La palabra reguetón
Ha sabido crear la primera lengua verdaderamente común, el auténtico inicio de la famosa unidad latinoamericana
Cada palabra tiene una larga historia, pero es raro que la conozcamos: suelen ser tan antiguas que nadie sabe en serio cómo fue que empezaron. Las pocas que escapan a esa regla se llaman “neologismos”: una palabra nueva, una que alguien formó hace tan poco que lo pudimos ver, saber. La palabra reguetón, sin ir más lejos.
En estos años la mayoría de las palabras nuevas es de origen inglés. Reguetón lo es, gringa con una huella griega. La acuñaron y acunaron, dicen, un cantante, Ramón Luis Ayala Rodríguez (a) Daddy Yankee —el mote es un poema— y un “diyei” —otro neologismo—, Pedro Gerardo Torruelas (a) DJ Playero. Lo hicieron, dicen, hace justo 30 años; fue en Puerto Rico, eso está claro.
La cuna era bien híbrida —casi latinoamericana, casi norteamericana— y aquella música también: una mezcla del reggae jamaiquino con el hip hop neoyorquino y esas historias bien sudacas y ese final en ton para decir que era una maratón, un tiro largo. O, quizá, para agregarle un tono de explosión latina: la cosa se discute. En cualquier caso, el reguetón empezó allí, se mantuvo local por unos años, se difundió, se coló en todos los rincones. El reguetón es la moda musical que más forró a Occidente en las últimas décadas.
Al principio sus letras contaban sobre todo vidas marginales. Pero más lo difundió su baile: el perreo era todo un avance, humanos haciendo cosas de animales. O cosas de personas que no quieren ser eso que serlo —supuestamente— implica. Si las danzas siempre fueron una representación más o menos mediata pacata timorata del coito, aquí no había distancia, solo ropa. En el perreo los bailarines mimaban un fornicio sin mimos ni abracitos, puro encuentro de sexos. El perreo fue un sinceramiento extremo de la noción de baile —y alguna noción más.
A su imagen y semejanza, sus primeros vídeos sinceraron otros deseos de sus ejecutores: insistían en mostrar oros, culos, coches, dólares, más oros, más culos, tetas plásticas, piscinas en mansiones, las mansiones, otro culo mojado. Todas las marcas del éxito más parecido a los fracasos se acumulaban —y se acumulan— en esos recorridos: las mujeres objeto, los objetos babosos, los objetos brillosos para que quede claro que son caros, la idea de que triunfar es apropiarse de ellas y de ellos. Fue otro sinceramiento fuerte: quizás, al fin y al cabo, el reguetón se había propuesto demostrar que la sinceridad no es necesariamente buena.
Pero eso es casi incidental frente a su verdadero rol: conformar la unidad latinoamericana y buscarnos un lugar en el mundo. El reguetón nos representa: es obvio que para muchos, ahora, somos eso. El reguetón conecta con otros clichés ñamericanos: el ritmo, el mestizaje, lo sudoroso, lo caluroso, lo caliente, lo —levemente— salvaje o, al menos, silvestre. Y ofrece una ventaja que muchos agradecen: poder hacer algunas cosas que querían —escuchar música bumbún, frotarse la entrepierna entre otra pierna— y atribuirlo a una cultura ajena, al exotismo. “Nosotros aquí no hacemos eso, solo lo hacemos ahora porque lo hace esa gente”.
Pero lo que más me impresiona es cómo el reguetón ha sabido crear la primera lengua verdaderamente común, el auténtico inicio de la famosa unidad latinoamericana. Cuando trato de escuchar las letras de ciertos reguetones —y su trup de variantes trap trip trep, sin duda trop—, me resulta difícil descubrir la nacionalidad de quien las canta. Todas suenan con un deje caribeño gangoso arrastradito que las une y confunde, más allá de identidades patrias. Es un avance extraordinario: siglos buscando esa unidad y ahora resulta que su germen más claro es ese acento tropical guasón que iguala a argentinos, colombianos, mexicanos, guatemaltecos, catalanas y —faltaba más— los daddies portorricans.
Así, el reguetón sigue su línea: demuestra que la famosa unión puede basarse en lo peor. Es una línea dura. Quizás, al fin y al cabo, el reguetón sea un arte sacrificial, uno que se inmola para mostrarnos que ciertas cosas que deseábamos no valían la pena. Despacito, por supuesto, pero hasta provocar tus gritos. A menos que, como sospechamos, estemos cambiando una ferrari por un twingo, un rolex por un casio. Solo que no sabemos, en realidad, cuáles eran el rolex, la ferrari. Ni el twingo, ni el casio, pero nuestra región podría, de algún modo, cantar que “una loba como yo no está para novatos”. O, si no, seguir perreando —que chocan los planetas.
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