Entre la felicidad y la infelicidad: los jóvenes chinos buscan su identidad
Es la generación de la política del hijo único. Tienen estudios universitarios, pero no encuentran trabajo, al menos no el que les gustaría. Tienen menos hijos que nunca y no se conforman con la ruta tradicional que sus padres trazaron para ellos, pero tampoco encuentran la manera de cortar con los rígidos esquemas sociales del gigante comunista
La joven mira el móvil y luego a través de la ventanilla. Atardece ahí fuera y el paisaje desértico va cubriéndose de sombras. Recostada en la litera del coche cama, las preocupaciones parecen contraerle el rostro. El tren avanza. Ella viaja en silencio. Ronda los 23 o 24 años. No dice su nombre. Cuando habla, de pronto despliega una sonrisa. “Voy en busca de trabajo”, cuenta en inglés cuando se le pregunta de dónde es y adónde se dirige. Se percibe el vértigo en sus palabras. Habla con el tono de las confidencias de los trayectos nocturnos en segunda clase. El vagón está formado por una hilera abierta de literas triples donde se juntan pasajeros de todo tipo —un pastor, una mujer con su bebé, un conductor de camiones—. En medio de ese guirigay de olores y bolsones, la chica cuenta que ha decidido dejar su vida en Yining, una ciudad de unos 600.000 habitantes en la región autónoma de Xinjiang, en el lejano oeste del país, ya casi en Kazajistán, para probar suerte en Urumqi, la capital de esta inmensa provincia. Estudió gestión turística, pero durante los tiempos del coronavirus no había trabajo de lo suyo, dice. El turismo se frenó cortocircuitado por la férrea política de la covid cero decretada por Pekín. En esta zona, atravesada además por tensiones étnicas —la ONU acusa a China de posibles crímenes de lesa humanidad contra la minoría uigur—, hubo aislamientos sanitarios durísimos que duraron más de 100 días. Entretanto, ella estuvo trabajando en un banco, aunque le pagaban muy poco, admite. Unos 3.000 yuanes (unos 385 euros) al mes. De modo que tras la reapertura ha decidido dejar el empleo, comprar un billete y subirse a un tren rumbo a la gran ciudad en busca de oportunidades. Sabe que no corren los mejores tiempos para su generación. El trabajo escasea. Pocos encuentran el empleo soñado. Los salarios no son los que esperaban. “Es por la pandemia”, se encoge de hombros, y prosigue su viaje rumbo a lo desconocido.
El trayecto resume el de otros muchos jóvenes en el gigante asiático. Son la generación más preparada de China. Han gozado de una educación excelsa e hincado codos en jornadas maratonianas con carruseles de extraescolares. Pero al salir del cascarón muchos se encontraron con el muro de la pandemia, una dura pugna geopolítica y un modelo de crecimiento que numerosos economistas consideran agotado. Todo este batiburrillo se traduce en una economía aún acatarrada que no termina de remontar. Y la incertidumbre de un mercado de trabajo que no logra casar oferta y demanda.
En julio, Pekín publicó una cifra histórica de paro juvenil urbano: alcanzó un 21,3% en el mes de junio entre quienes tienen entre 16 y 24 años, muy por encima de cifras prepandémicas y el doble que hace cuatro años. El mes siguiente, en agosto, se esperaba un dato aún peor, al recoger la probable búsqueda de empleo de una nueva promoción de universitarios, la mayor de la historia de China. En lugar de eso, el Gobierno decidió dejar de publicar estadísticas.
Hay quien estima que la situación podría ser incluso peor. Zhang Dandan, profesora asociada en la Escuela Nacional de Desarrollo de la prestigiosa Universidad de Pekín, elevó el desempleo juvenil urbano del mes de marzo hasta el 46,5% (el oficial era entonces del 19,7%), según cálculos propios publicados en un artículo en la revista económica china Caixin. En esa cifra incluía a una legión de jóvenes que ni estudiaban ni trabajaban. Similares a los ninis en España, en China se los conoce como tangping. El término, que significa literalmente “tumbarse”, se extendió en 2021 en redes sociales como una forma de protesta contracultural de los jóvenes contra las presiones sociales de la cultura del trabajo. Ante las exigencias de un entorno laboral extenuante y mecánico, resultaba preferible “tumbarse” y esperar sin desear ni consumir demasiado. A menudo, el término ha sido también usado para criticar la presunta holgazanería de una generación que ha crecido con mayores comodidades que sus antecesores.
No es sencillo definir a la juventud china. Resultan inclasificables en un país que nunca se agota. Para hacerse una idea del tamaño de la cohorte, conviene indicar que hay más personas chinas entre 15 y 34 años —jóvenes, según estándares más bien laxos— que habitantes en Estados Unidos. Pero todos ellos comparten un rasgo: son la generación de hijos únicos nacidos bajo la severa política de planificación familiar que limitó la descendencia hasta 2015. Se los ha denominado los “pequeños emperadores”. Sobre ellos recaen todos los sueños y riquezas de sus padres; también las neuras, cargas y presiones, del mismo modo que serán los responsables de mantener a sus progenitores cuando lleguen a la vejez.
Sus padres fueron los protagonistas de la transformación de un país pobre en una superpotencia, pasaron de las cartillas de racionamiento a ser propietarios de pisos y negocios, decidieron invertir ingentes recursos en la educación de sus hijos en una sociedad conocida por su competitividad. La suya es aún una generación por definir.
“Sus miembros son personas seguras de sí mismas, privilegiadas, prósperas y con un alto nivel educativo, la primera generación de China que busca la felicidad más que la riqueza”, asegura Keyu Jin en su reciente libro The New China Playbook (2023). “Están orgullosos del creciente poder e influencia de su nación, un sentimiento que se acentúa por la alarma de Occidente ante el auge de China”. Nacidos en los noventa y dos mil, han crecido en la China que se sumaba a la Organización Mundial del Comercio en 2001, la del desembarco de multinacionales extranjeras y los Juegos Olímpicos en 2008, la que crecía a tasas de dos dígitos y desplegaba sus exportaciones por el mundo. También han visto los estragos medioambientales del desarrollismo y cómo la economía ha ido frenando sus motores.
“Siento que nuestra generación es a la vez feliz e infeliz”, dice Gong Jianan, de 29 años, estudiante de doctorado en Arqueología de la Universidad de North West de Xian. “Feliz, porque ha alcanzado la buena etapa del desarrollo de China”, pero a la vez se enfrentan a “la gran presión de la vida”.
Se les dijo que estudiaran y lo han hecho. La enorme masa de recién licenciados sumó en 2023 unos 11,6 millones de personas, 800.000 más que el año anterior y un 66% más que hace una década. Estos jóvenes bien preparados no se conforman con cualquier cosa. Muchos prefieren seguir buscando antes que aceptar un empleo para el que se sienten sobrecualificados o que consideran mecánico y aburrido. Hace poco, un alto directivo europeo de una multinacional radicada en China resumía el sinsentido: “El paro juvenil está por las nubes, pero no encontramos mano de obra para el almacén”.
Ante la falta de oportunidades, algunos tratan de crearse su propio hueco. Este verano, Mo Xue Mei, de 25 años, se paseaba por uno de los principales puntos turísticos de Chongqing, una megaciudad de más de 30 millones de habitantes en el centro de China, con una cámara fotográfica réflex en la mano. A cambio de un puñado de yuanes, se dedicaba a inmortalizar a las legiones de visitantes. Llevaba un altavoz colgado a la cintura para promocionar su negocio, que había arrancado tras la pandemia. En su ciudad, dijo en un receso a orillas del río Yangtsé, “no hay mucho trabajo si no estás empleado en la industria”. En la urbe tienen sus plantas de manufacturas numerosos gigantes tecnológicos. Fuera de esto, la cosa se complica. Mo Xue Mei, que había picoteado en otros empleos (no dio demasiados detalles), ahora lograba juntar “varios miles de yuanes al mes”. Lo suficiente, dijo, para “sobrevivir si los gastos son bajos”. Definió a su generación: “Somos impetuosos y luchadores por la vida”. Y aseguró que, aunque en internet se dijera que se quedan “tumbados”, ellos “siguen trabajando duro, intentándolo y fracasando”. “La mayoría de la gente que me rodea es así”.
Con el mercado de trabajo en horas bajas, el número de jóvenes aspirantes a funcionarios del Estado se ha disparado. En 2023 se han superado por primera vez los tres millones de candidatos al examen para formar parte de la Administración china. La prueba, que arrancó a finales de noviembre, busca cubrir las 39.000 plazas convocadas: un ratio desalentador de 70 a 1. Las pruebas son durísimas en un país cuya tradición de oposiciones para convertirse en mandarín (el funcionario al servicio de la Administración imperial) se remonta siglos atrás y ha dado lugar a notables obras literarias.
Hace unos meses, por las redes chinas corría una autoparodia de los jóvenes: se comparaban con Kong Yiji, un célebre personaje de un relato corto de Lu Xun, un escritor de principios del siglo XX considerado uno de los renovadores de la narrativa china. Kong Yiji era un tipo de túnica larga y barba desgreñada que acudía a la taberna casi todas las tardes, pero a diferencia de los demás clientes, que eran jornaleros, él tenía estudios. No había llegado a pasar, sin embargo, el primer examen de la carrera de funcionario, y tampoco fue capaz de ganarse la vida. “Por eso, con el tiempo se fue volviendo cada vez más pobre hasta convertirse casi en un mendigo”, cuenta Lu Xun.
Enseguida se encendió uno de esos debates en línea sobre el verdadero sentido del relato. “La intención original de Lu Xun no era satirizar lo decadente que era Kong Yiji, sino utilizar a Kong Yiji para satirizar el sistema imperial de exámenes por crear un gran número de personas inútiles”, escribieron los autores de un blog con un toque crítico llamado El melancólico Tocqueville. La situación de los estudiantes universitarios de hoy en día es similar, añadieron: “Como Kong Yiji, también se han encontrado con el predicamento de ser inútil, pero un erudito”. Entre otras cosas, argumentaban, ya no sucede como en los noventa y primeros dos mil, cuando un título universitario abría en China las puertas a los mejores trabajos. Ahora hay un excedente de licenciados en un país donde casi el 30% del PIB aún depende de la industria manufacturera.
CCTV, la televisión estatal, en cambio publicó un artículo que animaba a los jóvenes a despojarse de esa “larga túnica” de Kong Yiji. “La razón por la que tuvo problemas en la vida no fue por haber leído libros, sino porque no podía desprenderse de sus pretensiones de erudito y no estaba dispuesto a cambiar su situación mediante el trabajo”.
Ante el panorama incierto de los jóvenes, los mensajes del Gobierno animan a no lamerse las heridas y a ponerse manos a la obra. Algunos eslóganes recuerdan a otra era. En mayo, el presidente chino, Xi Jinping, escribió una carta dirigida a universitarios en la que les pedía que se “tragaran la amargura”, expresión china que podría traducirse como “pasarlo mal”, con cierta connotación de lucha voluntaria. En diferentes ocasiones, la propaganda oficial pone como ejemplo las penurias que sufrió el mandatario en su juventud, cuando vivió en una cueva en una aldea a la que fue enviado durante la Revolución Cultural. “Deberíamos animar a los jóvenes funcionarios a trabajar y adquirir experiencia en comunidades locales y zonas en las que las condiciones son duras”, dijo Xi en el último Congreso del Partido, en 2022. La Liga de las Juventudes Comunistas ha lanzado en los últimos tiempos programas de “revitalización rural” para fomentar el retorno de los licenciados a las aldeas.
Yang Mai, un artista de 32 años nacido y criado en la provincia de Cantón, dice que la suya es una generación “desgarrada” por las dificultades, por mucho que la propaganda se empeñe en hablar de un “país fuerte y próspero con un futuro brillante”. Pero cree que hay en marcha un proceso de “desconexión” que ha llevado a la juventud a cuestionar los valores inculcados por el Gobierno. Lo cual ha provocado a su vez una ola de reacción de las autoridades “intensificando aún más su propaganda ideológica, haciendo que la gente se sienta más conflictiva e insegura cuando se enfrenta a la realidad, como desgarrada”. El legislativo chino aprobó por ejemplo en octubre una nueva ley de educación patriótica teledirigida a sellar las grietas que puedan asomar entre la juventud.
Yang tiene un discurso que en China supone jugar con fuego. Pero prefiere no callarse. Considera que es su obligación como artista: expresarse. Con estudios y parte de su carrera desarrollada en Estados Unidos, fue uno de los miles de personas que salieron a la calle hace un año para mostrar su rechazo contra la política de covid cero. Liderado por jóvenes en Shanghái, Pekín y otras ciudades, aquel chispazo fue la mayor muestra de descontento de la década de Xi en el poder. Portaban folios en blanco para simbolizar la falta de espacios para decir lo que uno quiere. Durante ese zarpazo de furia, en parte motivado por una situación económica agravada por los cierres antipandémicos, se escucharon también consignas contra el sistema: “¡Abajo el Partido Comunista! ¡Abajo Xi Jinping!”. Yang acudió en silla de ruedas, de la que tiraban unos amigos. Se había lesionado unos días antes. Allí también dijo que era su “responsabilidad como artista” estar presente y “alzar la voz”. Pekín reaccionó con un despliegue policial que acalló las protestas (Yang fue amenazado por teléfono por la policía para que no volviera a salir a la calle). Numerosos manifestantes fueron detenidos. Solo unos días más tarde, el Gobierno dio por muerta la política de cero covid.
Meses después, Yang, que tiene una larga melena oscura hasta media espalda, recibe en su estudio ubicado a las afueras de Pekín. Allí guarda algunas de las obras en las que ha estado trabajando y que expuso recientemente en una sala en esa zona periférica y cotizada de la capital donde solía vivir el artista hoy exiliado Ai Weiwei. Una de ellas es de enormes dimensiones. Está compuesta por uniformes de colegio que cualquier chino reconocería, todos idénticos, son como cuerpos anudados entre sí, parecen eslabones de una gran cadena homogénea. A Yang le gusta experimentar con la ropa para transmitir sus ideas. La mayor lucha de su generación es “la identidad propia”, dice. “Al crecer en China en los años noventa, nuestra educación fue paralela a la industria manufacturera, borrando nuestras identidades individuales y conduciéndonos a la conformidad”. Tras los encierros de covid, añade, muchos se dieron cuenta de un descontento con el sistema político, los valores sociales dominantes y las expectativas culturales que les dificulta sentirse conectados con el resto de la sociedad. “Estamos insatisfechos con nuestra situación, pero somos impotentes para cambiarla”.
La mayoría en China no lleva el discurso hasta este extremo. Al contrario. Aunque las protestas de los folios en blanco fueron un aviso a las autoridades de que los jóvenes no están dispuestos a tragar con todo, no se percibe en el país un cuestionamiento global del estado de las cosas. Pueden ser críticos si toca. Pero no antisistema. Lo que sí hay es mucha gente tratando de buscarse la vida, como en casi todas partes.
Chen Yenru se desliza a toda velocidad sobre sus patines por los pasillos del Centro Internacional de Comercio de Yiwu, el mayor espacio de venta al por mayor de manufacturas del planeta, una especie de bazar infinito donde uno puede encontrar de todo, de luces de Navidad a sillas de playa. Tiene 18 años, aparato en los dientes y una mirada audaz. Cada día ha de cruzar varios sectores por los kilométricos corredores, desde el comercio familiar, donde ayuda a su madre a vender una amplia gama de medallas, insignias y trofeos, al Kentucky Fried Chicken, donde trabajaba este verano cinco horas diarias para hacer frente a sus gastos cotidianos. Apenas tiene tiempo de charlar un instante. Llega tarde al trabajo. Va vestida con la gorra y la camiseta del KFC. Tras haber hecho el gaokao, el hiperexigente examen de selectividad chino, cuenta que irá a estudiar a la ciudad de Nanjing. Describe a la juventud china: “Todos bastante independientes”. Se larga patinando como un rayo.
Para muchos, los estudios siguen siendo la oportunidad de subirse al gran ascensor social. China es la segunda potencia económica del planeta, ha logrado posar un cohete en la cara oculta de la Luna y por algunas de sus megaurbes ya se desplazan robotaxis futuristas. En las últimas décadas ha sacado a millones de personas de la miseria, pero persisten enormes desigualdades. El recién fallecido ex primer ministro Li Keqiang advirtió en 2020 que un 40% de los chinos aún ganaba menos de 140 dólares al mes.
En la ciudad de Chongqing, una noche de este verano, un recién licenciado en Administración de Empresas con la tez pecosa contó que, ahora que acababa de terminar la carrera, quería volver a su Tíbet natal para montar un negocio y “romper con la tradición familiar”. En el móvil enseñó un vídeo de esa tradición: salía su tío ordeñando a un peludo yak.
—¿Hay trabajo?
—No mucho.
Últimamente, haciendo caso a la familia y ya de vuelta en el pueblo, a una altitud de 3.200 metros, se ha puesto a estudiar oposiciones para acceder a la Administración de la región autónoma. Dice que es muy difícil, compite con todos los estudiantes tibetanos por “una o dos plazas”. Tal y como contaba hace poco a través de WeChat (el WhatsApp chino): “Envidio que puedas sentir la prosperidad de la gran ciudad todos los días”.
En aquella zona de Chongqing, un hormiguero de restaurantes colgantes arracimados en una encrespada ladera, había multitud de jóvenes. Una pareja contaba que acaba de pasar “con muy buena nota” el gaokao, y ahora les tocaba disfrutar del verano antes de empezar la universidad. Habían acudido desde Shandong, una provincia de la costa este, para asistir a un concierto de Lu Han, uno de los mayores ídolos de K-pop de China. De voz atiplada y sobredosis de autotune, Lu Han canta en inglés cosas tipo: “Si las miradas mataran estaría muerto; nena, tu cuerpo en ese vestido”.
Si uno pasa por las zonas de bares de Pekín o se adentra en una de las abarrotadas tiendas de iPhone, pondría en duda que la economía china tenga problema alguno. Se siguen viendo cochazos en los barrios más caros. Al volante, muchas veces se ve gente muy joven. Los cafés están abarrotados, los restaurantes repletos. Y, sin embargo, cuando uno pregunta, muchos expresan un malestar difuso. Se percibe el golpe en el ego de las expectativas. Protestan por la falta del trabajo soñado, de un salario suficiente, de un apartamento asequible. La vida es cara en las ciudades, muchos regresan a casa en las provincias, otros viven en albergues juveniles para aligerar costes mientras acuden a entrevistas de trabajo. Es habitual que a un extranjero le pregunten cómo hacer para irse fuera, quizá a estudiar o a trabajar. Quienes pueden dan el paso (Yang Mai, el artista, ahora está en Kenia, por ejemplo). Las quejas se parecen a las de los jóvenes de las sociedades posindustriales europeas, hay algo en el ambiente que recuerda al humor átono que quedó tras la crisis de 2008 en España; quienes dan los primeros pasos laborales se desenvuelven en un magma de insatisfacción imprecisa vinculado a la falta de perspectivas.
Mientras, al Gobierno le preocupa la caída en picado de la natalidad, pero quienes han de tenerlos replican que criar un hijo implica un dineral y supone una traba al inicio de sus carreras. La tasa de nacimientos ha caído a la mitad desde 2016, cuando Pekín puso fin a la política de hijo único. Los matrimonios también se han desplomado. Y ese crisol urbano, de torres modernas, flamantes rascacielos y búsqueda existencial de los universitarios, convive con la realidad de los trabajadores migrantes, venidos de todos los rincones del país, que se ganan el jornal como repartidores surcando la urbe a lomos de una moto.
La economía de plataformas en una sociedad altamente digitalizada se ha convertido en uno de los mayores empleadores del país. Da algún tipo de trabajo a unos 200 millones de personas en China, esto es, un quinto de la fuerza laboral, según un reciente estudio del Instituto de Investigación Económica y Social de la Universidad de Jinan citado por el diario económico Yicai. No es necesariamente un trabajo bueno ni uno a tiempo completo ni bien remunerado. Es lo que a menudo se denomina un empleo “flexible”, eufemismo que comprende desde la legión de repartidores a domicilio a quienes retransmiten en directo a través de plataformas como Douyin (el nombre de TikTok en China).
Carrie, una wuhanesa de 26 años, pasó buena parte de la pandemia vendiendo ropa en directo a través de Douyin. Era lo que se puede denominar una live streamer. Dobló el salario que ganaba en un empleo previo en la universidad. Le gustaba, pero reconoce que era durísimo; las sesiones arrancaban con el maquillaje a las cuatro de la madrugada. De ese trabajo pasó a una firma financiera, que últimamente había enfocado sus inversiones en el sector del coche eléctrico, pero decidió dejarlo antes del verano para darle un vuelco a su vida: ahora es profesora de paddle-surf, un deporte que se está popularizando en Wuhan, ciudad conocida por sus numerosos lagos. “He decidido dedicarme a algo que me apasiona”, contaba este verano, pertrechada como para lanzarse al agua. También ha abierto un canal en redes sociales al que sube vídeos sobre este deporte. En invierno tenía la idea de continuar como profesora en Tailandia o Maldivas. Con estudios universitarios y un inglés excelente, Carrie dice que la suya es una generación marcada por la “soledad”, lo “desconocido” y el “avance a través de la ruptura”. Su mayor reto es vivir su propia vida sin ser forzados por sus padres, añade. “Nadie nos guía ni nos muestra de qué va la vida. Es difícil encontrar un trabajo con tu título universitario y desenvolverse en todo tipo de relaciones. Encontraremos el camino. Probablemente, por nuestros propios medios”.
Unos meses antes, poco después de la reapertura tras la pandemia, pero cuando en la ciudad de Wuhan aún se sentía fresca la cicatriz por haber sido el origen del coronavirus, Carrie explicó en una cena en un animado restaurante su visión sobre el descenso de la natalidad. En parte, se debía al cambio de rol de las mujeres: “Ahora están viviendo sus vidas. Son más independientes. Pueden ganar dinero como los hombres. Trabajan fuera, mientras que en el pasado su deber era únicamente cuidar del hogar”. El aumento de la natalidad, según ella, pasaba por una mayor implicación de los varones. “Estoy deseando ver a más hombres dispuestos a criar un bebé con su mujer, que sea responsabilidad de los dos”. Ella había puesto sobre la mesa la cuestión en una app en la que buscaba pareja.
Aquellos días de invierno, muchos bares seguían aún cerrados y sus dueños lamentaban los estragos de la pandemia. También continuaban clausurados los locales de conciertos, como la mítica sala de punk VOX (Wuhan es conocida por ser una de las cunas del punk chino). Este verano, sin embargo, ya habían reabierto y programaban actuaciones a diario. Un viernes de julio tocaba The Bootlegs, una banda de rock de Qingdao, una ciudad en la costa este, con melodías guitarreras de baja fidelidad y un aire surfero.
En el camerino, poco antes de salir al escenario, los tres miembros del grupo tomaban una cerveza y contaban anécdotas sobre los innumerables empleos que habían ejercido: de peluquero a tatuador, pasando por peón de obra, podrían llenar varios folios con sus currículos. “Comparado con el pasado, los jóvenes tienen ahora más opciones”, dijo Zhao Hong, el cantante y guitarrista, de 31 años. Pueden ir a la universidad, dijo, y elegir la carrera que quieren; él comenzó Literatura, aunque la dejó antes de terminar. La capacidad de elegir, añadió, en cualquier caso, no implicaba una mayor felicidad. “Nosotros tenemos suerte porque sabemos lo que queremos hacer”, continuó. La banda se formó en 2019, justo antes de la pandemia. Esta era su segunda gira nacional. Habían sacado ya cuatro discos y tenían previsto tocar 36 conciertos por todo el país. Zhao dijo que sus temas hablaban de la vida corriente. No había ficción en sus letras, contaba sus experiencias, quizá por eso enganchaban con el público. El cantante tenía los brazos llenos de tatuajes. Eran unos dibujos muy eclécticos. En el pecho, al levantarse la camiseta, descubrió otro que decía: “Libertine”. Se lo había grabado, dijo, porque aspiraba a serlo, pero era consciente de que no podía. Luego la banda enfiló el escenario. Fuera, los esperaban unos 200 o 300 chavales que levantaron el móvil para inmortalizar el instante. Las guitarras rugieron, pero en ningún momento el público se movió demasiado. Nadie perdió la cabeza. Todas las letras, contaban los miembros del grupo, habían sido previamente aprobadas por el organismo de censura correspondiente. Sucede siempre así. Conviene recordarlo. En una de las paredes se iluminaba el eslogan de la sala: “La voz de la juventud”.
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