Los esclavos del calamar: historias de explotación, muerte y geopolítica tras la flota china de pesca de altura
La flota china de pesca de altura es un gigante opaco envuelto en sospechas de prácticas ilegales, pretensiones de dominar los mares, abusos laborales y negligencia que en algunos casos termina en muerte. The Outlaw Ocean Project ha documentado sus abusos durante cuatro años. España es el mayor consumidor de calamar en Europa
Daniel Aritonang Rajagukguk terminó el instituto en 2018 y tenía la esperanza de encontrar trabajo. Era un chico menudo y ágil, con un bigote ralo, y vivía en el pequeño pueblo costero de Batu Lungun, en Indonesia. Pasaba el tiempo libre reconstruyendo motores en el taller de su padre y, de vez en cuando, se escapaba a hurtadillas para echar carreras con su moto Yamaha azul por las carreteras secundarias del pueblo. Era muy buen estudiante, pero un poco payaso en clase, y siempre estaba gastando bromas a las chicas. “Era todo alegría y sonrisas”, recuerda Leni Apriyunita, su profesora de inglés en el instituto. Su madre les regalaba pan casero a los profesores, con la esperanza de ayudarle a que le pusieran buenas notas y así poder conseguir un trabajo; la tienda de su padre no iba bien y la familia necesitaba dinero. Pero cuando terminó los estudios, el paro juvenil era alto. Solicitó un puesto en la academia de policía, en las fábricas de plásticos y textiles y en el colmado, pero nadie le contrataba. Le confesó a su mejor amigo, Hengki Anhar, que estaba defraudando a sus padres. “Sigo intentando hacerlos felices”, le dijo. Anhar —una de las personas de su entorno a partir de cuyos testimonios hemos reconstruido su historia— cuenta que él también tenía problemas para encontrar empleo. “Me preguntaban qué conocimientos tengo”, explica. “Pero, para ser sincero, no tenía ninguno”.
En aquella época, mucha gente del pueblo regresaba, después de haber trabajado en barcos pesqueros extranjeros, con dinero suficiente para comprarse casas y motos nuevas. Anhar sugirió a su amigo que se fueran también, y Aritonang aceptó, pero con una condición: “Siempre que estemos juntos”. Esperaba utilizar el dinero para arreglar la casa de sus padres. A otro de sus amigos, Firmandes Nugraha, le preocupaba, sin embargo, que Aritonang no estuviera hecho para el trabajo duro. “Cuando corríamos en clase, se agotaba fácilmente”, bromea. Pero fue imposible disuadirle. En julio de 2019, Aritonang y Anhar viajaron a Tegal, a 800 kilómetros, en la isla indonesia de Java, y solicitaron trabajo en una agencia de contratación llamada PT. Bahtera Agung Samudra. Entregaron sus pasaportes, copias de sus partidas de nacimiento y documentos bancarios. Aritonang tenía 18 años, por lo que la agencia le exigió también una carta de consentimiento paterno. Publicó entonces en su perfil de Instagram una foto suya y de otros compañeros del centro de formación, con la frase: “Un grupo de gente corriente que espera un futuro prometedor lleno de éxitos”.
Durante los dos meses siguientes, estuvieron a la espera de que les asignaran un barco (la agencia no tiene licencia para operar, según los registros oficiales, y no respondió a las peticiones de comentarios). Aritonang pidió dinero prestado a Nugraha porque, según le dijo, no tenían ni para comprar comida. Nugraha le rogó que volviera a casa. “Ni siquiera sabes nadar”, le insistió. Pero Aritonang siguió en sus trece. “No hay otra opción”, le escribió. Por fin, el 2 de septiembre de 2019, les trasladaron en avión a Busán, en Corea del Sur, para embarcar en lo que pensaban que sería un barco coreano. Pero cuando llegaron al puerto, les dijeron que subieran a bordo de un pesquero chino, el Zhen Fa 7, un barco potero oxidado con la quilla blanca y roja. Al día siguiente, el barco zarpó e inició su travesía por el Pacífico.
Aritonang se acababa de unir a la que posiblemente sea la mayor operación marítima que el mundo haya conocido jamás. En las últimas décadas, en parte para proyectar su influencia en el extranjero, China ha ampliado espectacularmente su flota pesquera de altura. Ahora opera terminales marítimas en más de 90 puertos extranjeros y cuenta con hasta 6.500 barcos, según las estimaciones más recientes del centro de investigación Allen Institute for AI, con sede en Seattle (para poder comparar el dato, por ejemplo, Estados Unidos y la Unión Europea tienen menos de 300 cada uno). Algunos de esos aparentes pesqueros se dedican a reivindicar las pretensiones territoriales de China en aguas en disputa, incluidas las de Taiwán y en el mar del Sur de China. “Puede que parezca una flota pesquera, pero en algunos lugares también se utiliza con fines militares”, señala Ian Ralby, director de la empresa de seguridad marítima I. R. Consilium. Y la supremacía de China en el mar tiene su precio. La Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, un prestigioso centro de estudios con sede en Suiza, considera a China como un país “especialmente preocupante” en cuanto al cumplimiento de las leyes internacionales y la pesca ilegal, cuya práctica está contribuyendo a llevar a algunas especies al borde de la extinción. En los barcos chinos también abundan, tal y como ha podido comprobar esta investigación, el tráfico ilegal de mano de obra, la servidumbre por deudas, la violencia, la negligencia y la muerte. “Las violaciones de los derechos humanos en estos buques se producen a escala industrial y mundial”, asegura Steve Trent, director de la Fundación Environmental Justice.
[El siguiente mapa reproduce la primera parte del viaje de Daniel Aritonang a bordo del Zhen Fa 7]
El Zhen Fa 7 tardó tres meses en atravesar el océano y fondear cerca de las ecuatorianas islas Galápagos. El barco era un lugar luminoso en el que reinaban el ruido y el caos. La cubierta parecía un taller mecánico en el que un cambio de aceite había salido terriblemente mal. Un montón de palangres (sedales) se extendían hasta el agua, cada uno de ellos con unos garfios especiales accionados por carretes automáticos. Cuando subían un calamar a bordo, este expulsaba un chorro de tinta caliente y viscosa que cubría las paredes y el suelo. Los calamares que habitan aguas profundas contienen altos niveles de amoniaco, que los ayuda a flotar, y su olor impregnaba el aire. La faena comenzaba a las cinco de la tarde y terminaba a las siete de la mañana. La parte más dura tenía lugar por la noche. Centenares de bombillas casi del tamaño de un balón de fútbol colgaban a ambos lados del barco para atraer a los calamares desde las profundidades. El cegador resplandor de las luces, visible a más de 150 kilómetros de distancia, hacía que la negrura circundante pareciera de otro mundo. “Ponían a prueba nuestras mentes”, recuerda Anhar sobre sus días en el barco.
El camarote del capitán estaba en la cubierta superior; los oficiales chinos dormían en la cubierta de abajo, y los marineros chinos, en la de más abajo. En las entrañas del barco dormían los trabajadores indonesios. Aritonang y Anhar compartían aposento con otros dos marineros. El cuarto estaba atravesado por cuerdas en las que tendían calcetines y toallas y, en algunas ocasiones, el suelo lucía sembrado de botellas de whisky porque no había otro sitio donde tirarlas. Los indonesios cobraban unos 3.000 dólares al año (al cambio actual, algo más 2.800 euros), más una prima de 20 dólares por cada tonelada de calamar capturada. Una vez a la semana, una lista con las capturas de cada hombre se colgaba en el comedor para animarlos a trabajar más. Cuando los oficiales estaban contentos, daban palmaditas en la cabeza a los indonesios, como si fueran niños, relatan los marineros. Cuando se enfadaban, los insultaban o golpeaban. El contramaestre abofeteaba y pegaba a los trabajadores si cometían errores. “Era como si no tuviéramos ninguna dignidad”, se lamenta Anhar.
De vez en cuando se permitía a los tripulantes chinos utilizar el teléfono vía satélite que se encontraba en el puente de mando. Pero cuando Aritonang y otros marineros indonesios pidieron que les dejaran llamar a casa, el capitán les respondió que no. Uno de los tripulantes, Rahman Finando, cuenta que, tras un par de semanas a bordo, se atrevió a pedir al capitán permiso para irse a casa, pero este se lo denegó. Unos días después, Aritonang y Anhar se encontraban en la zona de congelación del barco, situada en el piso inferior, clasificando la pesca, cuando oyeron un alboroto en cubierta. Subieron a toda prisa y se encontraron con un grupo de oficiales y marineros chinos que golpeaban a Finando para castigarle por haber pedido que le dejaran marcharse. Mangihut Mejawati, otro marinero indonesio, añade: “Le golpearon en todo el cuerpo y le pisotearon”. Mejawati recuerda que Aritonang les gritó que se detuvieran, y varios indonesios se unieron a la refriega. Cuando por fin terminó el violento incidente, Aritonang y Anhar volvieron a los congeladores, muy alterados. Se dieron cuenta de que no tenían forma de salir del barco. “Era como estar en una jaula”, recuerda Mejawati.
La flota más poderosa del mundo
Durante la mayor parte del siglo XX, la pesca de altura —buena parte de la cual tiene lugar fuera de las aguas propias de un país— estuvo dominada por la Unión Soviética, Japón y España. Pero estas flotas se redujeron a principios de la década de 1990, a medida que las normativas laborales y medioambientales se fueron extendiendo. Sin embargo, desde los años sesenta se han producido grandes avances en la refrigeración, la tecnología por satélite, la eficiencia de los motores y los radares. Los buques ahora pueden permanecer en el mar durante más de dos años sin regresar a tierra. Como resultado, el consumo mundial de productos del mar se ha quintuplicado, según las cifras de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
España, como mayor consumidor de calamar de Europa y cuarto del mundo —así lo señalan los análisis de la consultora Research and Markets—, es un actor importante en el mercado internacional. Pero mientras que el consumo de este cefalópodo ha aumentado progresivamente en España desde los años ochenta, las capturas de su flota han disminuido. Para satisfacer la creciente demanda, el país ha recurrido a la importación de calamares capturados por otros países, principalmente China, según un estudio de una coalición de ONG llamada EU IUU Fishing Coalition.
China lanzó su primera flota de altura en 1985, cuando la empresa estatal China National Fisheries Corporation (CNFC) envió 13 arrastreros a la costa de Guinea-Bisáu. China había estado pescando en sus aguas costeras de forma tan agresiva que, entre la década de 1960 y la de 1990, según estima el profesor de la Universidad de Hong Kong Paul G. Harris en un reciente artículo, la biomasa de marisco se redujo en un 90%. Zhang Yanxi, director general de la CNFC, sostenía en un ensayo, ya en 1995, que unirse a “las filas de las potencias pesqueras de alta mar del mundo” haría rica a China, crearía puestos de trabajo y salvaguardaría sus derechos marítimos. La empresa organizó para su lanzamiento una ceremonia de estilo militar, con más de 1.000 asistentes, entre ellos miembros de la élite del Partido Comunista. Un vídeo promocional describía a la tripulación como “223 valientes pioneros surcando las olas”.
Desde entonces, China ha invertido mucho dinero en su flota. En 2020, el país capturaba más de 2.200 millones de kilos de marisco al año, la mayor parte de ellos de calamar, según nuestras estimaciones a partir de varias fuentes. El marisco se ha convertido en uno de los productos alimenticios más comercializados a escala mundial, y la industria china, valorada en más de 35.000 millones de dólares, representa una quinta parte de este comercio. El Estado chino posee la mayor parte de toda esa industria —incluido el 20% de sus barcos de pesca de calamares, conocidos como poteras— y supervisa al resto a través de la Asociación de Pesca de Ultramar. El sector ha ayudado a crear 15 millones de empleos; el país consume más de un tercio del pescado mundial.
La flota china también ha ayudado al país a ampliar su influencia internacional. China ha construido decenas de puertos en el marco de lo que en español se conoce como la Iniciativa de la Franja y la Ruta, un programa que la ha convertido en el mayor financiador del desarrollo de infraestructuras en Latinoamérica, África y el sur de Asia, según el laboratorio de ideas neoyorquino Council on Foreign Relations y el Banco Mundial. Varios analistas aseguran que estos puertos les permiten evadir el pago de impuestos y evitar inspectores entrometidos. Y las inversiones también ayudan a China a comprar influencia. En 2007, prestó a Sri Lanka más de 1.000 millones de dólares para financiar la construcción de un puerto y un aeropuerto (realizados por una empresa estatal china). A Sri Lanka se le aseguró que con los proyectos conseguiría suficiente dinero para devolver el préstamo, pero, en 2017, el país tuvo que dejar de pagar su deuda y se vio obligado a llegar a un acuerdo por el que se concedía a China el control del puerto y de una amplia zona adyacente durante 99 años.
China también presiona sobre aguas en disputa. “Cree probablemente que, con el tiempo, la presencia de su flota de altura se acabará convirtiendo en un cierto grado de control soberano sobre esas aguas”, asegura Ralby. Algunos de sus barcos están disfrazados de pesqueros, pero en realidad forman parte de lo que los expertos llaman una “milicia marítima”. Según una investigación de la ONG con sede en Washington Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS, en sus siglas en inglés), el Gobierno chino paga a los propietarios de algunos de estos barcos 4.500 dólares al día para permanecer en zonas en disputa durante la mayor parte del año. Los datos de satélite muestran que, el año pasado, varias docenas de poteros chinos pescaron ilegalmente en aguas taiwanesas y que China mantiene actualmente más de 200 barcos en algunas franjas objeto de disputa en el mar del Sur de China. Estas embarcaciones llevan a cabo lo que un reciente estudio del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos ha denominado “operaciones de zona gris que utilizan la coerción sin llegar a la guerra”. Entre otras funciones, escoltan a buques de prospección de petróleo y de gas y entregan suministros.
A veces, esta flota exhibe el poder de China bloqueando a los buques de otros países. En diciembre de 2018, el Gobierno filipino anunció su intención de reparar una pista de aterrizaje y construir un muelle de reabastecimiento en la isla de Thitu, un pedazo de tierra que se disputan Filipinas y China. Más de 90 barcos chinos se congregaron a lo largo de la costa, obligando a retrasar los trabajos. En 2019, un pesquero chino embistió y hundió un barco filipino anclado en Reed Bank, una disputada región del mar del Sur de China rica en reservas de petróleo (el Gobierno chino ha declinado hacer comentarios al respecto, pero Mao Ning, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, ha defendido en el pasado el derecho de su Gobierno a “salvaguardar la soberanía territorial y el orden marítimo de China”). Greg Poling, investigador principal del CSIS, señala que apropiarse de aguas como las del mar del Sur de China forma parte del mismo proyecto para hacerse con el control de Taiwán. “El objetivo es recuperar con estos barcos pesqueros el territorio perdido y restaurar la antigua gloria de China”, afirma.
Marineros atrapados en alta mar entre montañas de calamares
La flota china de altura es opaca. El país hace pública poca información sobre sus buques, y muchos permanecen en el mar durante más de un año seguido, lo que dificulta su inspección. He pasado los últimos cuatro años, junto con un equipo de investigadores de The Outlaw Ocean Project, visitando sus barcos en los principales caladeros: cerca de las islas Galápagos; de las islas Malvinas; frente a la costa de Gambia; y en el mar de Japón, cerca de Corea. Cuando me lo permitían, subía a bordo de las embarcaciones para hablar con la tripulación, o anclábamos a su lado para entrevistar a los oficiales por radio. En muchas ocasiones, los barcos chinos se asustaban, recogían sus aparejos y huían del lugar. En esos casos, me acercaba todo lo que podía en una lancha para lanzar a bordo botellas de plástico que contenían: un poco de arroz para que pesaran, un bolígrafo, cigarrillos, caramelos y algunas preguntas escritas en un papel. En varias ocasiones, los marineros escribían rápidamente sus respuestas, a menudo con los números de teléfono de sus familias, y luego devolvían las botellas al agua. Este trabajo de investigación ha incluido entrevistas con dos docenas de marineros, así como con familiares.
China alimenta su flota con más de 7.000 millones de dólares anuales en subvenciones, según una investigación de 2018 publicada en la revista Marine Policy, y además le da apoyo logístico, de seguridad y de inteligencia. Por ejemplo, envía a los buques información actualizada sobre el tamaño y la ubicación de las principales colonias de calamares del mundo, lo que les permite trabajar de forma coordinada. En 2022, observé cómo un grupo de unos 260 barcos que pescaban al oeste de las islas Galápagos, de repente, levó anclas y, casi simultáneamente, se desplazó un centenar de millas hacia el sureste. Ted Schmitt, director de Skylight, un grupo de vigilancia marítima, asegura: “Los pesqueros de la mayoría de los demás países trabajan por su cuenta”. En julio de 2022, anclamos junto al Zhe Pu Yuan 98, un potero que hace las veces de hospital flotante para atender a los enfermos sin necesidad de llevarlos a tierra. “Cuando los trabajadores enferman, vienen a nuestro barco”, explicó el capitán por radio. La embarcación cuenta normalmente con un médico, un quirófano, una máquina especial para los análisis de sangre y equipos para poder consultar por videoconferencia a especialistas en China. Su predecesor había tratado a más de 300 personas en los cinco años anteriores.
En febrero de 2022, durante una travesía por aguas cerca de las islas Malvinas con Sea Shepherd, un grupo de conservación de los océanos, logré subir a bordo de un potero chino. El capitán nos dio a mí y a un par de miembros de mi equipo permiso para movernos libremente por la embarcación, con la condición de que no publicara el nombre del pesquero. Él se quedó en el puente de mando, pero otro oficial me seguía a todas partes. El ambiente a bordo era el de un purgatorio acuoso. La tripulación estaba compuesta por 31 hombres de dientes amarillentos por fumar un cigarrillo tras otro, la piel cetrina, las manos rasposas y rajadas por las artes afiladas y la humedad perpetua. La escena me trajo a la mente al filósofo escita Anacarsis, que dividía a las personas en tres categorías: los vivos, los muertos y los que están en el mar.
Cuando un calamar se enganchaba a un sedal, la bobina lo volcaba automáticamente sobre una repisa metálica. Acto seguido, los marineros lo arrojaban a unas canastas de plástico para clasificarlo. A menudo, las canastas rebosaban y en el suelo se formaban montañas de calamares que llegaban hasta las rodillas. En sus últimos momentos, los calamares se volvían translúcidos y perdían el tinte rojo pálido de su piel; a veces siseaban o tosían. El hedor y las manchas de los calamares son prácticamente imposibles de eliminar de la ropa. A veces, la tripulación ata las prendas sucias a una cuerda de seis metros de largo y la arrastran durante horas bajo el agua detrás del barco. Bajo cubierta, los marineros pesaban, clasificaban y empaquetaban los calamares para congelarlos. Preparaban el cebo troceando calamares, separando las lenguas del interior de los picos. En la cocina, el cocinero me contó que en el barco no había frutas ni verduras frescas y me preguntó si podíamos darles algunas de nuestro barco.
Hablamos con dos marineros chinos que llevaban chalecos salvavidas de color naranja chillón. Ninguno quería que usara su nombre, por miedo a las represalias. Uno tenía 28 años, y el otro, 18. Era su primera vez en el mar y habían firmado un contrato de dos años. Ganaban unos 10.000 dólares anuales, pero si faltaban un día al trabajo por enfermedad o lesión, les descontaban tres días de paga. El marinero de más edad contó que una vez vio cómo un pesado aparejo hirió el brazo de un compañero. En un momento dado, llamaron al oficial que nos acompañaba, y se alejó de nosotros. Entonces, uno de los marineros dijo que estaban retenidos allí contra su voluntad. “Es imposible ser feliz”, confesó. “No queremos estar aquí, pero nos obligan a quedarnos”. Calculaba que el 80% de los demás hombres también se irían si se lo permitieran. “Estamos aislados del mundo y lejos de la vida moderna”.
El marinero más joven, que parecía nervioso, nos hizo señas para que le siguiéramos hasta un pasillo. “Nos han quitado los pasaportes”, me dijo. “Se niegan a devolvérnoslos”. Empezó entonces a teclear en su móvil: “No puedo revelar demasiado ahora mismo, porque todavía tengo que trabajar en el barco y, si doy demasiada información, podría crear problemas a bordo”. Me dio un número de teléfono de su familia y me pidió que me pusiera en contacto con ellos. “¿Puede llevarnos a la Embajada en Argentina?”, preguntó. En ese momento, mi custodio dobló la esquina y el marinero se alejó rápidamente. Minutos después, nos obligaron a abandonar el barco.
Cuando regresé a tierra, me puse en contacto con la familia del marinero. “Me parte el corazón”, me decía su hermana mayor, profesora de Matemáticas en Fujian, en el sureste de China, tras conocer la petición de ayuda de su hermano. La familia le había rogado que no se hiciera a la mar, pero a él le atraía la idea de conocer otros países. Ella no sabía que lo tenían cautivo y se sentía incapaz de remediar la situación. “Es demasiado joven”, se lamentaba. “Y ahora no podemos hacer nada porque está muy lejos”.
Asesinatos a cámara lenta
En abril de 2020, el Zhen Fa 7 viajó a un enclave situado entre las islas Galápagos y el territorio continental de Ecuador. Aritonang iba acostumbrándose poco a poco a su nueva vida. El capitán descubrió que tenía experiencia con la mecánica y lo trasladó a la sala de máquinas, donde el trabajo era un poco menos agotador. Para comer, el cocinero preparaba ollas de arroz salteado con trozos de pescado. Los indonesios recibían además dos paquetes de fideos instantáneos al día. Si querían cualquier otro tipo de comida, café, alcohol o cigarrillos, su precio se les descontaba del sueldo. Algunas fotos colgadas en Facebook por la tripulación muestran a los marineros posando con sus capturas y tomando cervezas para celebrarlo.
Uno de los amigos de Aritonang a bordo era Heri Kusmanto. “Cuando subimos al barco en las primeras semanas, Heri era una persona muy alegre”, cuenta Mejawati. “Charlaba, cantaba y bromeaba con todos”. El trabajo de Kusmanto consistía en llevar canastas de calamares de 50 kilos a la bodega refrigerada. A veces cometía errores que le costaron más de una paliza. “No se atrevía a defenderse”, relata otro de los marineros, llamado Fikran. “Se limitaba a quedarse callado y quieto”. El cocinero del barco pegaba a menudo a Kusmanto, así que este lo evitaba y comía arroz blanco en la cocina cuando el hombre no estaba. En febrero, Kusmanto empezó a enfermar. Perdió el apetito y dejó de hablar; se comunicaba principalmente por gestos. “Era como un niño pequeño”, recuerda Mejawati. Luego se le hincharon las piernas y los pies, y le empezaron a doler.
Kusmanto tenía los síntomas de una enfermedad llamada beriberi, causada por una deficiencia de vitamina B1, también conocida como tiamina. Su nombre se deriva de una palabra cingalesa, beri, que significa “débil” o “no puedo”. Una dieta compuesta principalmente de arroz blanco, fideos instantáneos o harina de trigo, fuentes pobres de B1, puede causarla. Los síntomas incluyen hormigueo, ardor, entumecimiento, dificultad para respirar, letargo, dolor en el pecho, mareos, confusión e hinchazón severa por retención de líquidos, que deja a las víctimas con dificultades para caminar. Al igual que el escorbuto, la enfermedad era común entre los marineros del siglo XIX. También se ha documentado en prisiones, asilos y campos de inmigrantes. Si no se trata, el beriberi puede desembocar en la muerte.
[El siguiente mapa reproduce la segunda parte del viaje de Daniel Aritonang a bordo del Zhen Fa 7]
La enfermedad aparece ahora con frecuencia en los navíos chinos, en parte porque los buques permanecen mucho en el mar gracias, entre otras cosas, al “transbordo en alta mar”, que permite a los barcos descargar sus capturas en buques frigoríficos en medio del océano. Los pesqueros chinos suelen hacer acopio de arroz y fideos instantáneos para las largas travesías porque son baratos y tardan en estropearse. Pero el cuerpo necesita más B1 cuando se consumen carbohidratos en grandes cantidades y durante periodos de esfuerzo intenso. Los cocineros de los barcos también suelen mezclar arroz o fideos con pescado crudo o fermentado, y complementan las comidas con café y té, todos ellos alimentos ricos en una enzima llamada tiaminasa, que destruye la vitamina B1, exacerbando el problema.
Al ser evitable, de acción lenta y fácil de revertir, la aparición del beriberi suele ser un indicador de privación y cautiverio. Algunos países (aunque China no es uno de ellos) obligan a los responsables de los barcos a complementar el arroz y la harina con B1. La enfermedad también puede tratarse con píldoras de vitaminas y, si la B1 se administra por vía intravenosa, los pacientes suelen recuperarse en 24 horas. Pero pocos barcos chinos llevan suplementos de B1. Además, los capitanes suelen negarse a llevar a la costa a los tripulantes enfermos porque supone una pérdida de tiempo y un aumento de los costes. Y el oleaje puede hacer que a los grandes barcos les resulte peligroso acercarse a ellos lo suficiente para trasladar a los miembros de la tripulación. Mi equipo y yo descubrimos dos docenas de casos de trabajadores de buques chinos que sufrieron síntomas asociados al beriberi entre 2013 y 2021; al menos 15 de ellos murieron. El patólogo forense Victor Weedn opina que permitir que los trabajadores mueran de beriberi constituye una negligencia criminal. “Un asesinato a cámara lenta sigue siendo un asesinato”, asegura.
El contrato que normalmente usaba la agencia que empleó a Kusmanto incluía duras sanciones económicas para él y su familia si renunciaba al trabajo prematuramente, y permitía a la empresa quedarse con sus documentos de identidad, incluido su pasaporte, durante el proceso de contratación, y no devolvérselos si se negaban a pagar la multa por abandonar el puesto antes de tiempo, una cláusula que viola las leyes de EE UU e Indonesia contra la trata ilegal. A pesar de ello, cuando Kusmanto vio que su estado empeoraba, preguntó al capitán si podía irse a casa. Este se negó (Rongcheng Wangdao ha declinado hacer comentarios para este reportaje. Un portavoz de la agencia de contratación culpa al propio Kusmanto de su enfermedad: “Cuando estaba en el barco, no quería ducharse, no quería comer y únicamente comía fideos instantáneos”, sostiene).
ARTÍCULO 1 (DURACIÓN DEL CONTRATO)
1. El período de empleo del marinero será de 12 MESES, aunque ese periodo puede suspenderse cuando el barco esté navegando o no haya llegado a alguno de los puertos usuales de repatriación que sean convenientes para el contratador, en cuyo caso este contrato será ampliado automáticamente hasta que el barco llegue a un puerto adecucado, y puede ampliarse o acortarse por consideración del contratador, el agente y la tripulación.
2. El antedicho marinero es contratado como (marinero de cubierta) en el FV. WEI YU 18_DWT:_.MT Bandera: _CHINA_ o cualquier otra embarcación dirigida por la compañía antes señalada.
3. El mandante podrá trasaladar al marinero a cualquier otro barco durante el periodo de vigencia de este contrato, si así lo requieren las operaciones.
También es posible que el barco estuviera por entonces pescando ilegalmente, lo que pudo complicar más la situación de Kusmanto. Durante ese periodo, según un informe secreto inédito del Gobierno estadounidense, el Zhen Fa 7 mantuvo su transpondedor de radar (el aparato que localiza a los barcos) apagado durante 15 días, lo que constituye una violación incluso de la legislación china. En general, lo hacían cuando se encontraba cerca de aguas ecuatorianas y peruanas; los capitanes suelen apagar los localizadores para pescar en aguas de otros países, como estas en Ecuador, donde los barcos chinos tienen normalmente prohibido faenar. “Si no se les pilla en el acto, esto es lo más cerca que se puede estar de una prueba firme”, declara Michael J. Fitzpatrick, embajador de Estados Unidos en Ecuador (Rongcheng Wangdao tiene antecedentes de pesca en aguas prohibidas; una de las embarcaciones hermanas del Zhen Fa 7 fue multada por entrar ilegalmente en aguas peruanas en 2020, y otra fue encontrada pescando ilegalmente frente a las costas de Corea del Norte). Transferir a Kusmanto a otro barco habría exigido revelar la ubicación del Zhen Fa 7, lo que podría haber resultado incriminatorio.
A principios de agosto, Kusmanto se sentía desorientado y era incapaz de levantarse de la cama. Aritonang y otros marineros exigieron que recibiera atención médica. Finalmente, el capitán dio su brazo a torcer y lo trasladó a otro barco, que lo llevó a puerto en Lima. El personal de la Embajada indonesia lo trasladó rápidamente al hospital. “Por suerte, no era demasiado tarde para que recibiera tratamiento”, explica Rangga Yudha Nagara, funcionario de la Embajada. Cuando se recuperó, le llevaron en avión de vuelta a casa (no hemos podido contactar con Kusmanto). Mientras tanto, el resto de los miembros de la tripulación, que llevaban ya un año en el mar, se sentían cada vez más aislados. “Nos dijeron que navegaríamos durante ocho meses y que luego desembarcaríamos”, relata Anhar. “El hecho es que nunca desembarcamos en ningún sitio”.
Por encima de las leyes y el medio ambiente
Según la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, China es el mayor proveedor de pesca ilegal del planeta. Operar en alta mar resulta caro y la presencia policial es prácticamente inexistente, lo que fomenta el recorte de gastos para obtener una ventaja competitiva.
La pesca agresiva tiene también un coste medioambiental. Un tercio de las reservas mundiales están sobreexplotadas y numerosas especies están al borde de la extinción. Las poblaciones de calamar, antaño robustas, han disminuido drásticamente. Más de 30 países, incluido China, han prohibido la práctica de cercenar las aletas de los tiburones, pero sigue ocurriendo. Los buques chinos capturan a veces tiburones martillo, tiburones oceánicos de puntas blancas y tintoreras, ya que sus aletas se utilizan para la sopa de aleta de tiburón. En 2017, las autoridades ecuatorianas descubrieron al menos 6.000 tiburones capturados ilegalmente a bordo de un solo barco frigorífico. Los pesqueros que capturan totoabas, un pez grande cuya vejiga natatoria es muy apreciada en la medicina china, utilizan redes que por el camino enredan y ahogan las vaquitas marinas, unos pequeños cetáceos que solo viven en el mar de California, en México. Como resultado, los científicos estiman que apenas sobreviven hoy una decena de vaquitas. China posee la mayor flota del mundo de arrastreros, barcos que deslizan sus redes por el fondo marino, demoliendo a su paso los arrecifes de coral. Los sedimentos marinos almacenan grandes cantidades de carbono y, según un estudio reciente publicado en la revista Nature, los arrastreros de fondo liberan ahora la misma cantidad de dióxido de carbono que toda la industria aeronáutica.
La pesca ilegal por parte de la flota china, además, roba los recursos de los países más pobres. La Coalición por la Transparencia Financiera (FTC, en sus siglas en inglés) calcula que estas prácticas han costado a la región de África Occidental, frente a cuyas costas China mantiene una flota de centenares de barcos, más de 9.000 millones de dólares en ingresos perdidos al año.
La flota potera china en aguas norcoreanas constituye la mayor concentración de barcos de pesca ilegal del mundo, según la organización sin ánimo de lucro Global Fishing Watch. En 2017, en respuesta a las pruebas nucleares y de misiles balísticos de Corea del Norte, Naciones Unidas, con el aparente respaldo de China, impuso sanciones destinadas a privar de divisas al Gobierno de Kim Jong-un, entre ellas, la prohibición de vender derechos de pesca, que suponen una importante fuente de ingresos. Pero según la ONU, Pyongyang ha seguido obteniendo divisas —120 millones de dólares solo en 2018— mediante la concesión ilícita de derechos, principalmente a pescadores chinos. Un anuncio en la web Zhihu (una comunidad virtual muy popular en China) ofrece licencias expedidas por el Ejército norcoreano para pescar “sin riesgo y con alto rendimiento”, sin límite de capturas: “Esperamos una cooperación beneficiosa para todos”. China parece incapaz o poco dispuesta a aplicar sanciones a su aliado histórico.
Los barcos chinos, según Global Fishing Watch, han contribuido a reducir en un 70% la población de calamares de la región desde 2003. Los pescadores locales, que suelen faenar en pequeñas embarcaciones, no han podido competir con ellos. “Estamos arruinados”, se lamenta Haesoo Kim, líder de una asociación de pescadores de la isla surcoreana de Ulleungdo. Los capitanes de los pesqueros norcoreanos se han visto obligados a alejarse más de la costa, donde muchos se ven atrapados en tormentas o se quedan atascados por averías del motor, llegando incluso a morir de hambre, congelados o ahogados. Aproximadamente un centenar de barcos de pesca norcoreanos llegan a las costas japonesas cada año, algunos de ellos con cadáveres de pescadores a bordo. Los pesqueros chinos que faenan en estas aguas son conocidos por arremeter contra los buques patrulla. En 2016, unos pescadores chinos embistieron y hundieron una patrullera surcoreana en el mar Amarillo. Poco después, los guardacostas surcoreanos abrieron fuego contra dos docenas de embarcaciones chinas que habían amenazado con embestir a sus buques.
En 2019, viajé a bordo de un potero surcoreano hasta la frontera marítima entre las dos Coreas. No tardamos en encontrar un convoy de poteros chinos que se dirigían a aguas norcoreanas. Nos situamos a su lado y lanzamos un dron para captar sus números de identificación. Uno de los buques chinos hizo sonar la sirena y encendió las luces, señales de advertencia en jerga marítima. Como estábamos en aguas surcoreanas y a una distancia legal, mantuvimos el rumbo. Entonces, el barco chino efectuó un viraje brusco en dirección a nosotros, en trayectoria de colisión. Nuestro capitán fue el primero en recular, rolando cuando el buque chino estaba a solo 10 metros de distancia para evitar un choque.
Cuando pregunté al Ministerio de Asuntos Exteriores chino, un portavoz contestó: “China ha aplicado sistemática y concienzudamente las resoluciones del Consejo de Seguridad relativas a Corea del Norte”. Y aseguró que el país ha “castigado sistemáticamente” la pesca ilegal. Pero también señaló que China ni admite ni niega que envíe barcos a aguas norcoreanas. En 2020, Global Fishing Watch reveló, utilizando datos por satélite, que centenares de poteros chinos pescan habitualmente en Corea del Norte. Desde entonces, China ha reducido en dos tercios su flota ilegal. Aun así, sus horas trabajadas han aumentado y el tamaño de sus capturas no ha hecho más que crecer.
La muerte de Daniel
El día de Año Nuevo de 2021, el Zhen Fa 7 dobló la punta de Sudamérica y se detuvo en aguas chilenas, lo bastante cerca de la costa como para hacer una llamada telefónica. Aritonang se dirigió al puente de mando y, a base de gestos y chapurreando en inglés, preguntó a uno de los oficiales si podía utilizar el teléfono. El oficial le indicó que le costaría dinero, frotándose los dedos índice y pulgar. Aritonang corrió bajo cubierta, vendió algunos de sus cigarrillos y snacks a otros marineros y volvió con el equivalente a unos 15 dólares, con los que pagó cinco minutos. Llamó a casa y su madre respondió al teléfono, emocionada al oír su voz. Le contó que llegaría en julio y le pidió que le dejara hablar con su padre. “Está descansando”, le contestó. En realidad, había muerto unos días antes de un ataque al corazón, pero la madre de Aritonang no quería disgustarle mientras estaba en el mar. Más tarde, contó a su pastor que esperaba con impaciencia el regreso de su hijo. “Quiere construirnos una casa”, le dijo.
Poco después, el barco fondeó en el Agujero Azul, una zona donde las continuas disputas territoriales entre el Reino Unido y Argentina facilitan que los barcos chinos entren en aguas prohibidas o capturen cantidades insostenibles de peces. Aritonang empezó a sentir morriña, no salía de su habitación y comía principalmente fideos instantáneos. “Parecía triste y cansado”, cuenta Fikran. En enero enfermó de lo que parecía ser beriberi. El blanco de los ojos se le puso amarillo, se le hincharon las piernas y perdió la capacidad de andar. “Daniel estaba muy mal”, cuenta Anhar. El capitán se negó a darle atención médica. “Seguía habiendo muchos calamares”, prosigue Anhar. “Estábamos en medio de una operación”. En febrero, la tripulación descargó las capturas en un barco frigorífico que las transportó a isla Mauricio. Pero, por razones que siguen sin estar claras, el capitán se negó de nuevo a enviar a tierra a Aritonang.
Al cabo de cinco días, Aritonang ya no podía sostenerse en pie. Gemía de dolor y solo estaba consciente a ratos. Los marineros indonesios se dirigieron de nuevo al puente e increparon al capitán, amenazándole con ir a la huelga si no conseguía ayuda médica para Aritonang. “Todos nos enfrentamos al capitán”, recuerda Anhar. Finalmente, el 2 de marzo, accedió a trasladar a Aritonang a un petrolero chino llamado Marlin, que aceptó llevarlo a Montevideo, en Uruguay. Una vez allí, lo trasladaron en una lancha hasta el puerto, lo abandonaron allí y emprendieron la vuelta. Un agente portuario que trabajaba para los barcos chinos llamó al hospital. Cuando llegó la ambulancia, los sanitarios encontraron a Aritonang tendido en el muelle, solo.
[El siguiente mapa reproduce la tercera parte del viaje de Daniel Aritonang a bordo del Zhen Fa 7]
La empresa pesquera llamó a Jesica Reyes, una de las pocas intérpretes de bahasa en Montevideo, para que acudiera a la sala de urgencias y los ayudara a comunicarse con Aritonang. Reyes, de 35 años, aprendió bahasa por su cuenta mientras trabajaba en un cibercafé muy popular entre las tripulaciones indonesias; la llamaban Mbak, que significa “señorita” o “hermana mayor”. Entre 2013 y 2021, los barcos que llegaban a Montevideo, la mayoría de ellos chinos, han desembarcado una media de un cadáver cada mes y medio, según los datos de las autoridades portuarias uruguayas. No hace mucho, durante una cena en Montevideo, Reyes me habló de los centenares de marineros en apuros a los que ha atendido. Me contó que uno de ellos murió de una infección dental porque un capitán se negó a llevarlo a tierra. Y cómo los operadores de un barco se negaron a trasladar a otro a un hospital, dejándolo en la habitación de un hotel hasta que se murió. “En estos trabajos, se supone que no puedo hacer preguntas, como: ¿por qué no lo llevan a un médico de verdad?”.
Cuando Reyes recibió la llamada sobre Aritonang, le dijeron que tenía “dolor de estómago”. Al llegar al hospital, sin embargo, pudo ver los moretones que tenía alrededor de los ojos y el cuello, y lo que parecían marcas de quemaduras en un lado del torso. El chico le susurró que le habían golpeado y atado por el cuello (otros marineros me dijeron más tarde que no habían visto que le golpearan y que no estaban seguros de cuándo había sufrido esas lesiones). Reyes llamó a la compañía pesquera y les espetó: “Si dicen que esto es un dolor de estómago, es que no están mirando a este joven. ¡Está hecho polvo!”. Muy alarmada por su estado, la intérprete le sacó fotos hasta que los médicos le pidieron que parara.
En la sala de urgencias, los doctores le administraron líquidos por vía intravenosa. Aritonang, llorando y temblando, preguntó a Reyes: “Por favor, ¿dónde están mis amigos?”. Y le susurró: “Estoy asustado”. Tres horas después, los médicos encontraron a Reyes en el pasillo y le dijeron que Aritonang había muerto. “Más que nada, estaba indignada”, recuerda la intérprete. Los marineros estaban furiosos. “Ojalá que el capitán y todos los supervisores sean capturados, acusados y encarcelados, si es posible”, dice Mejawati. Anhar no se enteró de la muerte de Aritonang hasta que desembarcó del Zhen Fa 7 en Singapur aquel mes de mayo. “Estábamos destrozados”, señala. Cuando hablé con él, todavía llevaba una maleta llena de ropa de Aritonang que había prometido llevar a casa.
El oficio más letal
La pesca es el oficio que más muertes provoca del mundo —al año mueren 100.000 trabajadores, según un estudio de la FISH Safety Foundation y la consultora Pew—, pero los barcos chinos están entre los más atroces. Los reclutadores suelen abordar a los desesperados, ya sea en los países más pobres o en las regiones del interior de China. “Si tienes deudas, tu familia te ha rechazado, no quieres que te menosprecien, ¿por qué no apagas tu teléfono y te alejas de tierra firme?”, pude leer en un anuncio publicado en internet este año. Distintos documentos judiciales e investigaciones publicadas en medios chinos han puesto de manifiesto cómo algunos son atraídos con promesas de contratos lucrativos, pero luego descubren que tienen que pagar una serie de cuotas, que ascienden al salario de varios meses, para cubrir gastos como viajes, formación laboral, seguros, ropa de cama, certificados de tripulantes, comida y ropa de protección. Frecuentemente, los trabajadores tienen que pedir préstamos de las agencias de contratación, lo que crea una especie de servidumbre por deudas. A menudo, los contratos incluyen penalizaciones por abandonar el trabajo; muchas empresas también exigen a los trabajadores que entreguen sus pasaportes, lo que los atrapa aún más. Incluso aquellos que están dispuestos a sufrir sanciones a veces se quedan, en la práctica, cautivos en unos barcos que no regresan a tierra.
En 2021, la Fundación Environmental Justice, un grupo de defensa de los derechos humanos, entrevistó a más de 100 tripulantes indonesios y descubrió que casi el 97% había sido sometido a alguna forma de servidumbre por deudas o le habían confiscado la documentación. A veces, los trabajadores sometidos a estas condiciones se las arreglan para alertar a las autoridades. En 2014, algunos de los 28 trabajadores africanos que desembarcaron en Montevideo del potero chino Jia De 1 denunciaron que habían sufrido golpes a bordo y mostraron marcas de grilletes en los tobillos. Quince de ellos tuvieron que ser hospitalizados. En 2020, varios marineros llamaron a un teléfono de asistencia para quejarse por las fuertes palizas que habían recibido en el mar e informar de la presencia de un cadáver en uno de los congeladores del barco. Una autopsia posterior reveló que el cadáver presentaba contusiones, cicatrices y una lesión medular. Las autoridades indonesias acusaron y condenaron a varios ejecutivos de agencias de contratación a más de un año de prisión por tráfico ilegal de mano de obra.
Dentro de China, estos abusos laborales son un secreto a voces. El diario inusualmente detallado de un marinero chino nos permite atisbar este mundo. En mayo de 2013, pagó una cuota de unos 200 dólares a una agencia de contratación que lo envió a un barco llamado Jin Han Yu 4879. A la tripulación se le dijo que sus primeros 10 días a bordo serían de prueba y que si querían abandonar el buque podían hacerlo, pero el barco permaneció en alta mar durante 102 días. “Eres un esclavo y tienes que trabajar en cualquier momento y en cualquier lugar”, escribió el marinero en su diario. Los oficiales comían carne, pero a los marineros solo les daban huesos. “Cuando suena la campana, tienes que levantarte, ya sea de día, de noche o de madrugada, sin importar lo mucho que azote el viento o lo intensa que sea la lluvia, no hay domingos ni festivos”.
También se han documentado casos de trabajo forzado en barcos estadounidenses, surcoreanos y tailandeses. Pero la flota china es la responsable de los peores abusos y ha hecho muy poco por atajarlos. Entre 2018 y 2022, al menos nueve empresas chinas recibieron colectivamente más de 17 millones de dólares en subvenciones del Gobierno, a pesar de que más de medio centenar de sus barcos habían incurrido en delitos de pesca o registraron muertes o lesiones de tripulantes a bordo, algunos de los cuales se produjeron casi con toda seguridad por falta de condiciones de seguridad en el trabajo (el Gobierno chino ha declinado hacer comentarios sobre este asunto, pero Wang Wenbin, portavoz del Ministerio de Exteriores, aseguró recientemente que su flota trabaja “de acuerdo con todas las leyes y regulaciones” y acusó a Estados Unidos de politizar “cuestiones relacionadas con la pesca en nombre de la protección ambiental y los derechos humanos”).
China ha llevado a cabo recientemente una serie de reformas, aunque parecen destinadas a acallar las críticas más que a exigir responsabilidades a las empresas. En 2017, tras una pelea a navajazos entre un marinero filipino y otro chino que acabó con un muerto, el Gobierno chino abrió una delegación del Partido Comunista en Chimbote, Perú —la primera creada específicamente para trabajadores del sector pesquero—, con la intención declarada de servir de “sostén espiritual”. Los departamentos de policía de las ciudades portuarias chinas han empezado a utilizar satélites para vigilar los barcos a tiempo real. En 2020, cuando los tripulantes de un pesquero que faenaba cerca de Perú se declararon en huelga, la empresa se puso en contacto con la policía, que les explicó a los trabajadores que podían desembarcar en Perú y coger un avión para regresar a China, pero tendrían que pagar los billetes. “¿No sería como salir perdiendo dejarlo ahora?”, les dijeron. Los hombres volvieron al trabajo.
Trabajo forzado en el mar y en la tierra
Mientras me documentaba sobre estos barcos, afloraban historias de violencia y cautiverio incluso cuando no las buscaba. Este año, me enviaron un vídeo de 2020 en el que varios tripulantes filipinos a bordo de un potero chino aseguraban que tenían síntomas asociados al beriberi, pero les impedían abandonar el barco. “Por favor, rescátennos”, decía uno de ellos. “Estamos enfermos. El capitán se niega a enviarnos al hospital”. Tres de los marineros murieron ese verano; dos de los cadáveres se metieron en el congelador y el otro fue arrojado por la borda. En un viaje a Yakarta, Indonesia, en 2020, media docena de jóvenes me contaron que un año antes un marinero llamado Fadhil murió en su barco porque los oficiales se negaron a llevarlo a la costa. “Suplicó volver a casa, pero no se lo permitieron”, señala Ramadhan Sugandhi, uno de sus compañeros (la agencia de colocación que contrató a Fadhil para ese trabajo, PT. Shafar Abadi Indonesia, no ha respondido a las solicitudes de comentarios). En junio pasado, una botella llegó a la costa cerca de Maldonado, Uruguay, con lo que parecía el mensaje de un angustiado marinero chino. “Hola, soy miembro de la tripulación del barco Lu Qing Yuan Yu 765 y la empresa me ha encerrado”, decía. “Cuando vea este documento, ¡ayúdeme a llamar a la policía! SOS. SOS” (el propietario del barco, Qingdao Songhai Fishery, asegura que esas afirmaciones son inventos de algunos miembros de la tripulación).
Reyes, la traductora de bahasa de Montevideo, me puso en contacto con Rafly Maulana Sadad, un marinero que se cayó por unas escaleras y se partió la espalda mientras trabajaba en el Lu Rong Yuan Yu 978. Inmediatamente después de la caída, volvió al trabajo y se puso a tirar de las redes; perdió el conocimiento y se despertó en la cama. El capitán se negó a llevarlo a tierra; y pasó los cinco meses siguientes en el barco, por lo que su estado empeoró. Los amigos de Sadad le ayudaban a comer y a bañarse, pero se sentía desorientado y a menudo yacía en un charco de su propia orina. “Tenía dificultad para hablar”, me explicó Sadad hace poco. “Me sentía como si hubiera tenido un derrame cerebral o algo así. La verdad es que no entendía nada”. En agosto de 2021, el capitán dejó a Sadad en Montevideo, donde pasó 10 días en el hospital, antes de ser trasladado en avión a casa (las peticiones de comentarios a Rongcheng Rongyuan, la empresa propietaria del barco de Sadad, y a PT. Abadi Mandiri International, su agencia de contratación, no obtuvieron respuesta). Sadad habló conmigo desde Indonesia, donde sigue postrado en cama. “Fue una experiencia vital muy amarga”, confiesa.
Al igual que los barcos que las abastecen, las plantas de procesamiento chinas también están bajo sospecha por el uso de trabajo forzado. Durante los últimos 30 años, el Gobierno norcoreano ha obligado a sus ciudadanos a trabajar en fábricas de Rusia y China, y a depositar el 90% de sus ingresos —que ascienden a cientos de millones de dólares— en cuentas controladas por el Gobierno, según el Centro de Estudios Avanzados de Defensa (C4ADS). A menudo se obliga a los trabajadores a vivir en condiciones insalubres, en viviendas aisladas, y se les prohíbe comunicarse con otras personas. Las sanciones de Naciones Unidas prohíben estas prácticas, sin embargo, según las estimaciones del Gobierno chino, el año pasado 80.000 trabajadores norcoreanos vivían en una sola ciudad del noroeste de China. Varias investigaciones de Radio Free Asia han descubierto que centenares de ellos están empleados en plantas de procesamiento de marisco. El Gobierno chino ha eliminado de internet en el país las menciones a obreros trasladados desde Corea del Norte. Pero, utilizando el término de búsqueda “bellezas norcoreanas”, hallamos imágenes en Douyin, la versión china de TikTok, que muestran a mujeres que son descritas como norcoreanas trabajando en plantas de marisco, la mayoría publicadas por compañeros varones encandilados. Uno de los comentarios de un usuario chino destaca que estas mujeres “tienen un fuerte sentido del nacionalismo y de la identidad y son muy disciplinadas”. Otro, sin embargo, asegura que las trabajadoras no tienen más remedio que obedecer órdenes o, de lo contrario, “sus familiares sufrirán”.
A lo largo de la última década, China también ha supervisado la represión de los uigures y otras minorías étnicas en Xinjiang. Ha creado centros de detención masiva y obligado a los detenidos a trabajar en plantaciones de algodón, granjas de tomates y fábricas de polisilicato. Más recientemente, el Gobierno ha trasladado a millones de uigures a industrias de todo el país con el fin de desestabilizar a las comunidades de esta etnia y encontrar mano de obra barata para las grandes explotaciones. Suelen estar vigilados por guardias de seguridad uniformados, viven en dormitorios rodeados de alambre de espino. Buscando en boletines de empresas, informes anuales y noticias en los medios de comunicación estatales, mi equipo y yo calculamos que, en los últimos cinco años, más de 2.000 uigures y otras minorías musulmanas han sido enviados a trabajar en procesamiento de marisco. Algunos son sometidos a la llamada “educación patriótica”; en un artículo de 2021, responsables locales del partido aseguraban que los miembros de grupos minoritarios que trabajaban en una planta de productos del mar eran una “típica gran familia” y estaban profundizando en su “educación de la unidad nacional”. Laura Murphy, catedrática de la Universidad Sheffield Hallam, en el Reino Unido, explica: “Todo esto forma parte del proyecto de borrar la cultura, la identidad, la religión y, desde luego, la política uigur. El objetivo es la transformación completa de toda la comunidad” (el Gobierno chino no contestó a nuestras múltiples peticiones de comentarios sobre el trabajo forzoso de uigures y norcoreanos en la industria procesadora de marisco del país).
En respuesta a la creciente preocupación por el uso de trabajadores uigures en China, la Unión Europea ha propuesto una legislación que prohíba los productos fabricados con mano de obra forzada. La utilización de este tipo de empleados en otras industrias —por ejemplo, en fábricas de paneles solares— ha sido ampliamente documentada en los últimos años. Sin embargo, hemos descubierto que empresas que emplean mano de obra uigur y norcoreana han exportado recientemente centenares de cargamentos de marisco, al menos, a 80 empresas europeas. “Estas revelaciones plantean un problema muy grave para todo el sector del marisco”, señalaba Martina Vandenberg, fundadora y presidenta del Centro de Acción Legal contra la Trata de Personas, con sede en Washington.
China no ve con buenos ojos que se informe sobre esta industria. En 2022 pasé dos semanas a bordo del Modoc, un antiguo barco de la Marina estadounidense que la ONG Earthrace utiliza ahora como patrullero, visitando poteros chinos que faenan frente a las costas de Sudamérica. Mientras navegábamos de regreso a puerto en Galápagos, un buque de la Armada ecuatoriana se detuvo junto a nosotros y un oficial nos informó de que nuestro permiso para volver a entrar en sus aguas había sido revocado. “Deben marcharse inmediatamente”, ordenó el oficial. “Si no dan la vuelta ahora, subiremos a bordo y los arrestaremos”. Nos dijo que navegáramos hacia otro país, pero no teníamos suficiente comida ni agua para la travesía. Tras dos días de negociaciones en el mar, se nos permitió entrar brevemente en el puerto, donde fuimos abordados por oficiales ecuatorianos armados; alegaron que los permisos no se habían tramitado debidamente, y que la embarcación se había desviado ligeramente del rumbo que había sido aprobado al salir de las aguas nacionales. Por lo general, estas infracciones no suelen dar lugar más que a una citación por escrito. Pero, según el embajador Fitzpatrick, el Gobierno chino se había puesto en contacto con varios políticos ecuatorianos para expresar su preocupación por la presencia de lo que describieron como un barco cuasi militar que participa en operaciones encubiertas. Cuando le pregunté a Juan Carlos Holguín, entonces ministro de Asuntos Exteriores ecuatoriano, negó que China hubiera tenido algo que ver. Pero Fitzpatrick me aseguró que Quito anda con pies de plomo cuando se trata de China, en parte por la enorme deuda con el país asiático. “A China no le gusta el Modoc”, añadía. “Pero, sobre todo, no quería más información en los medios de comunicación sobre su flota potera”.
Un acuerdo de paz y una casa renovada
Al día siguiente de la muerte de Aritonang, Reyes presentó una denuncia a la policía y mostró a los agentes sus fotografías. “No parecían muy interesados”, recuerda. Un día después, el forense local realizó una autopsia. “Se evidencia una situación de maltrato físico”, se afirmaba en el informe. Envié el informe a Weedn, experto patólogo forense, que me explicó que el cuerpo mostraba indicios de violencia y que un beriberi no tratado parecía la causa de la muerte. Nicolas Potrie, que dirige el consulado de Indonesia en Montevideo, recuerda haber recibido una llamada de la fiscal que investigó el caso, Mirta Morales. “Tenemos que seguir intentando averiguar qué pasó. Estas marcas… Todo el mundo las vio”, le dijo la fiscal. (Un representante de Rongcheng Wangdao asegura que la empresa no había hallado pruebas de irregularidades en el barco: “No encontramos nada en relación con sus supuestos incidentes atroces sobre abusos, violaciones, delitos contra el honor, violencia física o salarios retenidos”. Añade que han puesto el asunto en manos de la Asociación de Pesquerías de Ultramar de China. Las preguntas formuladas a esa asociación no han obtenido respuesta).
Potrie insistió para que se siguiera investigando la muerte de Aritonang, pero no parecía que fuera a haber ninguna averiguación. La fiscal Morales se negó a decirme si las pesquisas habían concluido. En marzo de 2022, visité en su oficina de Montevideo a Aldo Braida, presidente de la Cámara de Agentes Pesqueros Extranjeros, que representa a los buques foráneos en Uruguay. Restó importancia a los relatos de maltrato en barcos chinos que atracan en el puerto tachándolos de “bulos”. “Hay muchas mentiras en torno a esto”, afirmó. Si hubiera habido caso de abuso físico a marineros, me aseguraba, los funcionarios uruguayos lo habrían descubierto. Y que, si se mete a unos hombres en espacios reducidos durante muchos meses, añadía, seguro que estallan peleas: “Vivimos en una sociedad violenta”.
Uruguay tiene pocos incentivos para someter a un mayor escrutinio a China, pues el país impulsa negocios muy lucrativos para la región. En 2018, por ejemplo, una empresa china que había adquirido un terreno de 70 acres en Montevideo presentó un proyecto de 200 millones de dólares para construir un “megapuerto” consistente en dos muelles de 800 metros, una zona exenta de impuestos, una nueva fábrica de hielo, un almacén de reparación de barcos y una estación de carga de combustible. El Gobierno uruguayo llevaba años persiguiendo una inversión china como esa. El entonces presidente, Tabaré Vázquez, intentó burlar la Constitución, que exige dos tercios de los votos de la Asamblea General para una obra de este tipo, y construirla por decreto. “Hay tanto dinero sobre la mesa que los políticos empiezan a retorcer la ley para hacerse con él”, comenta Milko Schvartzman, investigador marino afincado en Argentina. Varios millares de personas se manifestaron en las calles para protestar por la propiedad extranjera del puerto, y el plan fue cancelado.
La industria pesquera es muy difícil de controlar. En julio de 2022, en un barco chino cerca de las Galápagos, un marinero nos mostró montones de capturas congeladas en bolsas blancas. Explicó que no ponían los nombres de los barcos en las bolsas porque así podían transferir fácilmente la carga de un barco a otro. En el puente de mando de otro pesquero, un capitán chino me enseñó su cuaderno de bitácora, en el que se supone que se documentan las capturas. Las dos primeras páginas estaban escritas; el resto, en blanco. “Nadie lo hace”, reconoció. Los funcionarios de la empresa en tierra pueden someter la información a ingeniería inversa.
Para documentar las lagunas del sistema, mi equipo rastreó por satélite los buques y observamos cómo transferían sus capturas a barcos frigoríficos. Después seguimos a esos barcos hasta los puertos y, con un grupo de investigadores en China, filmamos sus transbordos a camiones y los seguimos hasta las plantas de procesamiento. Descubrimos que el Zhen Fa 7 reexpidió la mercancía a una empresa que había empleado al menos a 170 trabajadores uigures o de otras minorías trasladados desde Xinjiang. La investigación relacionó al Zhen Fa 7 con al menos tres plantas de procesamiento en China, todas ellas propiedad de un conglomerado llamado Chishan Group, que vende ingentes volúmenes de calamar a importadores europeos, entre ellos Inlet Seafish, SL, con sede en Valencia. Estos importadores suministran pescado y marisco a minoristas y empresas de restauración. Preguntado por EL PAÍS, Inlet Seafish declara que no tiene conocimiento de las violaciones de derechos humanos mencionadas por The Outlaw Ocean Project y que los controles y auditorías periódicas de cumplimiento social independientes de su proveedor de segundo nivel Shandong Haidu Ocean Product Co. han descartado irregularidades. Sin embargo, añade: “Estamos decepcionados si estas medidas no han sido suficientes para descubrir estas infracciones. Hemos tomado medidas y comunicado a nuestro proveedor de primer nivel que cese todas las relaciones con Shandong Haidu Ocean Product Co., LTD. No haremos negocios con empresas que utilicen materia prima en productos destinados a Inlet Seafish donde exista la posibilidad de violación de los derechos humanos”.
El 22 de abril de 2021, el cuerpo de Aritonang fue trasladado desde Montevideo hasta Yakarta en avión, y luego conducido en un reluciente ataúd de madera con una figurita de Jesús colocada encima hasta la casa de su familia en Batu Lungun. Una multitud de vecinos bordeaba el camino para presentar sus respetos. La madre de Aritonang estalló en lágrimas y se desmayó al ver el ataúd. La familia prefirió mantenerlo cerrado; tenían miedo de lo que podrían encontrar dentro. Al día siguiente se celebró un funeral y Aritonang fue enterrado a pocos metros de su padre, en una parcela del cementerio cercana a su iglesia. Su lápida consiste en dos listones de madera formando una cruz. Esa noche, un funcionario de la agencia de contratación de Aritonang visitó a la familia para hablar de lo que los lugareños denominan un “acuerdo de paz”. Anhar asegura que la familia acabó aceptando un pago de 200 millones de rupias, unos 13.000 dólares. Los familiares se mostraban reacios a hablar de lo sucedido en el barco. Beben, el hermano de Aritonang, me dijo: “Nosotros, la familia de Daniel, hemos hecho las paces con la gente del barco y le hemos dejado marchar”.
El año pasado, 13 meses después de la muerte de Aritonang, volví a hablar con su familia. Su madre, Regina Sihombing, estaba sentada con su hijo Leonardo en una alfombra con estampado de leopardo en el salón de su casa. Sihombing se disculpó porque la habitación no tenía muebles y no había otro lugar para sentarse más que el suelo. La casa se estaba reparando con el dinero del acuerdo, me explicó; Aritonang había conseguido arreglar la casa de sus padres después de todo. Cuando la conversación giró en torno a él, su madre rompió a llorar. “Ya ve cómo estoy ahora”, me dijo. Leonardo intentó animarla: “No estés triste. Había llegado su hora”.