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Las ventajas del miedo

Lo que nos asusta tiene una parte inmutable que nos acompaña desde la Biblia y otra cultural, que va mutando con los vaivenes sociales y económicos. Casi siempre es útil para defendernos, casi nunca es legítimo para atacarnos.

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Cristina Daura
Jaime Rubio Hancock

El miedo tiene una mala fama inmerecida. Al menos en parte. Recordemos que si estamos aquí es porque nuestros antepasados se apartaban cuando veían una serpiente y no probaban a meterle un dedo en el ojo a un león mientras se echaba la siesta. El temor es un mecanismo de defensa, como nos explica Enric Soler, psicólogo relacional y profesor en la Universitat Oberta de Catalunya. Gracias al miedo evaluamos la percepción de una amenaza y cómo podemos actuar ante ella. De hecho, muchas historias de monstruos son relatos exagerados “con los que los padres preparan a sus hijos para amenazas reales”, nos recuerda por correo electrónico Stephen T. Asma, filósofo, autor de On Monsters y copresentador con Paul Giamatti del podcast Chinwag. Es decir, nos contamos historias para enfrentarnos a la incertidumbre.

Si nos fijamos en nuestros temores, vemos que no son nuevos. Los tiempos cambian, y los monstruos también, y pasan de la mitología y la religión a los viajes de exploradores y a los excesos de la ciencia. Pero “bajo la diversidad encontramos algunos universales comunes”, recuerda Asma, como el miedo a las serpientes, a las arañas y a la oscuridad.

¿Acaso las novelas y películas sobre inteligencias artificiales que se rebelan, de Terminator a Ex Machina, no son un remake de Frankenstein, de Mary Shelley? Historias como estas nos ayudan a detenernos en peligros a los que no habíamos dado importancia, como ocurre en los mejores episodios de Black Mirror, o nos permiten verlos bajo otra perspectiva: en la novela de Shelley, la criatura no es el verdadero villano, por muy monstruosa que sea. Al contrario, es un personaje sensible e inteligente que se ve traicionado y abandonado por Victor Frankenstein. Y ese es uno de los peligros de la inteligencia artificial: que alguien la programe solo porque puede y se despreocupe de las consecuencias, como hizo Elon Musk cuando compró Twitter.

Eso, suponiendo que alguien llegue a crear una superinteligencia. Nuestra imaginación va más deprisa que la tecnología: aún estamos esperando que un doctor malvado resucite a un cadáver, o que una empresa fabrique clones que sean bancos de órganos para millonarios. Es más, ¿dónde están los robots que nos iban a quitar el trabajo? Y, lo que es más importante, ¿alguien sabe si llegarán antes del lunes?

Pero el objetivo del miedo no es convertirnos en adivinos, sino ayudarnos a intuir los posibles peligros para enfrentarnos a ellos. Ya sea un algoritmo asesino o el fin del mundo.

El fin de la civilización no es un temor nuevo: el Génesis ya narra el diluvio universal y el Antiguo Testamento cierra con el Apocalipsis. Aparte del origen divino, el caos puede tener causas económicas, como en la novela Los Mandible, de Lionel Shriver. O climáticas, como en El mundo sumergido, de J. G. Ballard. O, por supuesto, pandémicas, como en el videojuego y serie The Last of Us. No se trata solo de ficciones: Enric Soler nos recuerda cómo la guerra de Ucrania ha recuperado en Europa el miedo a la amenaza nuclear, como durante la Guerra Fría.

Estas historias cuentan algo que nos aterra: podemos perderlo todo sin que podamos evitarlo ni tengamos ninguna culpa, más allá de olvidarnos la bolsa reutilizable cuando vamos al súper. Los protagonistas heroicos de estos relatos intentan recuperar el control como pueden, a menudo cuidando de algún niño, que representa la esperanza, el futuro, la humanidad… Todas esas cosas que nos hacen bostezar porque, seamos sinceros, nosotros nos pareceríamos más al Will Forte de El último hombre sobre la Tierra, quien, tras sobrevivir a una pandemia por casualidad, se dedica a saquear licorerías.

Ojo: como dice tu cuñado, todos los excesos son malos. Si la anarquía nos da miedo, también nos da aterra el exceso de orden que vemos en distopías como 1984. Pero hoy en día el terror no viene de un dictador todopoderoso como el Gran Hermano, al estilo de Hitler o Stalin, sino de un agente del caos como Donald Trump, Javier Milei o la populista interpretada por Emma Thompson en la serie Years and Years.

Tenemos una versión más llevadera del apocalipsis en algunas películas de los años ochenta y noventa, que formaron lo que el crítico Barry Keith Grant llamó “terror yuppy”. La amenaza a la clase media venía de niñeras (La mano que mece la cuna), amantes (Atracción fatal), amigos que echan drogaína en el refresco (Malas influencias) o incluso inquilinos aterradores: el guion de De repente, un extraño lo podría firmar un militante de Vox, salvo porque Michael Keaton, el inquiokupa, es blanco. Esta tradición de terror de clase media ha llegado a los telefilmes alemanes y canadienses que le alegran a mi madre la sobremesa de los sábados.

El miedo ya no está en las casas encantadas, sino en la hipoteca, y el horror económico sigue presente, aunque de otro modo. En La filosofía, el terror y lo siniestro, el filósofo Enrique Lynch habla del nuevo monstruo que apareció tras la crisis de 2008: la precariedad, que nos hace ver con más placer que miedo películas como El menú, donde las víctimas son los pijos.

Otro temor actualizado es el de las maldiciones, que ya no vienen del diablo, sino de la genética. Nuestras familias no están malditas por robarle un amuleto a una bruja, sino porque a lo mejor nos encuentran dos copias del gen APOE4 y tenemos más probabilidades de desarrollar alzhéimer. Las maldiciones también sirven para hablar de la salud mental y del trauma, como La maldición de Hill House, la serie de Mike Flanagan.

En realidad, le perdimos el miedo a lo fantástico hace décadas: en los sesenta, Los Monster y La familia Addams nos mostraron que los vampiros y hombres lobo nos dan risa y lo inquietante es la familia y los adolescentes (como en El exorcista). Pasa algo parecido en la comedia Lo que hacemos en las sombras: dan más miedo las charlas del vampiro de energía que los colmillos, la sangre y los ataúdes.

El terror de pandemia suele tener como enemigos a los zombis (o infectados, según el caso). David J. Skal cuenta en su recién reeditado Monster Show que estas historias eran una metáfora de la propaganda comunista que amenazaba con contagiar a ciudadanos honrados. Esto empieza a cambiar en 1978, escribe Skal. Zombi, de George A. Romero (secuela de La noche de los muertos vivientes), transcurre en un centro comercial y los zombis ya no son una metáfora del enemigo, sino de nosotros mismos. ¿No nos comportamos como cadáveres andantes cuando nos metemos en el autobús para ir a la oficina, o cuando llegan las rebajas y peleamos a mordiscos por una camiseta?

Chuck Klosterman propone otra lectura en su libro X: nosotros somos los cazadores de zombis. Y los zombis son esas tareas que se repiten y que, igual que los zombis, no se terminan nunca. Siempre hay un informe que terminar, otra reunión a la que asistir o un correo electrónico al que contestar. Cuando tachas algo de tu lista de tareas es como si clavaras un hacha en la cabeza de un muerto viviente: siempre hay otro detrás. O, peor, en Teams.

Las historias que nos contamos nos ayudan a entender nuestros temores, pero también nos hacen más manipulables. Como escribe Bernat Castany Prado en Una filosofía del miedo, “hay opciones políticas que obtienen rédito del miedo. Por eso necesitan demonizar y reprimir los impulsos de colaboración” y excitar “los de desconfianza y agresión”, que presentan como realistas y patrióticos. Estos políticos usan el miedo para volvernos paranoicos y xenófobos.

Como en las historias de extraterrestres. Skal escribe que, durante la Guerra Fría, los alienígenas se infiltraban en Estados Unidos igual que los espías soviéticos, como en Invasores de Marte.

Hay historias que intentan ver este choque de culturas de otro modo. Por ejemplo, como un intento de comunicarnos con otras civilizaciones. A veces, fallido, como en Fiasco, de Stanisław Lem. En ocasiones, más exitoso, como en La llegada, el relato de Ted Chiang llevado al cine en 2016 por Denis Villeneuve. También hay espacio para la sátira sobre el racismo y el apartheid, como en District 9.

No solo podemos ver como amenazas a los extranjeros. Con la polarización política, corremos el peligro de pensar que cualquier persona con ideas diferentes es malvada o estúpida. No se contempla la posibilidad del error o el objetivo del acuerdo: el otro es un marciano que amenaza nuestra forma de vida y la única respuesta es que se vuelva a su planeta. El hecho de que no haya otro planeta solo es un detalle técnico que ya resolveremos más adelante.

La historiadora Joanna Bourke escribe en El miedo: una historia cultural que el temor nos ha llevado “a reflexionar de forma profunda” y a ser conscientes de que no podemos controlarlo todo. Pero también es una emoción peligrosa, si en lugar de pensar y actuar nos escondemos detrás de un arbusto o bajo el grito de un eslogan. Tener miedo no es de cobardes. Lo que es de cobardes es no usar ese miedo para averiguar qué nos asusta de verdad y cómo podemos responder sin que nos paralice o nos divida.

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Sobre la firma

Jaime Rubio Hancock
Redactor en Ideas y columnista en Red de redes. Antes fue el editor de boletines, ayudó a lanzar EL PAÍS Exprés y pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor. Estudió Periodismo y Humanidades, y es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', y de la novela 'El informe Penkse'.

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