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Médicos que el ébola se llevó

Unos 130 trabajadores sanitarios africanos, doctores y enfermeras, han muerto luchando contra el virus desde que estalló la epidemia. Son la primera barrera, a veces sin la protección adecuada. Sigue pasando.

José Naranjo
Activistas de #Bring Back Our Girls en una vigilia por la doctora Adadevoh y otras víctimas del ébola en Abuja (Nigeria)
Activistas de #Bring Back Our Girls en una vigilia por la doctora Adadevoh y otras víctimas del ébola en Abuja (Nigeria)AFOLABI SOTUNDE (REUTERS)

Complejo hospitalario de Kenema, en Sierra Leona. Diez de la mañana. Nancy Djoko, vestida con el típico uniforme celeste de enfermera de Urgencias, sale a la puerta del centro de aislamiento para pacientes de ébola y se pasa el antebrazo por la frente. Lleva toda la noche trabajando. Es una mujer robusta, camina con determinación, pero se la ve agotada. "He tenido que enterrar con mis propias manos a tres de mis compañeras, ¿cómo me voy a sentir segura?", se pregunta. "Tengo miedo, pero aquí estoy. Esta enfermedad no podrá con nosotros, no señor", añade. Desde que comenzó la epidemia de ébola que sacude como un terremoto invisible a África occidental, más de 225 trabajadores sanitarios africanos se han contagiado y unos 130 han muerto, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Son la primera barrera frente al ébola, los más expuestos, y están pagando un precio muy alto.

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En este mismo hospital trabajaba el doctor Khan, quien el pasado 22 de julio encogía el corazón a toda Sierra Leona. Ese día, el Gobierno anunciaba que se había contagiado de ébola. El hombre que se había puesto al frente de la lucha contra la expansión del virus, quien desde el hospital de Kenema coordinaba los esfuerzos y atendía personalmente a los enfermos, la persona que mejor conocía este mal y en quien todos confiaban, también había caído. El golpe psicológico fue terrible para todos. Sheikh Umar Khan era un reputado virólogo especializado en la fiebre hemorrágica de Lasa, un científico que adoraba su trabajo. Y ahora se enfrentaba a una lucha por su propia vida cuando estaba a punto de cumplir los cuarenta años. Durante días, el país entero siguió atento las noticias hasta que el 29 de julio la vida de Khan se apagó para siempre.

Ahora mismo, una enorme pancarta con su imagen preside la entrada del hospital de Kenema. Es un homenaje al héroe nacional, pero también un recordatorio. Sólo aquí, una veintena de médicos y enfermeros ha muerto en las últimas semanas. Pero si para algo sirvió el sacrificio de Khan fue para que la mayor parte de la población adquiriera conciencia de que la enfermedad es real, no un invento del Gobierno o de los occidentales, rumores de negación que han estado muy presentes durante toda esta epidemia. Pero también para que se ponga en valor la actitud de muchos profesionales sanitarios que, superando su propio miedo, el desconocimiento de cómo abordar esta enfermedad nueva para ellos y las malas condiciones de seguridad, se enfrentan al letal virus del ébola a costa incluso de sus propias vidas.

Umar Khan no fue el primero, desde luego. Este brote comenzó allá por el mes de diciembre en la Guinea Forestal y durante los primeros meses el personal sanitario de Gueckedou y Macenta atendió a decenas de pacientes sin ningún tipo de protección especial. Nadie sospechaba entonces que estábamos ante el ébola. Y cuando el virus llegó a Conakry, los trabajadores de una clínica privada de Kipé Dadia cayeron uno detrás de otro. Fue el lugar en el que ingresó la primera persona contagiada en la ciudad. Médicos, enfermeros, hasta técnicos de rayos… Casi todos se contagiaron y algunos fallecieron. El 22 de marzo, por fin, se declaró la epidemia, se activó la alerta y todos empezaron a tener más cuidado. Pero aún así, los trajes de protección y, sobre todo, la experiencia necesaria para usarlos, no estaban al alcance de todo el mundo. El propio Umar Khan, que se hizo popular porque abrazaba a los pacientes sanados para infundirles confianza y tratar de borrar el estigma, era muy meticuloso con la seguridad, lo que sin embargo no impidió su contagio.

El doctor Khan, fallecido el 22 de julio por ébola.
El doctor Khan, fallecido el 22 de julio por ébola.Umaru Fofana (REUTERS/)

"Estás sometido a un gran estrés, la carga de trabajo es enorme y somos humanos. No se puede perder la concentración ni un instante", asegura Josephine Sellu, doctora responsable del centro de aislamiento de Kenema. El brote que empezó en Guinea rápidamente se extendió a Sierra Leona y Liberia. En este último país, la mortandad entre sanitarios ha sido también enorme. El hospital católico de San José, donde trabajaba el religioso español Miguel Pajares, tuvo que cerrar sus puertas tras la muerte de su director, Patrick Nshamdze. La mayoría de las personas que le cuidaron sin saber que tenía ébola, entre ellos el propio Pajares y varios médicos, acabaron contagiados, como la hermana Chantal, fallecida, o las hermanas Paciencia y Helena, que han logrado sobrevivir.

En el Sant Joseph de Monrovia trabajaba también el doctor ugandés Omeonga Senga, uno de los primeros africanos que ha recibido el tratamiento experimental ZMapp y que evoluciona bien, así como el doctor de origen nigeriano Aroh Cosmos Izchukwu, que ha sobrevivido sin suero, "sólo con paracetamol", y ha contado a El País los detalles de su estancia en el centro de aislamiento del hospital ELWA. "Aquello es como un campo de la muerte, lo de menos es el ébola. Está todo sucísimo, hay un baño para 50 personas. Había una familia allí, los padres y sus dos hijos pequeños. La mujer murió primero. Luego el padre fue al baño y sufrió un colapso dentro. Cuando su hijo le echó de menos fue a buscarlo y se lo encontró muerto. El cadáver estuvo 24 horas allí tirado, nadie venía a recogerlo. Hay heces, orina, vómitos por todos lados. No dejan que la gente tenga teléfonos con cámaras para que no salga una fotografía de aquello. He visto cómo le robaban hasta a los muertos", asegura. "Que actúe ya la comunidad internacional porque esto es insoportable", dice.

En las puertas de este centro de aislamiento gestionado por el Gobierno liberiano se produce casi a diario la misma escena. La pareja formada por Mutako Longin y su esposa Justine están de visita. Ambos son liberianos de origen ruandés, trabajaban en el Redemption Hospital, él médico, ella técnico de laboratorio. Pero ahora este centro está cerrado y ambos dedican su tiempo y su dinero a ayudar a los enfermos en lo que pueden. “Les llevamos ropa y comida porque no le están dando, sobre todo comida”, asegura Longin. Algunos enfermos de ébola reciben ayuda de sus familiares, pero muchos no tienen a nadie en la capital o sus parientes tienen miedo de acercarse por allí. "Están abandonados, aquello es un lugar donde los dejan morir, no les rehidratan ni les hacen transfusiones".

Un médico da de beber a un enfermo de ébola en el centro de aislamiento de Kailahun (Sierra Leona).
Un médico da de beber a un enfermo de ébola en el centro de aislamiento de Kailahun (Sierra Leona).Médicos Sin Fronteras

Longin y Justine recaudan fondos para pagar incluso la sangre. Por ejemplo, hace unos días, entregaron a Médicos sin Fronteras material por valor de 75.000 euros recaudado íntegramente en España entre donantes privados e instituciones de la Iglesia. Otros han corrido peor suerte que Senga o Cosmos. El doctor Abraham Borbor, jefe médico del hospital JFK de la capital liberiana, falleció hace unos días de ébola pese a que también recibió el ZMapp, el supuesto suero milagroso que genera aún muchas dudas. Borbor parecía evolucionar favorablemente al tratamiento, pero el virus pudo finalmente con él.

De momento, Nigeria es el país menos afectado de los cuatro a donde ha llegado esta enfermedad. Y ello se debe en buena medida a la determinación y la valentía de una mujer, la doctora Stella Ameyo Adadevoh, endocrinóloga de 57 años. El pasado 20 de julio un avión de la compañía ASKY aterrizaba en Lagos con el estadounidense de origen liberiano Patrick Sawyer a bordo. Nada más llegar al aeropuerto, Sawyer fue trasladado al First Consultant Hospital con fiebre alta, malestar y vómitos, donde quedó en observación hasta que dos días después se confirmó que tenía ébola. La doctora Adadevoh lideraba el equipo médico que se hizo cargo del paciente y fue ella quien, personalmente y junto a la enfermera Justina Obi Ejelonu, impidió que Sawyer saliera del hospital en dirección a Calabar, a cientos de kilómetros de Lagos, donde tenía una reunión. Este gesto, que evitó que Sawyer fuera dejando a su paso un rastro mortal entre quienes intentaran ayudarle, probablemente salvó la vida de decenas de personas. Si no más. El virus ébola campando a sus anchas por el país más poblado de África hubiera sido un escenario aún más dramático que el actual, que ya es suficientemente complicado, sobre todo en Sierra Leona y Liberia. A los pocos días, tanto la doctora Adadevoh como la enfermera Ejelonu dieron positivo en las pruebas de ébola. Ambas fallecieron poco después.

Entre las ruinas de sistemas sanitarios que han colapsado, como el de Liberia, o que se enfrentan como pueden a un virus tan letal como el ébola, allí donde la combinación de la falta de recursos y el miedo hace estragos y vacía los hospitales de personal sanitario, como ocurrió por ejemplo en Kenema, emerge también la figura de miles de profesionales que han decidido jugarse su propia vida para plantar cara a la enfermedad. Son la avanzadilla de un Ejército que lucha contra una epidemia devastadora, la primera barrera, y muchas veces van sin escudos ni casco. Umar Khan, la doctora Adadevoh, los médicos del Hospital Católico Sant Joseph, Abraham Borbor, Nancy Djoko o la enfermera Ejelonu son sólo algunos de ellos. La mayoría son héroes anónimos cuyo nombre no sale en los periódicos. Muchos sobreviven, otros no. Y sigue pasando cada día.

Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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