplidas dos horas y media de camino, los verdes ribazos del arroyo reclaman los gozos del almuerzo. Y, después, una siesta es lo pedido.
Infiesto: neandertales y relojes
Otro día (o el mismo, si no nos echamos la siesta) nos acercaremos a Infiesto para ver la exposición Los 13 del Sidrón, dedicada a la famosa cueva piloñesa en la que se ha exhumado la mejor colección de restos óseos neandertales de la península Ibérica. Visitaremos también La Casa del Tiempo (abierto sábados y domingos, y se realizan visitas en otros horarios bajo reserva; 984 11 30 12), un museo del reloj extraordinario que atesora más de 500 piezas históricas. A un par de kilómetros al oeste de Infiesto, en la parroquia de Ques, descubriremos otra maravilla natural labrada por el agua en estas montañas calizas: el Santuario de la Virgen de la Cueva. La reina Isabel II lo visitó en 1858. Durante la ofrenda del Festival de la Avellana, en octubre, se llena de gente, pero todo el año vienen los piloñeses a darle calor a la Virgen: “Virxen de la Cueva hermosa / cómo non mueres de frío / debaxu d'esi peñascu / a la orillina del ríu”.
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