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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Pequeñas enormes vidas

Llevo años guardando ejemplos de seres maravillosos que mueren por ayudar a los demás. Los admiro, son mis santos laicos

Rosa Montero
DESIREE MARTIN (AFP / Getty Imag
Rosa Montero

Ya conocen la famosa frase del filósofo alemán de ascendencia judía Theodor Adorno: “Después de Auschwitz, escribir poesía es un acto de barbarie”. Yo no estoy de acuerdo; es más, creo que sucede lo contrario: que el arte y la búsqueda de la belleza son nuestras mejores armas contra el Mal. Pero entiendo muy bien que, horrorizado por el reciente apocalipsis nazi, Adorno dijera algo así. Como también comprendo que el joven y prometedor cineasta senegalés Doudou Diop, ante la interminable tragedia de la emigración ilegal de su país, se viera impelido, urgido, moralmente obligado a hacer que su primer largometraje tratara sobre un viaje en cayuco a las islas Canarias. Cómo hablar de otra cosa, si tu entorno chilla tanto. Cómo escribir poesía rodeado de dolor.

Doudou ya había hecho cortos y documentales sobre temas candentes: una mujer que vive en un vertedero, o la falta de alcantarillado de un barrio. El nuevo proyecto, dice José Naranjo en un reportaje de EL PAÍS, contaría el tercer intento de llegar a Canarias de un inmigrante llamado Tapha. Doudou empezó a rodar la película cerca de su casa, en la ciudad de Saint Louis; metió a 12 actores en una barca, pero el resultado no le convenció. Así que el 18 de julio, tras pagar unos 600 euros por cabeza al mercader del viaje, sin decir nada a nadie, Doudou y sus amigos Babacar y Tapha se subieron a un gran cayuco con el material necesario: disco duro, cámaras, baterías, micrófonos. Todo se perdió en el mar.

Tenemos el testimonio de Babacar, que sobrevivió. Se alimentaban de cuscús con leche y azúcar, pero al quinto día se acabó la comida. El tiempo empeoró, se levantaron unas olas tremendas, se extraviaron, estaban empapados y helados. Diop siguió rodando hasta el séptimo día, que empezó a vomitar. Al día siguiente se desmayó, y poco después también Babacar perdió el sentido. Cuando lo recuperó, en un hospital marroquí, supo que la Marina de Marruecos había conseguido rescatar a 71 jóvenes del cayuco, y que otros 14 habían muerto. Doudou era uno de ellos. Tenía 30 años. He encontrado en internet un texto sobre él en una página llamada FilmFreeway. No consta su fallecimiento. Lo que sí aparece es la energía de Diop, el orgullo por los proyectos ya terminados, las ganas de seguir haciendo películas, de comerse la vida y de cambiar el mundo.

Llevo años guardando ejemplos de seres maravillosos que mueren por ayudar a los demás. Pequeñas enormes vidas. Los admiro, les agradezco su coraje, son mis santos laicos, me iluminan las sombras. Revisándolos ahora, advierto que muchos son profesionales de la salud. Como el heroico doctor Umar Khan, el único virólogo de Sierra Leona, que dirigió en su país, en 2014, la desesperada lucha contra la epidemia de ébola, esa enfermedad aterradora y letal que mata con hemorragias atroces. Pues bien, sabiendo todo esto mejor que nadie, ese hombre permaneció allí cuidando de los enfermos hasta contagiarse. Tenía 39 años. O como el doctor Wasim Maaz, el último pediatra que quedaba en la destrozada Alepo durante la guerra civil siria. Sus familiares huyeron a Turquía, pero él siguió haciendo su trabajo hasta caer bajo un bombardeo, en 2016, con 36 años. ¡O como los sanitarios que dieron su vida con estoica generosidad durante la covid! Según la OMS, fueron al menos 115.000 entre enero de 2020 y mayo de 2021. Gracias, muchas gracias.

Doudou Diop también falleció por ayudar a otros y por querer denunciar un sufrimiento invisible. Honremos su memoria hablando de ello. De que, en los ocho primeros meses de este año, han llegado a Canarias en cayuco 11.439 emigrantes, 802 más que el año pasado. Y de que, hasta finales de junio, han muerto en la travesía 778 personas, unas cinco al día. Todo esto lo sabemos y además nos agobia y apena, pero debemos reconocer que no lo consideramos prioritario. Por eso lo borramos de la mente tan deprisa que no llegamos a buscar soluciones y aún menos a exigirlas. Nos ayuda a olvidar nuestra perezosa memoria de ameba: un estudio hecho en 2019 por Schema, Axios y Google Trends descubrió que incluso las noticias más impactantes poseen una vida media de siete días. Así que seguro que mañana ya no pensaremos en Doudou ni en el mar asesino. Pero esta noche, cuando apague la luz, por lo menos intentaré recordarme que han muerto otros cinco.

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