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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Víctimas perfectas

Los humanos no sabemos qué hacer con la pena; ni siquiera con la propia, y somos catastróficos con la de los demás

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Jordi Boixareu (NurPhoto / Getty
Rosa Montero

Supongo que se habrán enterado de ese minilinchamiento mediático que sufrió Rodolfo Sancho cuando fue a Tailandia a visitar a su hijo. No vi las declaraciones del actor a la salida de la cárcel, aunque me imagino que las pasarían mil veces en todos esos programas que llevan dos meses enganchados como garrapatas a la morbosa yugular de este tremendo crimen. Pero luego he leído en la prensa que lo pusieron verde porque dijo a los periodistas que “no iban a conseguir lágrimas de él” y que un hecho así se podía afrontar “como una tragedia o como un reto”, y que para él iba a ser un reto. Estas simples frases crearon un alboroto; lo vapulearon y tacharon de prepotente y de soberbio, y hasta un periódico tan sólido y serio como La Vanguardia sacó este titular: “Duras críticas a Rodolfo Sancho en la primera visita a su hijo Daniel en Tailandia: “Ha sido poco afortunado”. La presión fue tal, en fin, que al día siguiente el actor tuvo que pedir más o menos disculpas. Algo inaudito, porque yo creo que sus palabras son de lo más normales. Es más, teniendo en cuenta el horror por el que está pasando y que salía de ver a su hijo por primera vez, también hubiera encontrado muy comprensible que se hubiera puesto a cantar la Macarena o a dar la vuelta a la prisión a la pata coja. Por favor, un respeto al duelo de los demás. Un respeto verdadero para el dolor.

De modo que los multitudinarios jueces del comportamiento ajeno dictaminaron que Rodolfo Sancho había estado “poco afortunado”. La sociedad siempre parece tener clarísima la actitud que deben mantener las víctimas. Es decir, cuando te sucede algo muy malo, no sólo has de pechar con ello, sino que además estás obligado a hacerlo con el decoro debido. Representando tu papel, vaya. A quien padece un cáncer le dicen: ¡optimismo, optimismo, pensamiento positivo, alegría constante que así es como se vence la enfermedad! Con lo cual no solo no le permiten al enfermo experimentar sus naturales e inevitables bajones, sus lágrimas y sus miedos, sino que además lo culpabilizan de los posibles empeoramientos: es que no te esforzaste, no te reíste lo suficiente.

A los viudos (yo lo soy) les piden, les ordenan que lloren en el primer momento de la viudez, en el tanatorio, en el cementerio, que es justo cuando, agotada por la agonía cercana, no tienes ni lágrimas. ¡Pero llora, llora, tú llora, no te preocupes, llora!, jalean. Ahora bien: un par de semanas después, que es cuando estás empezando a encontrar el camino a tu duelo y tu llanto, todos vuelven a saber divinamente lo que tienes que hacer: ¡No llores más! ¡Basta de tristeza! ¡Sal, vete al cine, anímate!

En los años oscuros tras la crisis de 2008 abrí un par de decenas de grupos de Teaming, una plataforma solidaria que permite dar un euro al mes para alguna causa. Los grupos eran de familias sin recursos (algunos siguen vigentes). Aunque sus condiciones económicas extremas estaban demostradas con documentos, al principio mantuve unas pocas discusiones con lectores a los que indignaba ver, en el Facebook de alguna de las familias, fotos en las que sonreían mientras se tomaban un café en una terraza. Les escandalizaba su alegría y que despilfarraran el dinero en café. Como si los pobres tuvieran que ser tristes y miserables a perpetuidad, como si para ganarse la caridad se les exigiera un sufrimiento eterno. No entendían algo para mí evidente: que, si estás hecho polvo y te van a cortar la luz, a lo mejor arañarle un poco de dulzura a la vida tomándote un cortado en un chiringuito es más necesario que comprar garbanzos. En fin, por eso hay personas que piden limosna en la calle hincados de rodillas. Siempre he detestado ese exceso dramático, pero en realidad responden a lo que cierta sociedad demanda de ellos: se representan de pobres.

En su libro La sombra de Naipaul, Paul Theroux cita las bellísimas palabras que le dijo una mujer de 97 años: “La pena es pura y es sagrada”. Qué sabio y qué exacto. Los humanos no sabemos qué hacer con la pena; ni siquiera con la propia, y desde luego somos catastróficos con la de los demás. Nos asusta el dolor, lo rechazamos, nos ponemos moralistas, juzgadores, incluso linchadores. Cuando habría que hacer justo lo contrario: ser empáticos de verdad y respetar lo sagrado de la pena, es decir, el derecho que tiene cada cual a intentar sobrellevar su sufrimiento como puede.

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