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La heroica resistencia del mejor kebab de Madrid

En 1978, el señor Romel abrió Kebab House en el barrio de Moncloa. Un local casi mitológico. Tras su jubilación, se ha modernizado lo justo para seguir en pie sin traicionar a sus fanáticos

Fachada del actual Kebab House, tras la discreta reforma acometida.
Fachada del actual Kebab House, tras la discreta reforma acometida.César Estabiel

El señor Romel no era muy de eslóganes. Pero si uno de ellos podía ponerle de muy mal humor era aquel que, mirando de refilón los posibles beneficios, decía que “el cliente siempre tiene la razón”. El señor Romel era un comerciante exitoso, pero entre sus principios no estaba considerar cierta soberanía a quien entrara por su puerta, ni tolerar que el cliente pudiera cuestionar la única vianda que vendía. Era una molestia que hablaran de más en su diminuto establecimiento. Y esto, que podía ser el comienzo de una novelita costumbrista, es un brochazo de la historia del primer local de kebabs que abrió en Madrid.

En 1978 el skyline de la entrada a la capital por la nacional VI aún no estaba delimitado por el Faro de Moncloa, construido dos décadas después. En su lugar, cien metros más allá del primer semáforo, al mirar a la izquierda se inauguraba otro faro, uno que se hizo popular con un tumulto de gente a la puerta y por hacer todo lo posible para que el negocio no prosperara. El faro del pasotismo empresarial, que sigue sus propias normas, generalmente enfrentadas a las líneas maestras de cualquier curso sobre como triunfar en los negocios. Si el negocio pide que el cliente se sienta como en su casa, se le hará saber que aquel local es la suya. Si el sentido común lleva a tratar a todos por igual, se pega un folio a la fachada donde diga que las personas mayores y de movilidad reducida serán atendidos directamente, sin tener que guardar cola. Porque la cola siempre fue parte de la marca del Kebab House, en el 67 de la calle Meléndez Valdés. Lejos de disuadir al hambriento, cada vez era más larga. Eso sí, cuando tenía a bien abrir el local, a menudo con el cierre metálico bajado y sin un cartel que explicara el motivo. “A nadie le importa cuando abro y cuando no”, se molestó una vez. Y algo de razón debía tener aquel pionero, porque el negocio, ahora reformado, aún goza de excelente salud. El secreto no es tal: vender el mejor kebab en muchos kilómetros a la redonda.

El verano pasado el señor Romel se jubiló. Libanés de origen, sigue en la sombra. Dejó la barra, que ahora es atendida por diversos trabajadores que van haciendo turnos en una actividad de 12 horas seguidas diarias. También tuvo que hacer frente a una reforma que se pedía a gritos. Fue la única concesión comercial que se le recuerda, obligada para que su receta mágica pudiera sobrevivir en el siglo XXI. Única pista: en el torno giratorio no hay una masa uniforme de dudosa procedencia animal, sino que puede apreciarse una torre de filetes apiñados y sudorosos. Porque en aquel local poco ventilado todo sudaba. Sudaba el señor Romel y sudaba el cliente cuando le sorprendía con la única pregunta que hacía: “¿con picante o sin picante?”. Nadie hablaba de más y se esperaba en silencio, mirando los movimientos del artesano o pegando la mirada a lo poco que decoraba las paredes. Un gancho de bronce para colgar el casco de la moto y un recorte amarillento de prensa que se rendía a las excelencias de los bocados del Kebab House.

Dos euros con sesenta céntimos. Antes de la pandemia ese era el precio a pagar por el mejor kebab de Madrid. No es difícil entonces imaginar que antes de internet el Kebab House fuera centro de avituallamiento para estudiantes y jóvenes asiduos de las rutas etílicas de Moncloa, el barrio madrileño con mayor densidad de fotocopiadoras. Fotocopias y un kebab era un combo habitual en aquel paisaje urbano. Ahora el local ha cambiado. Hay caja registradora, más luz, modales amables y hasta una máquina de pedidos como en las grandes franquicias de comida basura. Era renovarse o certificar la muerte de su receta… pero mejor cuando me jubile, que no tenga que sufrirlo, debió pensar el señor Romel.

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