Pasillos largos


He aquí una escena de la vida cotidiana. Vas por la calle, tropiezas con una inmobiliaria y te asomas a su escaparate como a una frutería llena de productos tropicales. Todos los colores del mundo están ahí: los verdes, los azules, los rojos, los amarillos, los violetas, los pardos, los grises y hasta los negros, porque también hay frutos negros, como los de la belladona, que en las proporciones adecuadas te excita, te hace volar, te lleva al paraíso. Ahí están las viviendas soñadas y las reales, las que alquilarías o las que comprarías de acuerdo con las capacidades de tu imaginación, con el tamaño de tus quimeras, con las dimensiones de tus utopías. Muchos de estos carteles son ya electrónicos, de forma que las fotografías cambian para mostrarte las distintas habitaciones del piso. A mí me gustan los áticos, siempre los busco y en apenas unos minutos los amueblo a mi gusto y me tomo un gin-tonic mítico contemplando las vistas.
Llevo la cabeza llena de casas con pasillos largos. Me gustan los pasillos por lo que representan. Hay gente que necesita hacer el Camino de Santiago para tener una experiencia mística. A mí me basta con recorrer un pasillo largo con puertas a un lado y a otro para caer en éxtasis. El pasillo ha muerto por culpa de la especulación urbanística y del capitalismo exagerado y por la falta de vivienda pública. Pero digámoslo claro: una casa sin pasillo es como un cuerpo sin tubo digestivo: en el caso del cuerpo, no se digieren los alimentos; en el de la casa, no se metaboliza la experiencia de ir desde el dormitorio propio al de los padres. En fin.
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