La calderilla de la guerra
Estuve varios días observando esta foto para adivinar lo que había en ella, además de lo indiscutible. Lo indiscutible era eso: una calle maltrecha de cualquier localidad de cualquier parte del mundo. Hay casas a los lados, claro, y un coche con la puerta del conductor abierta. Finalmente, sobre la calzada se aprecian varios cuerpos abandonados aquí y allá sin ningún criterio aparente. Diríamos que están desperdigados. Sabemos, por el pie de foto que la acompañaba cuando se publicó en el periódico, que pertenecen a civiles asesinados por las tropas rusas en la localidad de Bucha, Ucrania.
Y bien, eso era todo, cuatro o cinco muertos, quizá seis, en una guerra que los produce en cantidades industriales. ¿Por qué me llamaba la atención, entonces? ¿Qué había en esta imagen que de forma tan poderosa reclamaba mi interés? Tal vez, pensé al principio, me perturbaba el contraste entre la atmósfera reposada, como de domingo por la tarde, del paisaje y la presencia de los cadáveres abandonados al azar. Bueno, vale, tal vez, pero la idea no acababa de convencerme. Fue una noche, en la cama, al evocarla una vez más con los ojos cerrados, cuando se me ocurrió que esos pobres difuntos esparcidos aquí y allá, a lo loco, representaban la calderilla del conflicto. La calderilla, es decir, lo que carece de valor, lo que se pierde en el fondo del monedero o en el fondo de la historia. Hay una calderilla de la guerra como hay una calderilla del amor y una calderilla del pensamiento político. Despojos sueltos, en fin, carentes del valor apocalíptico de las grandes matanzas.
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