Una última cena imaginada por el dramaturgo Pablo Messiez: improvisación junto al Mediterráneo
El autor fantasea con una velada alrededor de su familia, medio centenar de amigos y todos aquellos platos que marcaron su vida, como la milanesa de su madre o el jamón ibérico
Pocas cosas más complicadas que la elección del bigote, esa mínima parcela capilar que puede determinar más que ningún otro rasgo el primer juicio que le hacemos a un desconocido (o desconocida). Los hay piramidales, los hay frondosos como una brocha, finamente dibujados, con colas rizadas en sus extremos, mostachos de suave pelusa adolescente, bigotes autoritarios que ocultan los gestos de la boca y luego está el de Pablo Messiez (Buenos Aires, 49 años), que tiene la expresividad de una ceja y las proporciones exactas para resistirse a cualquier encasillamiento.
Lo miro ensimismado, me hace imaginar qué tipo de bigote me convendría. No puedo evitar mirarme en Messiez como si fuera un espejo: acaba de descubrirme que nacimos el mismo día. Igual que existe la palabra tocayo para los que comparten el mismo nombre, debiera haber otra específica para los que comparten cumpleaños. Es inevitable observarlos en busca de otras coincidencias que esclarezcan si haberle caído al mundo en una determinada fecha tiene algún efecto específico sobre el destino de uno —si es que alguien cree en el destino. Messiez claramente tiene uno ineludible: el teatro. Llegó a España en 2008 como actor teatral, y ante la perspectiva de tener que neutralizar su acento argentino para mejorar su suerte como actor, se volcó en la dirección teatral y en la escritura. Desde entonces ha estrenado ya varias obras de teatro y ha colaborado con su amiga la cantante Sílvia Pérez Cruz en algo inclasificable que titularon Género imposible, una pieza entre la música y la dramaturgia.
Nos encontramos en el Llama Inn, un restaurante peruano con una peligrosa carta de cócteles que dan más sed que la que sacian, y unos sabrosos platos que la camarera asegura que son para compartir (aunque quizás no para compartir con vascos) y que revelan a un Messiez de modales exquisitos, siempre dispuesto a servirse el último y ofrecer la porción que sobra a los demás. Quizás sea que la comida le ha dejado de importar en este mismo instante. Está algo circunspecto, meditando en silencio sobre la pregunta que le acabo de hacer: cómo sería su última cena, dónde, a quién invitaría, qué comería.
Al poco vuelve de su viaje interior para contar con gesto grave que piensa en un ejercicio que hace con sus alumnos: “Les pido que cierren los ojos y les pregunto qué cosas vieron sus ojos con cinco años, han de usar nombres, detalles de objetos, quiero que pinten una escena… Luego, qué vieron sus ojos con siete años, con quince. Así llegamos al presente, entonces les hago abrir los ojos y pregunto qué cosas ven ahora sus ojos. Ellos dicen la pared, a ti, lo que sea que estén viendo. Después pregunto qué cosas verán sus ojos mañana. Empiezan a improvisar, a imaginar cosas. Finalmente pregunto: qué es lo último que verán. Entonces se hace un silencio pudoroso, que es muy bonito, y ese es el mismo silencio en el que estoy ahora… Siento como que al imaginar el fin de pronto fuera a ocurrir”. Coco Dávez interviene para animarle, para un dramaturgo debiera ser gratificante escribir el guion de su propio final. Messiez no lo cree así: “Parece que es un regalo y es una condena tener que elegir el final”.
Comería solo con su familia, que son sus padres, su hermana, que vive en el campo en Buenos Aires, y su hermano pequeño, que es músico en Nueva York. “Tenemos un vínculo de hermandad supersólido, nos queremos muchísimo”, dice. La cena será algo muy casero, sabores de la infancia: “La milanesa de mi madre, el asado de mi padre”. Pero también añadiría al menú algo muy sofisticado que no hubiera comido nunca y que no acierta a nombrar: “Hasta el último día quisiera estar probando algo nuevo”.
De pronto, quiere ampliar la mesa, un asado llama a muchos. Que vengan amigos, un comité de unas 50 personas, “que es un buen número para poder bailar pero sin perder de vista a nadie”. Solo pone nombre a una de ellas: Sílvia Pérez Cruz, pues quisiera que esa noche cantara “de esa manera tan amorosa y cálida”. Luego se pregunta si tiene a 50 amigos cercanos. Seguramente no se responde. “Pero quisiera que estuviera la gente con la que comparto tiempo, aunque no sean íntimos, sobre todo los que trabajaron en mis últimas obras”, y es que el teatro genera vínculos muy profundos en poco tiempo, explica.
Después de que los amigos y la música irrumpieran en la intimidad de una cena que empezó como un encuentro familiar, consulta bajando la voz y mirando a los lados con cierta prudencia: “Pensé en drogas también, ¿eso se puede poner?”. Yo le digo que todas las que quiera, y le cuento que una parte considerable de aquellos a los que pregunto sobre su última cena tienen más claras las drogas que tomarían —muchas de ellas sustancias duras que probarían por primera vez en su vida— que la composición del menú. Messiez ríe aliviado: “Menos mal, porque tomar drogas y saber que no padecerás la resaca es lo mejor que te puede pasar en la vida”. La resaca, aclara, es lo que le aleja de las drogas.
Esa noche la embriaguez le parece necesaria: “Estaría bueno retirar la idea de tristeza, la idea de final”. Y entonces se acuerda de que, precisamente en la obra que tiene entre manos, un personaje resucita y proclama: “La muerte es un invento vuestro [de los hombres] que os creéis el centro del universo, nada muere, todo cambia y el universo no tiene centro”. Luego se da cuenta y apunta que el mundo de las drogas con su familia sería algo delicado. “No tenemos esa relación: que no lean esto”, dice. Así que resuelve en dividir la última cena en distintos actos, uno en que entren las drogas y otro para la familia, pero lo cierto es que le gustaría que ambas cosas aparecieran en el acto final, y que no hubiera miedo ni reproches: “Que todo el mundo entienda que esto no va de sufrir, sino que va de lo que sigue, de la transformación en lo que sea, sin miedo a ello”.
Pasamos a definir el lugar: sin duda, el mar. Se llevaría a toda su familia de viaje al Mediterráneo, no tiene demasiado claro en qué lugar específico, es un Mediterráneo genérico e ideal, una isla vacía, Formentera sin gente. “Aunque eso es imposible incluso en octubre”, dice con una risa. Ve a los comensales meterse en el mar entre plato y plato, y a Sílvia cantar sus cosas. Después entre todos cantarían tangos y boleros… y rock argentino. “Canciones con las que tenga mucha historia, de haberlas cantado muchísimo en la adolescencia, Charly García, Fito Páez”, especifica. Pronto se superaría la fase verbal y gastronómica de la noche para entrar de lleno en el baile, que es lo más trascendente. Se bailaría muchísimo, y por supuesto estaría Lucas, su pareja, que es bailarín, y ya con el efecto de lo ingerido, y con la música, el baile devendría en puro trance. Para ello recomienda que la gente vistiera con “géneros livianos que se agiten con el viento, ropa con mucho color que quede bien bailando y que se puedan quitar fácilmente”. Esa noche sería muy sensual, “erótico-festiva, mucha piel, mucha piel, mucha piel, todos fundidos con el mundo”.
Messiez entra de nuevo en un silencio introspectivo mientras prueba un ceviche. Por un momento parece que se nos ha ido al baile que imagina. Pero está saboreando, y la comida le despierta la urgencia de cambiar el menú. Estamos en el mar, hay que servir pescado, dice. Coco Dávez le consiente que ponga toda la comida que desee en ese menú final, y entonces Messiez eleva su ambición y dice que haría una biografía gastronómica con los platos que han definido las épocas de su vida. De aperitivo, la milanesa con puré de su madre —”ya sé que no es un entrante muy liviano”—, luego el asado con verduras de su padre, seguiría con jamón —”que cuando vine a vivir a España fue para mí una revelación”—, y de ahí entraría en el pescado de la mano de Japón, dejaría el vino y pasaría al sake. “Volvería al terruño para los postres con un helado de dulce de leche, y le pediría a mi hermana que hiciera una tarta de manzana o de ciruelas”, concluye.
Quiero saber si siendo un hombre que ha entregado de tal manera su vida al teatro no querría que hubiera algo propio de su arte en todo este convite. No lo había pensado, dice, pero el mar es el mejor escenario. Pondría un marco y que la gente saliera a representar lo que quisiera con el mar de fondo. Envidia esa espontaneidad de los músicos para arrancarse con una canción en una sobremesa, la manera tan natural en que eso está habilitado ya en el contexto de una cena festiva, mientras que la gente de teatro es más pudorosa y no les resulta tan fácil levantarse de repente a interpretar un fragmento de algo que les gustara. “Está esa idea del no, acá no puedo, no me jodas, no me voy a poner ahora a actuar. Y digo yo: por qué no, estaría bien oír a alguien decir, ‘me acuerdo de una cosa muy emocionante que interpreté y la quiero compartir ahora mismo con ustedes…’, y es que descubrirle a la gente algo bonito es una estrategia para que te quieran, que es lo que yo quiero que pase esa noche”.
Menú de Messiez
- Milanesa de su madre con puré de patatas.
Asado de carnes y verduras de su padre.
Jamón ibérico de bellota.
Niguiris, makis y sashimis de pescado. - Tarta de manzana de su hermana.
Helado de dulce de leche. - Vinos tintos.
Sake. - Canciones de Sílvia Pérez Cruz.
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